Amor, sexualidad y libertad

Amor, sexualidad y libertad

Jordi Corominas


En la frase de Agustín «Ama y haz lo que quieras» se expresa la entraña misma del cristianismo: el amor y la libertad. Amar para ser libres de la ley, la tradición, el miedo al conflicto, las morales escleróticas, el poder, el dinero, el prestigio, las corazas psicológicas y los fardos del pasado. Y ser libres para amar nuestro cuerpo, nuestra persona, nuestro ser entero, y el cuerpo, la persona y el ser entero de los demás.

El cristianismo no es una moral. Las morales se hacen para las personas y no a la inversa, y nunca son para el cristiano la última medida de las personas. El amor requiere tratar a cada uno en su especificidad, más allá de toda regla, como Jesús hacia con la gente que sufría. Muchas veces es esforzándonos en hacer el bien como provocamos los daños más graves a los otros y a nosotros mismos. Es así, por ejemplo, como muchas personas se sienten obligados en conciencia a mantener el matrimonio o el celibato cuando no hacen más que herirse y hacerse daño.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la sexualidad como: «Un aspecto central del ser humano, presente a lo largo de su vida. Abarca al sexo, las identidades y los papeles de género, el erotismo, el placer, la intimidad, la reproducción y la orientación sexual. Se vive y se expresa a través de pensamientos, fantasías, deseos, creencias, actitudes, valores, conductas, prácticas, papeles y relaciones interpersonales. La sexualidad puede incluir todas estas dimensiones, no obstante, no todas ellas se vivencian o se expresan siempre. La sexualidad está influida por la interacción de factores biológicos, psicológicos, sociales, económicos, políticos, culturales, éticos, históricos, religiosos y espirituales».

Crecer como cristianos es crecer como personas. El pecado no es no cumplir una norma externa establecida; el pecado es todo aquello que nos impide a nosotros y a los demás amar y ser libres. Nuestro crecimiento personal se juega en buena parte en nuestra sexualidad que, situada en el centro mismo de la personalidad y expresada en todas las dimensiones de nuestra humanidad (biológica, psicológica, cultural, política y espiritual), no puede reducirse a genitalidad. La sexualidad tiene que ver con el amor, con la relación de nuestro cuerpo con otros cuerpos, con la manera como entregamos y recibimos placer, afecto, ternura, con la procreación y con la posibilidad de una vida alegre, vital y floreciente.

Como bien saben los psicoanalistas, la capacidad de amor, de trabajo y de libertad personal es la medida más fiel de la salud mental de un individuo. Nuestras luchas, incluso nuestros actos de generosidad, pueden ser muy ambiguos. Es en nuestra sexualidad donde se delata su verdad o mentira. El miedo, la crispación, la seguridad ficticia, la necesidad de someter a los demás, la actitud huidiza, la profesionalización de las relaciones humanas o, al revés, la cordialidad, la franqueza, la receptividad, la sensibilidad por los demás, son señas bastante fidedignas del corazón humano. Como decía Pablo de Tarso: «Ya puedo dar en limosnas todo lo que tengo, o dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1 Cor 13,3).

Una sexualidad mal vivida y no integrada en el conjunto de nuestra persona produce personalidades neuróticas y acomplejadas con una gran dificultad para compartir la intimidad y mantener relaciones esponjosas, afectuosas y tiernas. Una sexualidad mal integrada produce también narcisismos desmesurados que necesitan del poder y del culto a la propia persona y nos impide, en definitiva, amar y ser libres, abrirnos verdaderamente a la compasión por las víctimas y los que sufren.

Jesús es un buen ejemplo de integración de la sexualidad, de afectos sanos, y de persona libre y sin carencias que coarten sus acciones: Jesús no sintió la necesidad de preservarse frente a alguna persona como ante un peligro. Tiene amigas y mujeres que le siguen. Gente de mala vida, publicanos y pecadores son acogidos por él con una libertad que provocaba el escándalo. Recordemos una escena (Lc 7,36-50): una mujer de «mala vida» llora sobre sus pies, los seca con sus cabellos, los cubre de besos y se los unge con perfume, y Jesús, lejos de asustarse, se queda con la sinceridad y el amor de ella, frente a la moral que encarna el fariseo que le ha invitado a su casa. De ese modo, nos pone de manifiesto que existe algo mucho más grave que un comportamiento sexual extraviado: la falta de amor.

A Jesús no le importan las apariencias, ni tanto lo que se hace como lo que se es profundamente en el corazón. Podríamos decir que el Evangelio no se preocupa por el sexo, pero sí por la sexualidad, es decir, por algo que es más amplio y más profundo: por todo lo relacionado con el corazón de la persona, su afectividad, sus deseos más íntimos, su vitalidad, su felicidad y su dignidad.

Desde luego hay muchas dimensiones de la sexualidad a tener en cuenta e ir conociendo. Mencionando sólo algunas podemos aludir a una dimensión biológica, corporal, a una carga genética, anatómica y morfológica de cada cuerpo que establece muchas de nuestras limitaciones y potencialidades. Podemos señalar también una dimensión psíquica, unas «pulsiones de vida», eros o deseo, fuerzas que actúan como motor de encuentro con todo aquello que late en la vida.

Hay que contar con una orientación sexual producto de una combinación de influencias genéticas, hormonales, ambientales y factores biológicos implicados en el momento de la gestación y con una identificación con un determinado género, masculino o femenino, que no se corresponde necesariamente con el sexo biológico (transexuales, inter-sexuales) ni con una determinada orientación sexual (homosexuales, bisexuales).

Finalmente podemos deslindar el enamoramiento que quiere relacionarse con el entero ser del otro. Nos enamoramos de una manera de hablar, de reír, de pensar y de ser y esto provoca que cuerpos bajo mínimos en los estándares comunes de belleza luzcan esplendorosos, o que verdaderos zoquetes y freaks sean atractivos para el enamorado. Lo cual provoca verdaderos quebraderos de cabeza a los sociobiólogos pues la inutilidad no encaja en las estrategias de sobrevivencia de la especie.

En la actualidad hay en marcha una auténtica revolución mundial en la manera de vivir nuestra sexualidad y formar lazos y relaciones con los demás. Si hasta el siglo XX la legitimidad de la sexualidad era la reproducción y el matrimonio ahora se pone en función, sobretodo, de las relaciones emocionales con la pareja (la ternura, la comunicación, la igualdad) y la satisfacción que nos producen. El nivel de reflexión y de toma de decisiones sobre nuestra sexualidad ha crecido muchísimo: ¿Cómo quiero vivirla? ¿Qué tipo de pareja me conviene si es que me conviene alguna? Con las nuevas formas de vivirla aparecen nuevos miedos y angustias: se teme, por ejemplo, el compromiso y se buscan relaciones que tengan fácil salida. Se aumenta la cantidad de las relaciones, pero se rebaja su calidad y la velocidad en el número de relaciones suele ser proporcional a un sentimiento de hastío y de vacío. Para comprender en profundidad los cambios en la sexualidad vale la pena leer A. Giddens, La transformación de la intimidad, y Z. Bauman, Amor líquido.

Sin embargo, el amor continua estando entretejido con todas estas transformaciones y entre todas estas dimensiones. Una dimensión curiosamente olvidada por buena parte de la literatura actual o reducida a senti-miento o emoción. El amor es una relación singular, empática, respetuosa, benevolente y desinteresada con el otro/otra. Es singular porque se dirige a alguien en concreto. Amo a alguien que se llama Rosa o Pedro y que es de tal modo o tal otro. Un amor que fuera igual para todo el mundo no es amor. Es empática porque experimentamos y nos dejamos afectar por las emociones ideas y sentimientos del otro. Es respetuosa cuando potencia la libertad y la autonomía del otro. Una pareja que vale la pena vivirse es aquella en que sus miembros no se obstinan en completarse el uno al otro, sino que se constituyen en sujetos autónomos que no dependen de su papel en la pareja para definirse como individuos. Es desinteresada en la medida que deshace, identifica y lucha contra las no siempre evidentes relaciones de poder de la pareja. Y por último es benevolente cuando nos preocupamos activamente por la vida y el bienestar del otro. Cuando lo protegemos y no lo engañamos. Este amor necesita del concurso de la voluntad para saltar los obstáculos que se van presentando y para persistir en él a través de la convivencia cotidiana.

Cambian y cambiarán en el transcurso de los siglos nuestros conocimientos y nuestras formas de vivir la sexualidad humana, pero el amor no pasará (1Co 13,4-11). Continua y continuará siendo subversivo, transformando radicalmente el mundo, uniendo a personas de diferentes etnias, naciones, castas, religiones, culturas y status social, destruyendo corazas y mentiras, venciendo el miedo a reconocer la propia fragilidad, sanando a las personas y haciéndonos libres.

 

Jordi Corominas

Sant Julià de Lòria, Andorra