Éxodos migratorios y rebeliones populares, ante la crisis sistémica del capital
Manuel Hidalgo. MIREDES Internacional, Santiago de Chile.
En los años 2018 y 2019, América Latina y el Caribe fueron el escenario de dos procesos masivos de emigración. Uno en la región mesoamericana y otro en la región suramericana. Ambos fueron el resultado de los impactos que tiene la fase crítica por la que atraviesa el sistema capitalista neoliberal bajo la hegemonía de los Estados Unidos desde hace más de una década y el fracaso de las estrategias y mecanismos de dominación con que viene enfrentando la pérdida de su control del continente ante la emergencia en los últimos 30 años de una resistencia popular cada vez más extendida y que ha logrado reiniciar, con la Revolución Bolivariana de Venezuela, un proceso de liberación continental que se inició con la Revolución Cubana hace 60 años atrás.
El éxodo de la población mesoamericana y caribeña tomó la forma de caravanas de migrantes, desde de mediados de octubre de 2018. La primera de ellas partió desde San Pedro de Sula, Honduras, y fue creciendo, hasta llegar a México unos 7.000 migrantes, incluidos menores de edad. Aunque este corredor migratorio tiene 40 años de historia, nunca antes se había visto ninguna con esta magnitud, con tanta convicción y desesperación, para presionar colectivamente y quebrar la voluntad del gobierno de EE.UU. por cerrarles definitivamente el paso.
Entre fines de 2013 y 2017, ya se había producido una elevación en el número de personas migrando, no sólo por razones económicas, sino que, en salvaguarda de sus vidas, huyendo de la violencia estructural, agobiadas por la miseria y amenazadas por el crimen organizado y la corrupción prevaleciente en sus países de origen, sobre todo de Guatemala, Honduras y El Salvador.
Pero con el advenimiento del gobierno de Donald Trump en EEUU, sus políticas migratorias se endurecieron aún más. Este no sólo amenazó con ampliar el muro que separa EEUU de Latinoamérica, sino con deportar entre 2 o 3 millones de migrantes.
El otro proceso masivo, es el éxodo de más de 4 millones de personas que salieron de la República Bolivariana de Venezuela por la crisis política, económica y social que la agobia, en los pasados 4 años. Una crisis por completo asociada a la guerra híbrida desatada por el gobierno de EEUU (y sus últimas administraciones) contra el gobierno de Venezuela
Desde 2013, EEUU decretó un bloqueo económico, comercial y financiero contra Venezuela, y orquestó una serie de criminales medidas, que produjeron situaciones como violencia callejera, inseguridad, falta de alimentos, medicinas y servicios esenciales, lo que ha sido estoicamente resistido por el pueblo de Venezuela. Rechazando la intromisión del imperialismo y decididos a seguir construyendo soberanamente su camino al socialismo.
Es manifiesto que estos éxodos migratorios se han agudizado en medio del empeño de los gobiernos de EEUU por recuperar el control de la evolución política de Mesoamérica y del Caribe, por lo que no han trepidado en sumirlos en un verdadero caos, con crimen organizado, fraudes electorales, corrupción y miseria, que pretende legitimar su cada vez más abierta intervención política y militar.
En estos mismos años, en América Latina y el Caribe se experimentaron hechos que dieron cuenta de un rebrotar de la rebelión popular contra el neoliberalismo y contra los regímenes de dominación locales, que reabrieron procesos de cambio que habían sido parcialmente contenidos durante el lustro precedente. Las rebeliones populares de 2019 en Haití, Honduras, Chile, Ecuador, Colombia, dieron cuenta de un nuevo momento político, en el que avanza la configuración o recomposición de algunos movimientos populares, cuestionando la gobernabilidad e institucionalidad del capital y fracturando a los bloques en el poder en cada uno de estos países. Los pueblos, mediante su acción directa multitudinaria, tomando las calles de sus principales ciudades, respondieron así a la pretensión de hacer recaer sobre sus hombros los costos de una crisis que agobia al capitalismo mundial.
Es en este panorama continental que irrumpe la pandemia del Covid-19 desde inicios de 2020. Agudizando la crisis y sus impactos de mayor desigualdad y precariedad para todos los sectores populares empobrecidos y dentro de ellos, para las personas migrantes, refugiadas y desplazadas.
El cierre y militarización de las fronteras ha condenado a la población migrante y refugiada a utilizar pasos irregulares, en donde proliferan bandas criminales, de trata y tráfico de personas.
Muchos migrantes, especialmente niñas, niños, menores no acompañados, mujeres embarazadas, están sufriendo hambre y desnutrición y siendo excluidas del acceso a sistemas de salud, a medicinas, pruebas y vacunas contra el Covid-19 lo cual agrava su condición y las expone al contagio.
La población migrante en situación de vulnerabilidad ha sido desalojada de sus precarias viviendas por falta de pago, sin ninguna consideración por parte de arrendatarios indolentes que han arrojado a madres, padres de familia, niños, niñas y adolescentes a la calle. Muchos han tenido que permanecer en estaciones de buses, metros o simplemente en la calle en la mayor indigencia.
La población migrante que ha estado trabajando en el sector informal ha perdido todo, sus medios de subsistencia y la posibilidad de reactivar sus micro-emprendimientos con los cuales sostenían a sus familias y/o enviaban remesas a sus lugares de origen.
Las trabajadoras del hogar, en su mayoría mujeres migrantes y refugiadas, han sido despedidas o retenidas en las casas donde trabajan en condiciones de explotación y sin ningún tipo de protección con insumos de bioseguridad.
La población migrante no denuncia estas violaciones a sus derechos humanos por temor a ser deportada o para no sufrir extorsiones por parte de la policía migratoria, que las amenaza o presiona a cambio de dinero.
El impacto inmediato de la pandemia supuso poner en suspenso temporal los procesos de rebelión popular y devolvió un margen de maniobra a los detentores del poder político formal. Pero la profundidad de la crisis en curso y el ataque profundo a los derechos básicos de los sectores populares hace evidente que estos procesos de rebelión se reanudarán con tanta o mayor energía apenas se reduzcan las restricciones que impiden la movilización y desplazamiento de las personas. Ya en 2021, el paro nacional en Colombia es una señal muy clara de esta tendencia.
En este contexto, los flujos migratorios en América Latina y el Caribe, que también se han contenido, disminuido e incluso parcialmente revertido durante este año, no está claro que se reanuden al término de la pandemia. Lo sustancial y decisivo, en todo caso, en estos momentos, es la articulación de sus demandas con las del conjunto de los trabajadores y sectores populares en cada uno de los países de tránsito y destino. La lucha por la regularidad migratoria, por la inclusión de la población migrante -más allá de su situación documentaria- en el acceso a los paquetes de emergencia, así como a los derechos sociales básicos, la lucha por leyes migratorias con enfoque de derechos humanos y de integración latinoamericana y caribeña, la lucha contra la xenofobia y el racismo, debe estar estrechamente articulada a la lucha por un nuevo orden económico, social, político y cultural, que abra paso a una nueva América Latina, ésta sí, basada en la rica diversidad de sus pueblos y en los principios del Buen Vivir, entre los seres humanos y nuestra madre naturaleza. Las comunidades y organizaciones de migrantes, que hoy resisten el hambre y la miseria, en los comedores populares y ollas comunes en decenas de miles de barrios de nuestro continente deben integrarse profundamente a sus vecinos, desde esos territorios en la construcción de espacios de un poder popular que sea capaz de resolver la sobrevivencia y la vida, la producción y la reproducción de un nuevo horizonte económico, político, social y cultural.