ANTES DE QUE TODO OCURRA

 

MARTHA ZEIN

Antes de que la vida os ofrezca senderos de gloria, los flashes en las alfombras rojas, la ostentación de la riqueza, el elogio de la victoria, las promesas de placeres infinitos… Antes de que dibujéis en el mapa vuestro lugar en el mundo, respirad profundamente y posad la mirada en el vuelo de una hoja mecida por el viento o en esa gota de rocío dispuesta a precipitarse desde lo alto de una flor. Elegid un instante ínfimo, alejado de todo lo que os empuja, y luego regresad al camino que apenas habéis comenzado.
Recordad que la juventud no es sólo una energía por estrenar, que no se reduce al vigor en los cuerpos; recordad que también es una forma de asomarse a la vida y de crear vínculos en los que florece el asombro. Llevar menos tiempo en este planeta permite aseverar que no se ha participado en la creación de los problemas que atenazan a la humanidad. Es fácil sentirse flor ante el estupor que genera un estercolero, pero el asombro es una actitud que se cultiva en cada instante, una y otra vez. El de una persona anciana es una flor que ha sabido brotar en la maleza. Ha tenido tiempo para entender que el mundo es imperfecto, entre otras razones porque los seres humanos también lo somos.
La fragilidad, los errores, las irregularidades son hilos que enlazan todo lo vivo. Reconocer que también forma parte de nuestra naturaleza nos hace hermosa y tiernamente mortales, seres en constante evolución, falibles a pesar de nuestras buenas intenciones y con capacidad para un constante renacimiento. Para tomar consciencia de ello no hay edad. Cuando sucede, es fácil que digamos que aquel tabú, esa injusticia, este conflicto… surgió sin nuestra participación y exclamemos “no soy responsable, yo no fuí”, sin embargo es probable que estemos formando parte sin darnos cuenta. Es fácil causar daño y lo más sorprendente es que muchas veces no lo hacemos con voluntad de agredir sino simple y llanamente por falta de atención.
El impacto de la atención amorosa
Descuidamos nuestros actos cotidianos hasta el punto de naturalizar nuestros errores por el simple hecho de no darnos cuenta, es decir, por no darnos el tiempo ni el espacio necesarios para atender lo que hacemos. Ausentarnos de nuestros actos permite que los prejuicios, los tabúes, las injusticias, las violencias, proliferen. Sin tiempo ni espacio es imposible cuidar. Si no hay una auténtica presencia en lo que hacemos, estamos poniendo trabas a que la espiral de los procesos de la vida siga girando.
La atención amorosa modifica nuestro paso por este jardín que es la vida, en cuya existencia participan múltiples seres, incluidos los insectos, no solo el buen hacer del jardinero. Un bosque originario se mantiene gracias a la coexistencia equilibrada de los seres que lo habitan. Cuidar nuestro comportamiento cotidiano es una forma de expandir el amor, de frenar la violencia, porque nuestros actos nos ponen en relación con múltiples seres, a los que nos abrimos para sostener la vida.
Una semilla no tiene consciencia de sí; a diferencia de la especie humana, una nuez en la tierra obra solo de una sola manera: la que pueda favorecer la continuidad de la vida, no solo del nogal. Por tanto, su sola existencia implica una entrega absoluta, aunque no sea una elección. A diferencia de cualquier semilla, los humanos podemos favorecer la continuidad de la vida o de la muerte, se trata de una elección que muchas veces tomamos sin darnos cuenta.
Lejos de las heroicidades
No es necesario participar en la solución de los estragos para ser virtuosos/as. Es evidente que matar impide que la vida florezca, pero no agredir no nos hace inocentes. No hay que esperar a que suceda un enfrentamiento para sentir que estamos participando en el buen vivir. No se trata de desarrollar estrategias ante una eventual agresión ni de tener un dispositivo de alarma interior que salte en caso de peligro. La falta de atención, de cuidado, de amor en lo que hacemos, nos hace partícipes de los malestares que nos violentan en su dimensión más pequeña. El mar también es una suma de gotas insignificantes.
No es necesario un acto heroico para avalar nuestra forma de ser activamente no violentos/as: se trata de habitar la amabilidad hasta el punto de que pueda asombrarnos la levedad de una pluma. Ella y nosotros/as formamos parte de la red de la vida y como tales, somos interdependientes. Esa levedad también nos constituye, del mismo modo que formamos parte de la fortaleza de las secuoyas. La red a la que pertenecemos también nos constituye, nuestra especie goza del privilegio de la consciencia, la que también forma parte de todo lo vivo, cultivémosla.
Un comentario dañino, una intervención oral que genere discordia, abusar de las palabras para ocultar lo que nos incomoda, pueden parecernos fisuras por las que nunca podrían pasar los grandes convoyes del capitalismo patriarcal. No consideramos que disimular nuestras faltas sea un acto de violencia, nos decimos que abandonarnos en el aturdimiento que provocan ciertas diversiones es inocuo, creemos que comer en exceso no afecta al equilibrio del planeta… pero en el fondo sabemos que generan daño, entre otras razones porque nos aleja de la atención, el cuidado, el amor necesario para sostener una vida libre de violencias.
Antes de que las heridas duelan
Parece que necesitáramos que la muerte nos tenga que arrasar para asumir su impacto y mientras eso no ocurre nos permitimos seguir filtrando las silenciosas violencias del sistema, entre otras razones porque nos hemos acostumbrado al daño, porque sentimos que podemos sostenerlo, porque asumimos que es inevitable. Esto explica por qué una ideología como la del capitalismo patriarcal no desaparece a pesar de que los valores que la sostienen (egoísmo, el individualismo, el abuso, la competitividad, la mentira…) sean dañinos.
Antes de que el daño nos toque y las heridas duelan, antes de que el brillo nos ciegue y naturalicemos las pequeñas manifestaciones de la violencia, practiquemos el cuidado. Antes de caer en las trampas de esos seres insaciables, muertos en vida, que creen que lucrarse del daño y del dolor ajeno les dará un lugar privilegiado en la trama de la vida, atendamos a nuestras fisuras. Antes de que el miedo a nuestra propia fragilidad nos lleve a querer formar parte de un mundo basado en victorias y derrotas, recordemos nuestra interdependencia con ternura. Antes de que el odio crezca en nuestro jardín interior aprovechando nuestra ausencia, contemplemos  los juegos de la luz en las ramas del hinojo.
Frente a la explotación, la dominación y la sumisión, cultivemos la generosidad, la ecuanimidad, el entusiasmo y desde ahí fortalezcamos los vínculos con nuestro entorno, con todos los seres que lo habitan.
Amemos de manera radical
Cuidemos nuestro jardín interior como quien cuida un lugar sagrado, como los pueblos originarios cuidan sus montañas, sus ríos, sus lagos: en relación con todos los seres vivos. Rompamos la frontera del dentro y del afuera, de lo personal y lo político, declinemos los verbos desde la primera persona del plural. Nutramos nuestros vínculos, ese “nosotros/as” que nos constituye. Tengamos fe en nuestros semejantes, la vida sucede en ese constante e impermanente encuentro con “el otro”.
Arranquemos la confianza de las garras de los señores de la guerra, porque así caerán sus torreones, construidos con ladrillos de sospecha hacia los otros (el potencial enemigo), hacia nosotros mismos (no somos lo suficientemente…) y hacia la trama de la vida (escasez). Practiquemos y compartamos la alegría de formar parte del tejido de la vida (que no es más que lo que sucede en cada encuentro) desde nuestros jardines más íntimos a espacios tan claros y comunes como la exigencia de acabar con los gastos militares y los conflictos armados.
Que nuestro compromiso sea firme y contundente sin necesidad de heroicidades. Espantemos el miedo con mil celebraciones minúsculas. Agustín de Hipona lo resumió en una frase que hoy entenderíamos como un slogan: “Ama y haz lo que quieras”. Amemos de manera radical.