Ciudadanía: el derecho a tener derechos

Ciudadanía: el derecho a tener derechos
 

Gustavo Lacerda


La noción de ciudadanía de los sujetos que constituyen un Estado es fundamental para que se garantice su existencia política. Esta característica es atribuida y legitimada por la comunidad política, y reposa en un principio de igualdad de los sujetos que forman tal comunidad. Sin embargo, es necesario entender que esa igualdad (isonomía, igualdad ante la norma) no es una constatación de la naturaleza, tal como se pensaba en el pasado, sino que, como presenta la filósofa política alemana Hannah Arendt, «nos hacemos iguales como miembros de una colectividad en virtud de una decisión conjunta que garantiza a todos derechos iguales» (LAFER, 1988, p. 150). Para que eso ocurra, se hace necesaria la existencia de una institución política, el Estado, que reconozca esos sujetos iguales como sus ciudadanos, o sea, poseedores de derechos y deberes recíprocos en pro del bien común. Por eso, la ciudadanía es el principio que otorga el «derecho a tener derechos».

La comprensión de la igualdad y quiénes eran esos iguales, no siempre fue la misma. Si vamos al nacimiento de la política en la Grecia antigua, vemos que no todos los que vivían en la polis (ciudad) griega eran considerados sus ciudadanos, pues éstos eran solamente los varones, adultos, libres y nacidos en la polis. Mujeres, esclavos, niños y extranjeros no tenían ciudadanía, por tanto, no tenían vida política, solamente vida social. El carácter de ciudadano era atribuido de acuerdo con un papel natural que cada individuo desempeñaba en el Universo. Así, solamente al hombre adulto, libre, nacido en la polis le correspondía la administración de la vida pública. Por eso, no hay en la Grecia antigua grandes cambios sociales, apenas algunos bien contextualizados como, por ejemplo, de hombre libre a esclavo (si fuese un vencido de guerra o un deudor), o de ciudadano a extranjero (si migrase para otra polis). La sociedad estaba fijada, parada, establecida de acuerdo con la idea que se tenía de la armonía presente en el Universo.

Tampoco la Edad Media se libra de esa lógica griega. Lo que la diferencia es que su justificación la pone en la voluntad divina; o sea, los roles sociales son consecuencia del nacimiento del individuo según la voluntad de Dios. Así, derechos y deberes son concedidos según la voluntad de aquellos que «Dios quiso» que naciesen con poder para tal concesión. Eso se daba por ejemplo en la relación de servidumbre, donde los señores concedían esos derechos a sus siervos según su propia voluntad, y no porque los siervos tuvieran una dignidad que los mereciera.

La Edad Moderna, con la ascensión de la burguesía al poder, el nacimiento de la ciencia moderna, el naciente capitalismo y la formación de los Estados nacionales es la que extiende la isonomía para todos los que ahora son comprendidos como sus nacionales (aquellos que pertenecen a determinado Estado porque nacieron allí o porque pidieron esa nacionalidad).

Es interesante percibir que la ciudadanía, aquí, tiene un vínculo directo con un sentido jurídico de pueblo, o sea: la nacionalidad es requisito para la ciudadanía. Ahora es necesario que los hombres sean entendidos como individuos, teniendo asegurados por el Estado derechos como vida, libertad y propiedad, a fin de que puedan vender su fuerza de producción; de modo que el libre comercio resulte favorecido. Puede verse que hay aquí una inversión del sentido tradicional: si antes el público ocupaba la preocupación central de la política, ahora es la satisfacción de necesidades la que ocupa ese lugar. El hombre pasa a ser definido por su capacidad de producción. El poder, aquí, pasa a asumir la triste ecuación de PODER = VIOLENCIA (cf. ARENDT, 1989, p. 361).

Sin embargo, con la crisis económica que arruinó a Europa desde el siglo XIX y su agravamiento en el período posterior a la Primera Guerra Mundial, o desempleo a gran escala y el estado de miseria instituido, se dio el ambiente propicio para que ideologías totalitarias llegasen al poder; en una propuesta –un tanto «mesiánica»– de salvar el mundo por medio de una política racista, haciendo una «limpieza en el mundo de aquellos que nunca deberían haber existido». Con esa práctica, el totalitarismo amenaza fuertemente a los «derechos del hombre», llevándolos a su crisis, al retirar de aquellos sujetos –entendidos como «enemigos objetivos» del Estado– su ciudadanía, o sea, al volverlos apátridas. Éstos no cuentan con la protección de las leyes o cualquier acuerdo político que los reconozca como ciudadanos. Tienen negada su existencia política, siendo apenas simples seres humanos. Como todos los países se hallaban también en situación de debilidad económica y amenazados por la ideología totalitarista, nadie quiso recibir esa masa de gente sin patria. Así, tal medida favoreció las políticas totalitarias de exterminio. El Estado totalitario hizo que la concepción de Estado Moderno fallase. Se hizo necesario ahora un nuevo Estado. Éste debe tener como compromiso primero la dignidad humana.

La gravedad del problema, en aquella época, estaba en el hecho de que no existían, a nivel mundial, derechos que se basasen en el solo hecho de ser humano, pura y simplemente, independientemente de la necesidad de un Estado que asegurase esos derechos al individuo. Hay, a partir de ahí, la necesidad de pensar derechos humanos que protejan el derecho del hombre de habitar en el mundo a su manera, visto que el totalitarismo quiere acabar con la pluralidad humana (diferencias en la manera de ser), pues sólo pueden existir en el mundo aquellos que el sistema considera dignos para ello.

De esta forma, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, comprometida con la dignidad humana, fue una respuesta a esa crisis de los «derechos del Hombre». En el artículo XV, de la declaración, está expresado que «toda persona tiene derecho a una nacionalidad» y que «nadie será arbitrariamente privado de ella, ni del derecho a cambiar de nacionalidad»; o sea, el derecho a una nacionalidad, y, por tanto, a la ciudadanía son requisitos fundamentales para la vida digna en ese mundo. Ello, porque solamente por ese vínculo político-jurídico la persona humana puede desarrollar, con seguridad jurídica, sus capacidades en el espacio común, siendo transformada y, también, transformando el mundo a su manera.

De esta forma, se percibe que los derechos humanos son una conquista histórica de la humanidad. En esta conquista, la garantía de la ciudadanía es fundamental para la conservación de la pluralidad en el mundo, y para el «derecho a tener derechos». Por tanto, solamente comprometiéndonos militantemente a profundizar y defender esa conciencia ciudadana es como conseguiremos un espacio público fiel a lo que debe ser: el ambiente propio desde el que garantizar el bien común, de todos/as y cada uno/a. O sea, ése debe ser para todos nosotros el espacio político por excelencia.

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Referencias:

ARENDT, Hannah. Los orígenes del Totalitarismo, Taurus, Madrid 1974; ID, ¿ Qué es política?, Paidós, Barcelona, 1997; LAFER, Celso, A reconstrução dos DDHH, diálogo com H. Arendt, Companhia das Letras, São Paulo 1988. Declaración Universal de los Derechos Humanos (cf. esta Agenda Latino-americana, p 24).

Las tres dimensiones de la ciudadanía

Ciudadanía civil: se compone de los derechos para la libertad individual: libertad de expresión, pensamiento y religión, derecho a la justicia y derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos.

Ciudadanía política: consiste en el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de sus miembros.

Ciudadanía social: abarca todo un espectro que incluye el derecho a un mínimo bienestar económico, a compartir plenamente la herencia social y a vivir conforme a los estándares predominantes en la sociedad.

PNUD, Informe Regional de Desarrollo Humano 2013-2014. Diagnóstico y propuestas para América Latina, PNUD, Nueva York 2013, pág 11.

 

Gustavo lacerda

Belo Horizonte, MG, Brasil