Hacia una justicia social, cultural y ecológica
Marco Aparicio Wilhelmi Universidad de Girona, Cataluña, España
El uso que la economía hace de los recursos naturales no afecta por igual a todos los humanos. Unos se benefician más que otros, unos sufren mayores costos que otros, de ahí los conflictos ecológico-distributivos o conflictos de justicia ambiental. El proyecto neoliberal ha tenido –y sigue teniendo- como resultado un drástico incremento de la inequidad ambiental. Hay autores/as que proponen ampliar el enfoque y entender que la justicia ambiental “no tiene que ver sólo con la distribución justa de bienes y males ambientales entre la población humana, sino también entre ésta y el resto de los seres vivos con los que compartimos la biosfera”.
Por ello proponen el uso del concepto de “justicia ecológica”, que no solo habla “de comunidades humanas marginalizadas y contaminadas, sino también de las especies de plantas y animales depredadas o exterminadas. Y de ahí se deriva una consecuencia determinante: no se pueden justificar acciones que destruyan la biodiversidad, incluso aquellas que apelan a fines sociales, económicos y culturales que muchos compartirían”.
Si trasladamos la reflexión al plano jurídico, el techo de la protección ambiental, y los términos de la ponderación con otros intereses o derechos, se modifican sustancialmente en función de si hablamos de justicia ambiental o, en cambio, de justicia ecológica. De todas formas, se puede también defender que una noción amplia de justicia ambiental, sin dejar de lado su visión social y antropocéntrica, se acerca bastante, aunque no hasta alcanzarla, a la de justicia ecológica. Ello sucede si la justicia ambiental se predica también respecto de las generaciones futuras, esto es, si con claridad incorpora tanto la perspectiva sincrónica como la diacrónica.
Las instrucciones del Consenso de Washington, concienzudamente impulsadas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, y los acuerdos comerciales negociados por parte de EEUU y la UE, sirvieron para preparar la “pista de aterrizaje” de la inversión extranjera en América Latina. Pero los efectos de esta, lejos de provocar el anunciado crecimiento económico que iba finalmente a revertir en la población (el llamado “efecto rebalse”), fueron expolio, empobrecimiento y destrucción ambiental. Los beneficios económicos surgidos de los procesos de privatización, mercantilización y latifundización de tierras para el despliegue de la agroindustria, de la expansión de la actividad minera y petrolera, de las patentes y la biopiratería, de la industrialización maquiladora o de la privatización de servicios otrora públicos como el agua, la electricidad o las comunicaciones, cayeron en manos del capital transnacional, con un cierto “rebalse” para las reducidas élites económicas y políticas locales encargadas de asegurar las condiciones de reproducción del modelo .
Frente a ello, han ido apareciendo en distintas partes de América Latina numerosas expresiones de ruptura, de lucha contra las injusticias socioambientales (y culturales), desde la evidencia de que la explotación sistemática, secular y permanente de los recursos naturales no ha aportado mayor bienestar colectivo sino mayor desigualdad y escasez.
Los ejemplos son innumerables: la “Coordinadora del Agua” de Cochabamba, Bolivia, que protagonizó la “guerra del agua” contra su privatización; el Movimiento de Resistencia Mapuche en Chile y Argentina; el Consejo de Defensa de la Patagonia Chilena, que se opone a megaproyectos hidroeléctricos; la Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC) en Argentina, de resistencia ante el avance de las transnacionales y la destrucción de los ecosistemas; la Confederación Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería (CONACAMI) en Perú; la Coordinadora Nacional de Mujeres Trabajadoras, Rurales e Indígenas y el Movimiento Agrario y Popular de Paraguay, que se oponen a las plantaciones transgénicas de soja; el Consejo Regional Indígena del Cauca, en Colombia, que lucha por los derechos indígenas y contra la impunidad de los actores armados; el “Frente Nacional Guatemalteco contra las Represas”; el “Movimiento Nacional Anti-represas de El Salvador (MONARES); la Coordinadora Nacional de Resistencia Popular en Honduras, en torno al agua, la protección medioambiental, la reforma agraria y el respeto a los pueblos indígenas y negros; el Consejo Cívico de Organizaciones populares e indígenas de Honduras (COPINH); el Movimiento Mazahua, encabezado por mujeres indígenas en México por el derecho al agua, la Red Mexicana de Afectados por la Minería, entre tantos otros.
Debe subrayarse el peso de las movilizaciones indígenas, cuyas reivindicaciones y protagonismo político no han dejado de reforzarse, en términos generales, desde los años 70’ hasta la actualidad. Ahora bien, el horizonte descolonizador no se queda en el ámbito de la dominación cultural o civilizatoria de la sociedad dominante respecto los pueblos indígenas: la impugnación de las distintas formas de exclusión y desigualdad se ha tejido desde distintos sectores que han logrado, en parte, converger en un frente común contra el conjunto de políticas neoliberales desplegadas durante los años 90’ y los regímenes políticos que las han llevado a cabo.
De ello hablan los procesos constituyentes de Ecuador y Bolivia, que no podrían ser comprendidos sin atender al modo en que, de manera previa, distintos movimientos sociales (rurales y urbanos; sindicales y comunitarios; vecinales y sectoriales; de mujeres urbanas y de mujeres campesinas e indígenas; ecologistas, etc.) lograron erigirse, tras años de “acumulación de lucidez”, en fuerzas destituyentes. Estos procesos deben entenderse como movimientos que buscan romper el mencionado hilo de continuidad colonial, como propuestas descolonizadoras.
Respecto de la constitución boliviana, si bien es cierto que no contamos con un punto de partida tan contundente, dicho giro puede anclarse en otras previsiones: fija como funciones del Estado la consolidación de las identidades plurinacionales y la constitución de una sociedad justa y armoniosa.
Seguramente uno de los debates teóricos y políticos más vigorosos, que desde el contexto andino está irradiando al conjunto de Latinoamérica, es el que versa sobre el sentido y alcances de la noción “Buen Vivir” (Constitución ecuatoriana) o “Vivir Bien” (en el caso boliviano), conceptos que son, respectivamente, una traducción de las nociones sumak kawsay (en quechua) y suma qamaña (en aymara). Ello conduce a una manera distinta de entender la relación de los seres humanos con la Naturaleza, no centrada en el modelo productivista de crecimiento económico continuo, sino en una comprensión de equilibrio y respeto mutuo; el “vivir bien” de todos en lugar del “vivir mejor” de unos pocos, como afirma el filósofo aymara Simón Yampara, quien señala que lo que busca no es el bienestar material sino la armonía entre lo material y lo espiritual en una postura que tiende a la austeridad pues la meta es vivir bien, no vivir mejor a costa de otros o del ambiente.
Por su parte, la Constitución ecuatoriana aporta la innovadora apuesta de ampliar la titularidad de los derechos constitucionales a la Naturaleza. La novedad, la ruptura, es clara: los derechos de la Naturaleza o de la Pacha Mama protegen a la Naturaleza, no como medio para satisfacer los intereses de las personas, sino para proteger sus valores propios, en sí mismos considerados. El cambio de perspectiva es evidente, hasta el punto de poder hablar de un “cambio de paradigma desde una visión antropocéntrica hacia otra biocéntrica. El “giro biocéntrico”estaría pues apuntado con claridad para el caso ecuatoriano mediante el reconocimiento de la Naturaleza como sujeto de derechos.
Finalmente, el debate se desarrolla en el vínculo, la interacción, entre tres dimensiones de la justicia: justicia social, cultural y ambiental. Es seguramente donde se encuentra la mayor potencia de los textos constitucionales boliviano y ecuatoriano. La manera de entender las posibilidades de compatibilizar la generación de riqueza y su distribución con el respeto de las condiciones para la reproducción de los ciclos ecológicos, está marcando y va a marcar el curso del desarrollo de dichos proyectos. Esperemos que además sirvan de inspiración a la necesaria modificación de las constituciones liberales de otros pueblos para retornar el equilibrio ecológico al planeta y su biosfera.