Ciudadanía y soberanía, no asistencialismo

Ciudadanía y soberanía, no asistencialismo

Ivo Poletto


La humanidad vive un tiempo cargado de posibilidades y de tentaciones. Las tecnologías de comunicación, al contrario de lo deseado por los detentadores y explotadores de patentes, hicieron imposible continuar ocultando la miseria y los sufrimientos en que vive gran parte de los seres humanos. También las explicaciones ideológicas de la desigualdad tienen los días contados. El consenso científico en relación al «estado de la Tierra», que constata y prevé nuevas consecuencias del calentamiento del planeta, denominado «efecto invernadero», deja patente la responsabilidad de las élites y países industrializados. La conciencia mundial de que los agentes del «progreso asentado en la quema de combustibles fósiles» son los causantes de la agresión al equilibrio del planeta, está a un paso de la conciencia de que ellos son igualmente responsables de la concentración de la riqueza y, por tanto, de la generación y agravamiento de la pobreza y de la miseria en todas las regiones de la Tierra. Los que se apresuraron en la imposición de la globalización capitalista ultraliberal han conseguido que el efecto del hechizo se vuelva contra los hechiceros.

En el paquete de políticas del neoliberalismo, los empobrecidos serían los responsables de la situación en que viven. Serían los abandonados o los maldecidos por el «dios mercado», por no haberse preparado para recibir sus recompensas. Por eso, las instituciones estatales deberían desistir de planes «populistas», proyectos de desarrollo económico destinados a favorecer a todas las personas. Todos los gobiernos deberían ser, a partir de ahora, «realistas», reconociendo que existirían personas «inempleables», inútiles para el mercado, que sería el agente del progreso de los que son capaces de «libre iniciativa». Debilitadas por el proceso de privatización de empresas y servicios públicos, las instituciones estatales deberían limitarse a acciones sociales compensatorias, teniendo como objetivo impedir la sublevación de los excluidos por el mercado. Como ya sugirió José Comblin en el análisis de coyuntura de 2006, el «neoliberalismo está muerto» (Agenda Latinoamericana’2006, pág, 22). Eso quiere decir, entre otras cosas, que también esa culpabilización de los empobrecidos y la irresponsabilidad de los Estados no se mantiene como verdad pretenciosamente incontestable. Por el contrario, las presiones populares están exigiendo el retorno de las Constituciones nacionales, que definen ser «obligación del Estado y derecho de los ciudadanos» la garantía de los derechos, comenzando por la alimentación y nutrición. O, en consultas plebiscitarias, exigen Asambleas Constituyentes para refundar las naciones a través de una Ley Mayor que implemente los cambios necesarios para que, de hecho, sean garantizados todos los derechos para todas las personas.

En este contexto son (re)elegidos gobiernos -como el brasileño, encabezado por Lula- que ponen en práctica programas como «Hambre Cero». Hambre Cero se propone garantizar la seguridad alimentaria y nutricional para todas las personas que se encuentren en situación de extrema miseria, que no tienen garantizado su derecho a la alimentación. A pesar de los elogios, locales e internacionales, a esos «nuevos» programas, no pocos movimientos sociales e investigadores están planteando la cuestión de cómo debe ser realizada esa «obligación del Estado»: ¿con programas asistencialistas, o con programas que generen transformaciones socioeconómicas, culturales y políticas y que posibiliten la superación de la pobreza y de la miseria?

Caminos alternativos

A esta cuestión, la respuesta con mayores potencialidades está siendo dada por los ciudadanos y ciudadanas de Bolivia y Ecuador. Y lo hacen a través de procesos políticos que se valen de la experiencia y del apoyo de Venezuela y de Cuba, además de las características propias, principalmente por el protagonismo de los pueblos indígenas. Ya no basta un «no» al neoliberalismo defendido por las élites; es necesario decir un «no» a las élites mismas, en nombre de un «sí» a la construcción de sociedades alternativas, refundadas por Asambleas Constituyentes con alta presencia indígena y popular. Nada de aceptar el discurso tradicional, que siempre deja para el futuro la repartición del «pastel» de la riqueza, que, antes, debería crecer en las manos de las élites. Nada de contentarse también con las acciones o programas asistencialistas, como las migajas de la mesa de los ricos. Lo que se afirma es el «derecho de tener derechos» o, más exactamente, el derecho y el poder de definir los derechos a partir de valores y principios éticos recogidos en las culturas milenarias de los pueblos que constituyen estas naciones. Y valores y principios que deben orientar el modo de definir y de implementar las prioridades, ahora en otra dirección, para la realización y garantía de todos los derechos para y con todas las personas, y no más la garantía y reproducción de los privilegios de las minoritarias élites predadoras.

No es camino fácil. Las oposiciones son muy poderosas. Controlan todavía medios de comunicación empresariales directamente interesados en el mantenimiento de los privilegios que se apoyan en la promesa ilusoria de libertad e igualdad de oportunidades para todos/as, pero que, en verdad, son fruto de la relación entre la libre iniciativa de quien posee bienes y capital para multiplicar riqueza y poder y la privatización del Estado. Oposiciones que cuentan con poderosos apoyos internacionales interesados en impedir la consolidación de propuestas alternativas de desarrollo socioeconómico, político y cultural.

¿La democracia será posible?

Lo que está a prueba, una vez más, es la democracia misma. ¿Podrán los pueblos apropiarse y ejercer su poder soberano, estableciendo las leyes, el Estado y las iniciativas sociales, al servicio de la construcción de sociedades en que quepan y puedan vivir con dignidad y bienestar todas las personas? En otras palabras, ¿podrá la democracia volverse un proceso participativo sin fin, de tal modo que el proceso de socialización de los bienes ofrecidos por la naturaleza y de los frutos del trabajo sea realizado en una experiencia de «democracia-sin-fin». ¿O se le impedirá, una vez más, convertirse en un proceso real de poder popular soberano, siendo mantenida como mera formalidad al servicio del poder de las minorías detentadoras del capital y como fuente de alienación popular?

Después de todo, quien desea que los «programas sociales» de los gobiernos electos para abrir caminos diferentes a los de las élites tradicionales, no se reduzcan a meras acciones compensatorias o asistencialistas, deben tener presente que las alternativas que contemplan la universalidad de los derechos económicos, sociales, culturales y ecológicos, dependen de la vigencia de los derechos políticos en una sociedad en proceso permanente de democratización. Caminos a medias no son suficientes, como se puede ver en Brasil, en que los Consejos y Conferencias, aun siendo espacios de avance, enmascaran, en realidad, la participación ciudadana soberana. Y eso puede ser demostrado por la resistencia del poder legislativo a reglamentar la Constitución, promulgada en 1988, en lo que se refiere a la participación ciudadana a través de plebiscitos y referendos; continúa mayoritaria entre los legisladores la «convicción» de que la convocatoria de plebiscitos debe ser prerrogativa exclusiva del Congreso Nacional.

Sólo existe una fuerza capaz de exigir cambios profundos y transformaciones estructurales en las sociedades generadoras de desigualdades: el poder popular soberano, que se asienta sobre la conciencia individual, grupal y societaria de la ciudadanía, que se expresa en diferentes espacios de participación, y madura en la capacidad organizativa de controles sobre los gobiernos por ella constituidos. Implica y exige, por tanto, la capacidad de democratizar el Estado.Y el camino para ello, según Gramsci, es la sociedad civil organizada cercando al Estado por todos los lados (ver M. Arruda, Tornar real o possível, Vozes, Petrópolis 2006). Sin eso, esto es, manteniendo los controles de las élites sobre el Estado, habrá siempre espacio para que sean reproducidos sus intereses y privilegios en detrimento de los empobrecidos que luchan por sus derechos; habrá siempre predominio de políticas asistencialistas, compensatorias, o, en el peor de los casos, la articulación entre ausencia de políticas sociales con el aumento de la capacidad de represión a las iniciativas políticas de la ciudadanía excluida.

El capitalismo, como se sabe, deshumaniza, reduciendo las personas a objetos. La afirmación de que el libre mercado garantizaría sociedades libres no pasa de afirmación ideológica. En realidad, las mercancías, la riqueza, el lucro, el dinero y el mercado son promovidos como si fuesen sujetos de las relaciones sociales, pero los sujetos son los capitalistas, que sirven al capital cuando explotan el trabajo y lo transforman en mercadería. Por eso, la transformación estructural de las sociedades capitalistas pasa por crear oportunidades reales para que todas las personas recuperen la subjetividad, la dignidad, la libertad, la ciudadanía y, en una dimensión colectiva, la soberanía.

 

Ivo Poletto

Goiânia, Brasil