Y, por fin, me llamó también tu muerte
desde la seca luz de Vallegrande.
Yo, Che, sigo creyendo
en la violencia del amor: tú mismo
decías que “es preciso endurecerse
sin perder nunca la ternura”.
Pero tú me llamaste. También tú.
(Los dolorosos gritos compartidos.
Las múltiples miradas moribundas.
La inerte compasión exasperante.
Las sabias soluciones a distancia...
¡América, los pobres, el tercer mundo ese,
cuando no hay más que un mundo,
de Dios y de los hombres!).
Escucho, al transistor, cómo te canta
la juventud rebelde,
mientras el Araguaia late a mis pies,
como una arteria viva,
transido por la luna casi llena.
Se apaga toda luz. Y es sólo noche.
Me cercan los amigos lejanos, venideros.
(“Por lo menos tu ausencia es bien real”,
gime otra canción... ¡Oh la Presencia
en Quien yo creo, Che,
a Quien yo vivo, en Quien yo espero apasionadamente! ... A estas horas té
sabes bastante de encuentros y respuestas).
Descansa en paz. Y aguarda, ya seguro, con el pecho curado del asma del
cansancio; limpio de odio el mirar agonizante;
Sin más armas, amigo, que la espada desnuda de tu muerte. (Morir siempre
es vencer desde que un día Alguien murió por todos, como todos, matando,
como muchos...)
Ni los “buenos”, de un lado, ni los “malos” del otro, entenderán mi canto
a tu memoria. Dirán que soy poeta, simplemente. Pensarán que la moda me ha
podido. Recordarán que soy un cura “nuevo”.¡Me importa todo igual! Somos
amigos y hablo contigo ahora a través de la muerte que nos une;
alargándote un ramo de esperanza ¡todo un bosque florido de
iberoamericanos jacarandás perennes, querido Che. Guevara!