Amós y los derechos humanos en la Biblia
Amós
y los derechos humanos en la Biblia
Ariel Álvarez Valdés
Langostas devoradoras
Si queremos saber qué dice la Biblia sobre la justicia social y los derechos humanos, hay que leer al profeta Amós. Fue un personaje extraordinario: el primero que se atrevió a predicar al pueblo (los profetas anteriores sólo predicaban a personas particulares), el primero que criticó la corrupción social, el primero que anunció la destrucción del país, y el primero cuyos sermones quedaron escritos en la Biblia.
Había nacido en Técoa, una aldea de Judá, 20 kilómetros al sur de Jerusalén. Trabajaba como pastor y cultivador de sicómoros (Am 1,1; 7,14; el resto de citas, del mismo libro de Amós). Un día del año 750 a.C., mientras cuidaba su ganado, tuvo una visión: una plaga de langostas invadiendo el país, devorando todo a su paso. Amós sabía que era el anuncio divino de una catástrofe y gritó: Por favor, Señor, perdona. Dios le contestó: Está bien, no sucederá (7,1-3).
Semanas más tarde tuvo otra visión: una lluvia de fuego caía sobre la tierra, secando mares e incendiando el país. Otra vez Amós gritó: Detente Señor, por favor. Dios contestó: Bueno, tampoco esto va a suceder (7,4-6).
Desde ese día anduvo turbado, y se preguntaba por qué le venían esas extrañas imágenes. Una noche lo invadió una tercera visión: un hombre con una plomada de albañil que comprobaba si un muro estaba derecho. La voz de Dios le preguntó: ¿Qué ves, Amós? Él respondió: Una plomada de albañil. Dios le dijo: Con ella voy a medir si la conducta de mi pueblo Israel es recta. No le voy a perdonar ni una vez más (7,7-9). Amós se dio cuenta de que el muro (es decir, el pueblo de Israel) estaba torcido, y el derrumbe era inevitable. Por eso no volvió a interceder.
Cuando ruge el león
El país al que Dios se refería era el reino de Israel. Y Amós comprendía por qué. Aparentemente se hallaba en una de sus etapas más prósperas, pues el rey Jeroboam II había logrado realizar un «milagro económico» sin precedentes. Florecían las viñas, crecía la agricultura, se había duplicado la cría de ganado, progresaba la industria textil y tintorera, se expandía el comercio, y su capital Samaria se había transformado en una ciudad opulenta, donde prosperaba la construcción de palacios y casas lujosas como nunca antes se había visto.
La situación política internacional también ayudaba. Los países vecinos (Damasco, Asiria, Egipto) estaban en crisis, lo que permitía a Israel vivir en paz y tranquilidad. Incluso la vida religiosa se veía favorecida con magníficos santuarios, uno de los cuales, levantado en la ciudad de Betel, era el orgullo nacional.
Pero ese bienestar no se había logrado sin graves violaciones a los derechos humanos. Mientras la clase dirigente aumentaba su riqueza, construía fastuosas mansiones y organizaba espléndidos banquetes, muchos estaban sumidos en la miseria. Había enormes desigualdades sociales, y un contraste brutal entre ricos y pobres. Los campesinos se hallaban a merced de los prestamistas, que los exponían a hipotecas y embargos. Los comerciantes se aprovechaban de la gente, falseando pesas y balanzas. Los jueces se dejaban sobornar, y recurrían a trampas legales. Y el gobierno no hacía nada para remediar la grave situación de injusticia.
Mientras meditaba estas cosas, sintió que Dios le encargaba a él mismo dirigirse al reino de Israel y anunciar la catástrofe. ¡Qué situación más embarazosa debió de experimentar! Él, un ciudadano del reino de Judá, debía trasladarse a otro país y hacer un anuncio trágico. Pensó por un momento decirle a Dios que no. Pero sintió un fuego que lo devoraba por dentro, y un rugido ensordecedor que amenazaba con hacerle estallar sus oídos. No era fácil rechazar un encargo divino. Y decidió aceptar la vocación de profeta. Lo dirá tiempo más tarde: Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizará? (3,8).
El desfile de los vecinos
Amós partió rumbo a Samaria, capital del reino de Israel. Al llegar al mercado, halló una multitud que abarrotaba los puestos de compra y venta de mercancías. Se ubicó en un lugar alto, donde todos pudieran verlo bien, y comenzó a hablar.
Eligió una táctica psicológica inteligente. En vez de empezar criticando directamente a Israel, comenzó criticando a los países vecinos. A Damasco, por invadir territorio ajeno; a Filistea, por comerciar con esclavos; a Fenicia, por su falta de fraternidad; a Edom, por odiar a sus vecinos; a Amón, por su crueldad en la guerra; a Moab, por ultrajar a los muertos; y a Judá, por su idolatría (1,3-2,5). La gente, al oírlo, se entusiasmaba. Cada frase provocaba en los presentes un asentimiento con la cabeza y aplausos de aprobación.
Pero entonces Amós lanzó su carta escondida contra los israelitas: ¡Y ahora ustedes! Porque han cometido tantos crímenes como ellos. Porque venden al inocente por dinero, y al pobre por un par de sandalias; oprimen y humillan a los débiles; pervierten a los humildes; se hacen quedar lo que no es de ustedes; rezan a los ídolos, y después van al templo a tomar vino comprado con dinero ajeno (2,6-16).
Escándalo en la plaza
Sus palabras cayeron como una bomba en el mercado, y el clima se volvió tenso. El auditorio enmudeció. Poco a poco la gente se fue retirando y lo dejó solo en medio de la plaza. Pero Amós no se desalentó y regresó al día siguiente, con un mensaje más duro aún, esta vez contra las mujeres de la alta sociedad: Escuchen esto, vacas de Basán, que oprimen a los pobres, maltratan a los necesitados, y ordenan a sus maridos traerles vino para beber. Dios lo jura: serán llevadas con ganchos, y sus hijos con anzuelos. Saldrán en fila, entre los escombros y los excrementos (4,1-3).
Durante varias semanas continuó con sus críticas. Denunció a la policía local y sus métodos violentos (Am 3,9-10), a los jueces corruptos (6,12), a los abogados deshonestos (5,7), a las autoridades que aceptaban soborno (5,12), a los funcionarios cómplices de la casa de gobierno (6,1), a los usureros (5,11), a los ricos con su vida fastuosa y superficial (6,4-6), a los testigos falsos (8,14), a los poderosos que se aprovechaban de los débiles (8,4), a los comerciantes inescrupulosos (8,5), a los vendedores inmorales (8,6), y a las jóvenes presumidas que sólo se preocupaban de su cuerpo (8,13). Es decir, a cuantos vulneraban los derechos de los pobres.
Expulsado por un sacerdote
Pero todo resultó inútil. Sus palabras no eran escuchadas. Se dirigió entonces a la ciudad de Betel, donde estaba el famoso santuario real. Llegó un día de fiesta, con el Templo lleno de peregrinos que entre cantos y música presentaban sus ofrendas. Amós se paró frente a la entrada y exclamó: Dice Dios: detesto sus celebraciones religiosas; me dan asco estas reuniones. No soporto las ofrendas que hacen en mi honor; no acepto los terneros gordos que me sacrifican. Dejen de cantar para mí. Lo que quiero es que haya justicia social y que practiquen la honradez (5,21-24).
Con estas denuncias, Amós golpeaba el centro neurálgico del reino. Se había atrevido demasiado. Y sucedió lo inevitable. Amasías, jefe de los sacerdotes, se enfrentó al profeta y le advirtió: Vete de aquí, vidente. Si te quieres ganar el pan profetizando, ve a Judá; pero no profetices en Betel, porque es el santuario del rey.
A pesar de las amenazas, Amós siguió profetizando un tiempo más. Hasta que tuvo una última visión: un devastador terremoto, seguido de una invasión militar (9,1-4). Comprendió que no había más nada que hacer. El fin estaba cerca. Y regresó a su patria. Su carrera de profeta había terminado.
Una tarde del año 721 a.C., mientras cuidaba las ovejas en su aldea, sintió el eco de una feroz invasión militar: eran los asirios, que habían irrumpido en Samaria y se llevaban deportada a la población. Sus vaticinios se habían cumplido.
Ver lo que no se ve
Nunca nadie antes había anunciado una catástrofe de tal envergadura contra Israel. Por eso sus palabras causaron honda impresión, y años más tarde fueron recogidas en un libro, hoy conservado en la Biblia.
Es que Amós había descubierto cómo las injusticias sociales, la mentira institucionalizada, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y la hipocresía religiosa habían carcomido los cimientos de la sociedad, y amenazaban con tirar abajo la estructura ciudadana. Pero su audacia más grande fue la de anunciar la tragedia precisamente cuando nada lo hacía prever, cuando sólo se veía prosperidad, lujo y estabilidad económica, en un reino que atravesaba los mejores años de su historia.
Porque Amós tenía el don de ver donde nadie veía. De comprender que las situaciones aparentemente favorables son falaces cuando están edificadas sobre la pobreza de muchos y el martirio de los desheredados. Que no puede haber religiosidad sin ética, y que no hay ética sin justicia social. La Iglesia, al conservar su libro dentro de la Biblia, conservó también una invitación explosiva para sus lectores. Invitación a ser capaces de ver más allá de lo que todo el mundo ve. A descubrir en el cielo aparentemente calmo de nuestra sociedad, las posibles tormentas que se avecinan. A destapar los dramas que la surcan, y denunciarlos: la deshonestidad de los políticos, la corrupción de los jueces, el autoritarismo de los funcionarios, la explotación de los ricos, la violencia de los poderosos, la hipocresía de muchos religiosos. Para que la invasión de los asirios actuales no la castiguen con el oprobio de la destrucción.
Ariel Álvarez Valdés
Santiago del Estero, Argentina