Anunciar el Jubileo definitivo
ANUNCIAR EL JUBILEO DEFINITIVO
Pedro CASALDÁLIGA
Anunciar el Proyecto de Vida de Dios fue la misión de Jesús, es la misión irrenunciable de cada una de nuestras vidas.
Estamos viviendo ya en clima de Jubileo, a veces incluso un poco a lo milenarista quizá. Vivir ese clima con talante estrictamente evangélico será “anunciar el proyecto de Vida de Dios” según el Jubileo definitivo que proclamó Jesús, universalizando y plenificando el jubileo bíblico del Antiguo Testamento.
El Dios de la Vida, en Jesús de Nazaret, se hizo contexto plenamente humano, en biología y sicología, en cultura y en historia, en sociedad y en religión. Bernanos decía que la causa de todos nuestros males estribaba en la desencarnación del Verbo; en descon-textualizar el Evangelio, podríamos decir también. El Dios de la Vida lo es de la vida: de esta pequeña y hermosa vida humana de cada hijo o hija suyos.
A lo largo de los siglos -y el Jubileo es hora de conversión, de cancelamiento de deudas, como lo viene proponiendo el mismo Juan Pablo II, con sus pedidos de perdón- la Iglesia ha cometido, estructuralmente y no sólo por infidelidades individuales de algunos de sus miembros, dos grandes pecados de “desencarnación del Verbo”:
-la dicotomía con que tantas veces se ha querido separar el alma del cuerpo, el cielo de la tierra, el Pan del pan, esta vida de la otra vida, la Creación de la Redención...
-y la falta de inculturación en los pueblos no europeos, en las culturas de Asia, Africa o América.
Cuando hablamos tanto ahora de “Nueva Evangelización” deberíamos atender con perspicacia misionera, por fidelidad al Espíritu, esas exigencias fundamentales de la evangelización inculturada y contextualizada, para no repetir espiritualismos alienantes o colonialismos etnocentristas.
Modestamente, pero con la libertad de Evangelio de ese Dios de la Vida, cada uno de nosotros puede y debe encarnar el Evangelio, traducirlo, pasar la Palabra en nuestra palabra, con nuestros gestos, en una sonrisa tal vez, para las personas concretas con quienes tropezamos en la vida, en cada lugar y en cada hora singulares y situados, reconociendo en ese lugar y en esa hora “los signos de los Tiempos” y del Lugar también, como nos pidió el Vaticano II y que antes nos había pedido el propio Jesús.
“Anunciar” -ya lo sabemos- es mucho más que decir; es sobre todo ser; dar testimonio, con la vida, quizá con la propia muerte, como tantos hermanos y hermanas lo vienen dando en estas últimas décadas, siguiendo la suprema tradición del Testigo Fiel, que nos dio la Vida dando su vida.
El mundo está cansado de palabras vacías, de propuestas habladas: quiere testimonios vivos; hoy más que nunca. La civilización de la imagen pide “imágenes” vivientes del Evangelio también...
Un testimonio comunitario, además. Familias, Vida Religiosa, comunidades eclesiales, Iglesias locales, la Iglesia. Cuántas veces las estructuras, la corporación, niegan lo que proclaman quizás heroicamente personas individuales. La Iglesia de Jesús sigue siendo “la siempre reformanda”. Para que el mundo crea. Sólo un Cuerpo de Cristo limpio, hermoso, puede hacer transparecer el Espíritu de Cristo.
El proyecto de Vida de Dios es el propio Reino de Dios. Ese paradigma supremo que define el destino humano, la misión de la Iglesia, nuestra vida. Hoy, cuando tantas voces, cobardes o cansadas, propugnan el recurso a paradigmas más “baratos” -que diría con indignación el mártir Bonhoeffer-, los seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret, heraldo del Reino, debemos proclamar apasionadamente ese paradigma de Dios: su proyecto, su sueño. Contra el reino de la muerte, estallando en tantas situaciones de marginación y de exclusión, de hambre y de desempleo, de inseguridad y violencia, de droga y pansexismo, de profanación de la humana familia de Dios...
A los cuatro vientos, sin fronteras, con un ancho corazón ecuménico y macroecuménico, abiertos al diálogo y a la intersolidaridad, dejándole a Dios ser Dios -el Dios de la Vida-, y haciéndonos entre todos y todas cada vez más pascualmente la Humanidad Nueva que Jesús, el Hijo, el Hermano, quiere desposar, para siempre.