Como quien pasa por el fuego

Como quien pasa por el fuego

Testimonio

Alejandro Dausá


El 17 de septiembre de 2004 fui al cementerio de San Vicente, en la ciudad de Córdoba. Me acompañaban Joan y Daniel. Con voz entrecortada, él leyó el pasaje del profeta Ezequiel que relata la singular visión de los huesos secos. Estábamos sobre el lugar donde había sido identificada a mediados de los años 80 la primera fosa común. Luego recorrimos otras dos, abiertas por aquellos días. Sobre una de ellas, y para que no fuera descubierta, las autoridades militares construyeron el crematorio de esa necrópolis en 1978. Los especialistas del Equipo Argentino de Antropología Forense calculan que hay restos de más de doscientas personas. Muchos esqueletos están completos, varios con restos de ropas. Todos fueron arrojados allí en diferentes meses del año 1976. Pocos han sido identificados. Tuve una inefable sensación de cercanía afectuosa con esos seres sin nombre. Imaginé sus rostros, sus sueños, sus amores, sus luchas, sus tormentos, su dolor y estupor antes de la muerte. Como expresa el P. Quito Mariani en su libro autobiográfico, «les pedí perdón por no haber muerto con ellos».

En agosto de 1976 fui secuestrado con otros estudiantes de teología entre los que se encontraba Daniel. La orden era asesinarnos. Joan nos salvó alertando a amigos y escapando de la pinza que se cerraba sobre ella en Argentina. Desde el exterior realizó incontables gestiones para garantizar nuestras vidas. A pesar de que el caso aparece en varios libros, nunca había sido denunciado formalmente. Los tres nos encontramos para hacerlo, junto a otros testigos. Volvimos a vernos luego de más de veintiocho años, en una semana intensa de recuerdos, abrazos de amigos, testimonios judiciales, piezas todas de un complejo rompecabezas que aún hoy debemos seguir completando. Cerramos un capítulo en aquel cementerio solitario, y a manera de pacto con los que no sobrevivieron.

En el año 2009 retorné a Córdoba con mi hija. Entré con ella en dos de los centros clandestinos de detención que hoy son espacios para la memoria. Como buena parte del tiempo de secuestro estuve allí con los ojos vendados, intenté reconstruir los fragmentos de imágenes que conservo. En el antiguo D-2 observé con detalle el pequeño pasillo denominado tranvía, donde compartí varios días con otros secuestrados. En el campo de concentración La Perla volví a experimentar el particular silencio y los ecos del patio de entrada (los lugares se cargan con la suma de experiencias humanas extremas -tuve una sensación espeluznante durante una visita que realicé al campo de Büchenwald en 1994, la misma calma siniestra del paisaje, la misma quietud ominosa-). En La Perla había sido interrogado por un equipo de militares que se especializaba en la iglesia católica. Lo hacían desde una teología ultramontana que sospechaba de todo y de todos, arrogándose la posesión de la verdad y un poder divino sobre vidas y muertes.

El mayor tiempo de detención lo pasé en régimen de confinamiento solitario e incomunicación, en un pabellón de presos políticos de otra cárcel. Privado absolutamente de todo contacto y de la posibilidad de tener cualquier objeto, mis tesoros se reducían a cuatro: un pequeño vaso de plástico que me permitían llenar dos veces al día con agua para beber, una lata oxidada que utilizaba como excusado, un clavo que ocultaba convenientemente en la pared, y un rosario rústico que había confeccionado con un trocito de madera. Me servía para rezar y caminar de una esquina a otra de la celda durante horas interminables, a fin de agotarme y poder paliar el frío y conciliar el sueño, esquivando la zozobra de las noches, en las que se producían la mayor parte de las requisas y traslados.

No tuve militancia partidista. Mi delito consistía en el compromiso sociopastoral con poblaciones de barrios marginados, de acuerdo a las propuestas del Evangelio y los lineamientos del Vaticano II y Medellín. Uno de mis interrogadores fue explícito: yo no debía acercarme a sectores empobrecidos, ya que ese tipo de acompañamiento los empoderaba y, como consecuencia, se tornaban peligrosos.

Argentina fue el único país sometido a la doctrina de la Seguridad Nacional que contó con el enérgico aval de un poderoso sector del clero y la jerarquía católica, ocupado en proveer argumentos filosófico-teológicos para justificar el proyecto de represión, genocidio, robo de niños y tortura. Esa labor comenzó en realidad en la posguerra, con la asesoría técnica de la misión militar francesa y el respaldo ideológico de entidades como Cité Catholique, con experiencia en el sometimiento de los pueblos argelino e indochino. Numerosos autores se ocuparon de desentrañar este tenebroso tema, destacándose la amplia y documentada investigación de Horacio Verbitsky y los trabajos del sociólogo jesuita Gustavo Morello.

Se trata de capítulos horrorosos de la historia nacional, que se intentó soslayar por incapacidad o franca complicidad de diferentes gobiernos democráticos posteriores a la etapa dictatorial inaugurada en 1976. Sólo hace pocos años se han reabierto causas y procesos judiciales, por lo que muchos verdugos ya murieron en absoluta impunidad y en libertad. Un solo capellán militar ha sido condenado a prisión.

Luego de la cárcel sufrí el exilio. Después de un par de años tomé la decisión de retornar, como deber ético con la inmensa porción del pueblo argentino masacrado que no contaba con el respaldo confortador de una congregación religiosa. Redacté y firmé una carta con copias para amigos; una especie de testamento/despedida en el cual indicaba que cualquier percance que me ocurriera sería responsabilidad directa de la junta militar y su aparato de represión, lo cual deberían hacer público.

Planifiqué un regreso demorado con escalas en México, Panamá y Brasil. Por una parte sentía el imperativo de reencontrarme en profundidad con América Latina, sus gentes, sus aromas, sus colores, sus culturas. Por otra, un simple cálculo de probabilidades indicaba que podía ser mi último viaje. Completé el trienio de estudios teológicos que me faltaban hasta la ordenación como sacerdote. A pesar de la hospitalidad de los hermanos de congregación, abrigué por mucho tiempo la sensación de ser parte de dos experiencias de las cuales nadie deseaba hablar: la de las opciones de vida y trabajo pastoral, y la del secuestro y cárcel. Percibía una incomodidad manifiesta cuando intentaba explicar o describir algo de todo aquello, o bien la invitación más o menos cordial a cambiar de tema. Como consecuencia, me autocensuré durante años. A ello se le sumó el sentimiento de culpa por estar vivo, cuando miles no habían logrado escapar.

El que es conocido como «Caso de la Comunidad de la Salette» en el ámbito religioso («Caso Weeks» y «Caso Fraile» para las fuerzas represivas) constituye, a mi juicio, una refutación fáctica de dos argumentos que continúan siendo esgrimidos por algunos sectores aún luego de treinta y cinco años.

En primer lugar, desmiente absolutamente que el golpe de marzo de 1976 haya sido efectuado con el fin de combatir a las organizaciones armadas de izquierda. Por el contrario, revela que la represión sistemática y vasta estuvo planificada y dirigida a quebrar posibles ámbitos críticos, aún en sectores sociales ideológicamente distantes, con el objetivo de imponer un proyecto que requería la desmovilización y el amedrentamiento generalizados como condición para garantizar el saqueo de la economía nacional. Nuestro grupo estaba condenado a muerte antes de cualquier investigación; se trataba simplemente del escarmiento ejemplificador seleccionado contra un sector de los religiosos en la región de Córdoba, y sólo la suma de circunstancias fortuitas revirtió nuestro destino.

En segundo término, contradice y al mismo tiempo desenmascara la falaz estrategia difundida, alentada y sostenida por un sector importante del episcopado católico, que insistía en la importancia de no difundir ni reclamar públicamente por los casos de secuestro, torturas o desapariciones. Cuando las denuncias eran realizadas en el exterior del país se las acusaba además por antipatriotismo. Lo grave del asunto es que en los años de plomo la Conferencia Episcopal Argentina era con alta probabilidad la única instancia que hubiera podido poner freno a la represión. No sólo no lo hizo, sino que desanimó de muchas maneras a los que lo intentaron. Como expresé, incluso algunas de sus figuras más poderosas e influyentes en el ámbito castrense avalaron el genocidio con presupuestos filosóficos y teológicos.

Durante al menos quince años no transcurrió día sin que yo recordara de diversas maneras los sucesos del secuestro y la detención. Padecí amenazas veladas y trabas en trámites legales relacionados con mis documentos de identidad. Por lo demás, quedaron instalados algunos hábitos y manías personales relacionados con determinadas situaciones, sonidos, lugares. Haber «pasado por el fuego», de acuerdo al sugerente símil literario paulino, abrió para mí la oportunidad de conocer ciertas dimensiones lóbregas de nuestra realidad latinoamericana, pero también para arraigar mi voluntad de seguir «echando la suerte con los pobres de la tierra».

Alejandro Dausá

Argentina-Bolivia