Apuntes sobre el Diluvio universal
José Arregi Donostia-San Sebastián, País Vasco, España
La emergencia planetaria –ética, política, ecológica, espiritual– que vivimos me lleva a releer el mito bíblico del Diluvio universal (capítulos 6 al 9 del Génesis). Está inspirado en los Poemas de Atrahasis y de Gilgamesh, escritos mil años antes en los reinos de Sumeria y Acadia, hoy Irak, cuna de la “civilización” con sus luces y sus sombras. El mito del Diluvio, como todos los mitos, narra lo que nunca sucedió pero sigue sucediendo. Señala las causas profundas de los males que nos afligen, indica los remedios que debemos y podemos aplicar, nos mueve a sellar juntos un gran pacto planetario de la vida. Nos convoca a una nueva y urgente alianza. Ofrezco unas breves pinceladas.
1. Dios mira la Tierra –así se abre el relato–, y la ve llena de males a causa del ser humano, se arrepiente de haberlo creado y decide exterminar por su culpa a todos los vivientes (6,5-7).
Un “Dios” así no existe, por supuesto. Es una forma dramática de expresar la hondura de los estragos que sufre el planeta entero debido a la humanidad. Y plantea una pregunta terrible: ¿Será el Homo Sapiens un “error” fatal de la evolución, por el extraordinario poder que le proporciona la increíble complejidad de su cerebro, fruto de la misma evolución, un cerebro que nos hace capaces de cosas sublimes y de cosas terribles? De nosotros depende.
Ya no podemos apelar al “pecado original”, ni a un “diablo tentador” para explicar nuestra incierta condición. Tampoco nos sirven las categorías de la teología tradicional, por bíblicas que sean: libertad, culpa, pecado, “maldad humana” libre y consciente. Hoy no podemos hablar así. Somos seres inacabados en evolución. Admirables y paradójicos seres, condicionados por el cerebro, la familia, la sociedad y toda la cultura. “No hago el bien que quiero, y hago el mal que no quiero”, dice certeramente Pablo (Rm 7,19). Experimentamos y padecemos cada día esa íntima contradicción que nos desgarra. La libertad no es un “libre albedrío” incondicionado y soberano. Es aspiración, vocación, horizonte.
Nadie es malo. Nadie hace daño libremente, queriendo y a sabiendas, sino porque aún no es libre, porque no sabe querer ni es plenamente consciente. ¿Llegaremos a ser libres y conscientes, libres y buenos? Tú puedes, dijo Dios a Caín el asesino.
2. Tras la visión panorámica, el relato se centra en su protagonista principal: “Noé era un hombre justo y honrado entre sus contemporáneos, un hombre fiel a Dios” (6,9). Noé es imagen de la mujer y del hombre justo y honrado. O bueno, pues no puede haber plena justicia y honradez sin bondad. “Fiel a Dios”, es decir, fiel a la Vida, a la humanidad unida, a la comunidad de los vivientes, a la Madre común Tierra, al pacto de la salvación universal.
Noé –“paz”, “descanso”, “consuelo”– es el nombre de la fe en el ser humano, en medio de todo su querer y no poder, o su poder y no querer por no saber querer. Es la afirmación de que la justicia y la bondad son su fondo más verdadero o su verdadera y mejor posibilidad, que pugna por abrirse camino, a pesar de todo, a través de todos los condicionamientos, gracias a todo.
Todos somos Noé, incluso aquellos a quien llamamos “malos”, incluso el violador, el corrupto y el explotador de los pobres. Su bondad es más que todo el daño que provocan y padecen. Pero solo se volverán buenos si creen en su propia bondad, o en el Espíritu creador que los anima.
“En medio del odio –escribe A. Camus– descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. (…). Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; dentro de mí hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta (Albert Camus). Esa es la fe fundamental, la esencia del Credo, más allá de la religión. Eso es “creer en Dios” más allá de la figura teísta, mitológica de “dios” como Ente y personaje supremo.
3. Y llega el Diluvio. “Estuvo lloviendo sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches” (7,12). ¡Qué belleza la lluvia! Cada vez que llueve, mansa o torrencialmente, es como un milagro. Los antiguos la veían como imagen de la bendición divina que viene del cielo. Pero “cielo” es una forma de decir la transcendencia de nuestra inmanencia. Transcendencia significa dos cosas: que la tierra y todos sus seres venimos de más allá de nosotros –como el agua que llegó a la tierra en forma de meteoritos de hielo hace más de 4.000 millones de años–, y que somos realidad abierta, capaz de ser más de lo que somos. Otra tierra y otro cielo son posibles.
Pero también es posible un Diluvio que extermine la vida. Para los antiguos, la lluvia se volvió igualmente símbolo del castigo divino que viene del cielo. Claro que del cielo viene lo que al cielo va, como la lluvia que desciende al condensarse el vapor que sube de la Tierra. Sube el dióxido de carbono y llueve veneno, se derriten los hielos polares, aumenta el nivel de los mares, inundando las tierras de los pobres. No hay un “dios” que castiga. Somos los humanos quienes destruimos la vida por nuestra insaciable codicia, sin otro fruto que la desgracia propia y ajena.
4. ¿Así acabará todo? No. El mito lo dice bella y expresivamente: “Dios se acordó de Noé y de todos los animales que estaban con él en el arca (8,1). Dios se acuerda, o dicho a nuestra manera: se despierta en los humanos la auténtica conciencia, la compasión, el sentido de la justicia, el deseo del bien, el espíritu de la bondad bienaventurada. La verdadera libertad liberada para el bien. Y entonces se recrea la faz de la Tierra. El Arca es imagen de una nueva comunidad de vida en la Tierra.
5. Hay bendición: “Dios bendijo a Noé y a sus hijos, diciéndoles: Creced y multiplicaos”. Se renueva la bendición originaria: “Y los bendijo Dios… Y vio Dios que todo era bueno” (Gn 1,31.28). La bendición es el principio: pensar bien, decir bien, mirar bien, desear bien. Hacer el bien.
Pero las palabras que siguen en boca de “Dios” resultan inquietantes: “Creced y multiplicaos”. Habría que borrarlas o, simplemente, ponerlas en su tiempo y lugar: tal vez tuvieron sentido en una época, hace milenios, cuando la especie humana pugnaba por sobrevivir.
Luego se ha multiplicado en exceso y quiere seguir creciendo en poder: he ahí la fuente de los peores males que asolan la Tierra. El antropocentrismo es el error biológico, antropológico y teológico fundamental de todas las religiones tradicionales. Las iglesias cristianas difícilmente podrán inspirar y promover una cosmovisión y un programa ecoliberador de acción planetaria mientras no cambie su lectura de la Biblia, su imagen del mundo, del ser humano y de Dios.
No habrá bienaventuranza en la Tierra mientras el ser humano no aprenda a ser feliz decreciendo y compartiendo.
6. He ahí la solemne promesa de “Dios”, del Aliento vital, del eterno y originario Espíritu que todo lo mueve: “Ningún ser vivo volverá a ser exterminado por las aguas del diluvio” (9,11). La promesa depende de nuestro com-promiso. Ese ha de ser el credo, el culto y el código de todas las religiones, el pacto espiritual y político universal más allá de las religiones. Bajo un Arco Iris de la paz que une la tierra con su cielo.
7. Es primavera del 2020 en Europa. El coronavirus acapara toda la atención: noticias y opiniones de medios, medidas de gobiernos, mensajes de obispos. Un virus submicroscópico inunda los países más ricos de histeria e incertidumbre. Los dramas diarios que eran antes y seguirán siendo luego –la opresión de Palestina, la guerra de Siria o del Yemen, la multitud de refugiados violentamente rechazados en nuestras fronteras, el poder económico especulador y asesino– ya no parecen existir. El cambio climático tampoco. Pero todo está unido.
No quiero decir que el origen del coronavirus tenga que ver con el cambio climático. Pero el remedio de esta pandemia está ligado al del cambio climático y el de tantas pandemias causadas en la Tierra por el poder humano depredador. Solo podrá salvarnos la adopción de otro modelo de civilización eco-espiritual global, otra política y otra economía inspiradas por la Justicia, la Paz y el Cuidado. Solo podremos hallar nuestro bien en el Bien Común de la humanidad y de la Tierra que somos.
Nadie tiene el monopolio de la solución, pero todos deben ofrecer su granito de esperanza activa. También las religiones pueden y deben aportar la inspiración más profunda que mueve a sus sabias y sabios y que late en sus textos fundacionales, a condición de que sepan liberar el espíritu de la letra.