Buen convivir y modelos de «desarrollo»
Diálogo entre el buen convivir y los modelos de «desarrollo»
Xavier Albó
Los modelos del llamado «desarrollo» son diversos y con frecuencia reflejan sucesivos intentos de irnos acercando, dentro de programas bien elaborados y medibles en el tiempo hacia un determinado modelo de sociedad. Se los suele evaluar sobre la marcha de una manera neutra o acrítica, midiendo cuánto se han aproximado o separado de las metas señaladas dentro de los plazos estipulados.
Pero sólo algunos se lanzan a criticar las bases filosóficas y éticas del modelo mismo. Y entonces puede que surjan nuevos paradigmas y modelos, o al menos nuevas utopías en las que podrán inspirarse esos nuevos modelos, como la del «Buen Vivir».
El Buen Vivir
Surgió desde abajo, en los años 90, del Suma Qamaña aymara y del Sumak Kawsay quichua/quechua. Tiene mucho de crítica filosófica y ética sobre todo del modelo dominante de desarrollo económico y sólo en menor grado de otros modelos, por oler en todo «desarrollo» un intento de vivir «mejor» (algunos, a costa de los demás) en vez de vivir todos «bien».
Es una nueva «construcción socio-cultural» todavía en construcción –valga la paradoja–. Tiene buenas intuiciones y críticas y va recibiendo otras nuevas de quienes escriben o discuten sobre él desde diversas perspectivas. Empezó en los pueblos andinos pero enseguida se propagó como fuego en otras partes, con el mismo o con otros nombres más locales. Encuentra semejanzas en otras iniciativas como las de los budistas de Bután en el Himalaya. Surgen convergencias y diversificaciones dentro de un proceso permanente. Entre nosotros, aún no se lo ha hecho muy operativo a través de metas e indicadores.
Los elementos claves que ya se están concertando me inclinan a glosarlo como el convivir bien entre todos, lo que incluye: a) el propio bienestar de cada uno de nosotros, b) entre los humanos, y c) con todo lo que es vida. Ésta abarca también a la Madre Tierra, una expresión más vital, cercana y coparticipante que la de una fría e inerte «Naturaleza», que resuena demasiado como meros «recursos naturales» a disposición de los humanos.
Volviendo a la raíz aymara de donde nació todo ese proceso, algunas hermanas y hermanos aymaras me dicen que sería más preciso llamarlo Suma Qamarasiña, en que el sufijo –ra– añade la amplitud de participantes y –si–, un sentido de reciprocidad en el dar y recibir para el bienestar de todos. ¿Qué complementos sugerirán los quichuas/quechuas, los amazónicos, los mayas, los kuna caribeños y tantos otros pueblos originarios en sus respectivas lenguas, llenas de nuevos matices? Crece una interesante interculturalidad y «glocalización» desde abajo y de lo local.
Tomando un poco de distancia, podemos rescatar ciertas convergencias entre esta construcción aún no cristalizada y algunos de los paradigmas igualmente cambiantes de desarrollo. Profundicemos un poco más en esta dirección.
El anti-modelo
El modelo o paradigma aún dominante es el de un desarrollo «modernizador» y «progresista», que está en las antípodas del Buen Convivir. Su base real es el permanente crecimiento económico de los pocos que dominan a los demás, caiga quien caiga, usando para ello tecnologías muy costosas, excluyentes y depredadoras, adorando los ídolos del mercado lucrativo y la propiedad privada. Y vemos con dolor y rabia cómo se desprecia a los pobres de siempre, a los que llegan sólo migajas, cada vez más alejados de los que lucran en la cúspide. Por el camino también desnudan y dejan enferma, si no moribunda, a la Madre Tierra.
Una de sus muchas falacias, que infeccionó todas las estadísticas de desarrollo, fue hacernos creer que la medida clave para considerar a un país más o menos desarrollado era su producto interno bruto (PIB), es decir la suma acumulada de todo el dinero producido por un país; y, peor aún, su promedio o «ingreso per cápita», resultante de dividir el PIB por el total de habitantes, sin considerar las abismales diferencias de unos a otros.
Por todo ello, más que modelo, debemos llamar a este paradigma aún dominante, el anti-modelo. Aquí no insistiré más en él.
Pero hay otras iniciativas alternativas a ser consideradas porque incluyen algunas convergencias, siquiera parciales, con el Buen Convivir.
El paradigma humanista
Proviene de una larga tradición, dentro de diversas tradiciones religiosas, incluido el cristianismo. Más recientemente ha vuelto a tomar cuerpo como una alternativa al anti-modelo. Como ya decían muchos humanistas desde antes, el objetivo global del desarrollo no es tener cada vez más, sino ser más; no es atesorar más riqueza, sino más humanidad.
Volvió así a primer plano el convencimiento de que la dimensión económica no debe aislarse de las dimensiones sociales, culturales, históricas y políticas que otorgan al desarrollo un carácter integral e interdisciplinario para recuperar como objetivo fundamental de todo desarrollo el sentido de «bien-estar» de toda la población, algo que ya suena más cercano a Buen Convivir.
En los años 80, Amartya Sen, economista indio bengalí catalizó estas y otras inquietudes en lo que se denomina actualmente «desarrollo a escala humana», en el que se recupera también más fácilmente la dimensión ética de la economía. La vivencia de pobreza en su propio país, India, incidió sin duda en el vigor y coherencia de su planteamiento, que le mereció el Premio Nobel en 1998.
Fue él quien logró desbancar el PIB y sustituirlo por el IDH (Índice de Desarrollo Humano) para medir el desarrollo de un país. Para medirlo incluye indicadores como el bienestar humano en salud, educación y el acceso y goce de derechos humanos. De manera complementaria, Amartya Sen desarrolló otros índices sobre las potencialidades y capacidades de la gente, aunque sin enfatizar mucho la dimensión social solidaria.
Pero quedarse sólo en lo humano y colocarlo en el centro, seguía teniendo una limitación. Por suerte, surgía a la vez otro modelo complementario del anterior.
El paradigma de la sostenibilidad
Por una parte pretendía superar los efectos ecológicos adversos del anti-modelo modernizador «progresista». Por otra, nos ha hecho sentir más humildes a los humanos, como dependientes de un ambiente más amplio, esa «Casa Grande» en que todos vivimos.
Este paradigma se ha enfocado desde dos perspectivas: la primera enfatiza que los humanos tampoco podremos subsistir si no cuidamos nuestra casa grande, nuestro habitat. Desde las ciencias sociales busca prever las necesidades de las nuevas generaciones, cómo asegurar la sostenibilidad futura de nuestra raza humana.
Este era el mensaje central de la célebre Comisión Brundtlandt de 1987. Ya buscaba el equilibrio en los intercambios entre las sociedades y sus ambientes naturales, con lo que hacía aún más integral e interdisciplinario el acercamiento al desarrollo. Pero todo ello se seguía percibiendo desde la necesidad de sobrevivencia de los humanos. No dejaba de ser una perspectiva antropocéntrica: si nos descuidamos, la humanidad desaparecerá.
En cambio la otra perspectiva, surgida más de las ciencias naturales, se fija sobre todo en la sobrevivencia misma de los sistemas biofísicos y ecológicos: la Tierra se nos muere. Eso es aún más global y radical que la desaparición de la raza humana. Más aún, ahí descubrimos, cada vez con mayor claridad, que la propia humanidad es como el virus que acelera la desaparición de la propia tierra, por ejemplo, por su deforestación sin control y su grave incidencia como factor del calentamiento planetario, cabalmente a través de lo que he llamado el anti-modelo del desarrollo.
Ambas perspectivas son en realidad complementarias y ambas resaltan, cada una desde su vertiente, la necesidad de tener un enfoque global, y que nuestras necesidades de convivencia no son sólo entre nosotros, los humanos, sino también de nosotros y los demás con el resto de la naturaleza.
Se acercan así, de nuevo, a lo que, desde un principio, ha enfatizado la visión del Buen Convivir, por ser algo muy reiterado por prácticamente todos los pueblos indígenas del continente y el mundo.
El reencuentro con el Buen Convivir
El sueño del Buen Convivir y esos paradigmas alternativos comparten, siquiera parcialmente, su rechazo del anti-modelo dominante. Esos paradigmas alternativos bajan a más detalles operativos. Pero el Buen Convivir reviste todo el conjunto de una especie de espiritualidad y de utopía.
Viene expresada por su insistencia en vivir «bien» en vez de «mejor», lo que implica solidaridad entre todos, prácticas de reciprocidad y el deseo de lograr o restaurar los equilibrios. En quechua perdonar se dice pampachay, allanar, algo que predicaba también Juan el Bautista.
Implica también vivir con lo necesario pero con sobriedad, sin afanes de acumular ni atesorar. En aymara el rico se llama qamiri, el que teniendo sabe compartir; y su opuesto, el pobre, es –en aymara y quechua– el wajcha, literalmente, el huérfano (aunque ya sea un viejito), por no tener con quién compartir.
Todo ello se envuelve en una aureola de sacralidad cósmica. Somos parte de una Naturaleza, tan viva como nosotros, maternal. Lo que en el fervor modernista se despreciaba como el animismo irracional de los pueblos primitivos, con estos nuevos enfoques vuelve, de alguna manera, a ser mucho más respetado.
Xavier albó
Cochabamba, Bolivia