Abuso sexual a menores y adultos vulnerables en la Iglesia
Abuso sexual a menores y adultos vulnerables en la Iglesia
Marcela Sáenz
Parece que cada cierto tiempo nos vuelven a remecer noticias sobre abuso sexual a menores o adultas/os vulnerables, dentro de la Iglesia Católica. En algunos países latinoamericanos, como Chile, Perú y México, ha habido graves escándalos en relación a figuras muy conocidas, incluso internacionalmente. También hemos escuchado de la diócesis de Boston, en Estados Unidos, o los casos de Irlanda y Australia. Hay denuncias que involucran a varios sacerdotes de la misma diócesis o hermanos de una misma congregación religiosa. Hay quien dice que las iglesias locales se dividen en dos: aquellas donde el problema ya explotó, y aquellas donde explotará pronto…
Y sí, como Iglesia hemos perdido muchísima credibilidad, y eso afecta profundamente a nuestra misión. Pero el daño más profundo no es ése. Lo primero que debiera preocuparnos, si seguimos los criterios del evangelio, son las víctimas, y el profundo daño que han sufrido. Nos hemos demorado mucho en empezar a movernos contra este flagelo.
Es que estamos ante una realidad muy difícil de aceptar. Lo primero que sentimos, cuando sabemos de algún caso, es incredulidad: nos cuesta mucho pensar que sea «posible» siquiera. Si se trata de algún sacerdote o religiosa/o que conocemos y apreciamos, peor todavía. Nos defendemos ante esa verdad.
Hemos reaccionado –y seguimos haciéndolo– con insensibilidad e indiferencia ante el sufrimiento de las víctimas y sus familias. Nos parece que exageran. Minimizamos lo ocurrido: es sólo un pequeño porcentaje de sacerdotes; hay más abuso en las familias que en la Iglesia; o atribuimos parte de la responsabilidad a las propias víctimas: seguramente lo provocó con sus gestos o su manera de vestir, o para qué se dejó toquetear. Desconfiamos del tiempo que han tardado en denunciar el abuso: estas acusaciones son de hace 25 años. Creemos que quieren aprovecharse de la Iglesia pidiendo dinero, o de otro modo, y las tratamos como enemigas, olvidando que son o han sido parte de la Iglesia. Algunos han pretendido incluso comprar el silencio de las víctimas, llegando a someterlas a presiones psicológicas y morales, chantajes y amenazas, porque haría mucho daño que esto se supiera, o si tú das a conocer esto no podremos seguir pagándote la terapia que necesitas. Tendemos a proteger a los sacerdotes acusados, en desmedro de la justicia que corresponde a quienes han sido dañados: fue un momento de debilidad, es un sacerdote tan popular, ha hecho tanto bien, se ha jugado tanto por los DDHH, que ahora quieren desacreditarlo. Algunas personas se sienten ya cansadas del tema, y piensan que todo es exageración de los medios o, abiertamente, una campaña anti-Iglesia. Obispos y superiores de congregaciones religiosas han pretendido solucionar las cosas con llamados de atención en privado, traslados de diócesis o de comunidad, o con alguna terapia o curso de renovación espiritual para los abusadores. Nos hemos focalizado en evitar el escándalo, entendido éste como la reputación del sacerdote y de la Iglesia, no como el daño hecho a una persona inocente.
Tal vez pensamos que antes no pasaba esto... Textos muy antiguos de la historia de la Iglesia nos dirán que estamos equivocadas/os. Quizá hoy se sabe más, por el alcance de las redes y porque la sociedad está más dispuesta a cuestionar a la Iglesia. En todo caso, el problema no es que se sepa o no, sino la larga historia de víctimas a quienes no hemos escuchado. La cantidad enorme de personas que a lo largo de la historia han padecido bajo la figura de un Dios cruel, inhumano y ajeno a su dolor, que es el que les hemos transmitido con nuestras conductas o con nuestro silencio y falta de empatía. Estamos ante un rostro muy evidente del Crucificado...
Detrás de nuestras erradas reacciones subyace, en el mejor de los casos, una profunda ignorancia acerca de lo que es el abuso en sí mismo –sea de poder, de conciencia o sexual– y de las dolorosas consecuencias que comporta en todas las dimensiones de la vida, para la víctima y su entorno. Si escuchamos a quienes han tenido la valentía de denunciar –en algunos casos con un altísimo costo para ellas/os mismos y sus familias– podremos aprender que:
– El abuso sexual es todo acto de connotación sexual en que se utiliza al menor como objeto sexual, al servicio de los intereses del abusador. Con o sin contacto físico.
– Generalmente ocurre en contextos conocidos y de confianza. Por lo mismo, es la confianza la que se ve vulnerada y traicionada.
– El abuso sexual es siempre un abuso de poder. Lo más grave del abuso sexual es, de hecho, el abuso de poder y autoridad. Se produce en el contexto de una relación en que se da una asimetría de poder (ya sea por edad, madurez, rango, etc.). Esta asimetría es propia de toda relación de ayuda. Sin embargo, en la dinámica abusiva el poder se ha vuelto un instrumento al servicio de los intereses del abusador.
– En las dinámicas de abuso puede haber violencia y amenaza, aunque son más frecuentes los procesos de seducción (el abusador «encanta» a su víctima) y manipulación.
– Un menor de edad o un adulto vulnerable no está nunca en condiciones de elegir ni de aceptar libremente la relación abusiva, ni aunque lo parezca.
– El abuso sexual no es un hecho puntual, sino un proceso, que hace posible que ocurra y se repita, y que se prolongue a veces por muchos años.
– La dinámica abusiva está dominada por la ley del silencio. Por la razón que sea, la víctima siente que no puede decir nada: el enorme prestigio del abusador (no me van a creer), el poder que tiene sobre la víctima y su entorno, la confusión que vive por la manipulación a la que está sometida, la vergüenza, etc.
– Las consecuencias del abuso sexual son enormes, y varían de persona a persona, interactuando con muchos otros factores: el perfil individual de la víctima, las características de la agresión, la relación entre víctima y abusador, las consecuencias provocadas por el descubrimiento del abuso (en la familia, comunidad o contexto, etc.).
– Entre las consecuencias del abuso podemos nombrar: una sexualización traumatizada, dinámicas de auto-reprobación y culpa (por no reconocer la interacción abusiva, por sentir que de algún modo participó en lo que sucedió, por lo que pasó en su familia o comunidad cuando lo dio a conocer, por haber obtenido placer o ganancias –regalos, beneficios–, por no autoprotegerse, etc.), daño profundo en su autoestima, trastornos de salud de diverso tipo, tendencias depresivas o suicidas, adicciones, alteraciones del sueño, pesadillas, dificultad para confiar en los demás, etc.
– En el caso de abuso sexual cometido por sacerdotes y religiosas/os, se suma la dimensión espiritual. La persona que tenía que vincularnos a Dios es quien nos ha dañado. No pocas veces, esto agrava el sufrimiento de las víctimas: por las culpas que cargan injustamente sobre sí (no entendía por qué Dios permitía esto), o porque su propia relación con Dios queda interrumpida (¿cómo creer y confiar en un Dios amoroso y compasivo después de lo que pasó? ).
– En la dinámica abusiva, todas y todos somos «terceros». Podemos ver, oír, sospechar, alertar, hacer algo para enterarnos y detener la situación de abuso… o no hacer nada. Tenemos una responsabilidad. No podemos dejar que el miedo, los propios intereses o la fascinación que ejerza sobre nosotras/os la persona que abusa nos inmovilicen o silencien.
Uno de los factores que ha hecho posible el gran número de abusos cometidos en la Iglesia es el clericalismo: considerar a los sacerdotes como personas «especiales», cuya autoridad no se puede discutir, con derecho a privilegios, por encima del «pueblo de Dios» y no como parte del mismo. Párrocos que actúan como dueños o mandamases en las parroquias… «Directores» espirituales que en vez de «acompañar», «reemplazan» la conciencia del dirigido/a, diciéndole qué tiene que hacer y volviéndolo dependiente… La poca formación de laicas/os para constituir consejos pastorales y comunidades fuertes, capaces para participar en las decisiones…
El asociar espontáneamente la «obediencia a los pastores» con sumisión y sometimiento, el dar poco espacio al cuestionamiento, la reflexión y la crítica… Son factores a los que debemos estar muy alertas.
Durante siglos la causa de las víctimas de abuso dentro de la Iglesia nos pareció algo pequeño, frente a la Gran Causa del honor de la Iglesia... Hoy hemos cambiado, nos hemos convertido, y pensamos exactamente al revés: la Gran Causa de Jesús, es construir una comunidad liberada y liberadora, en la que las y los pequeños vulnerables encuentren un lugar seguro y de vida abundante. La Gran Causa se juega pues en la atención a los pequeños, no en dar la prevalencia a la gran institución ni al clero, que deben ponerse siempre al servicio de los pequeños.
Marcela Sáenz
Santiago de Chile