Connotaciones antiecológicas de la tradición judeo-cristiana

Connotaciones antiecológicas En la tradición judeo-cristiana
Para tomar nota, reflexionar, y actuar...

Leonardo BOFF


Son seis los puntos de connotación antiecológica en la tradición judeocristiana.

En primer lugar, el patriarcalismo. El Antiguo y el Nuevo Testamento expresan su mensaje dentro del cuadro cultural común de la antigüedad clásica que es el patriarcalismo. Los valores masculinos ocupan los principales espacios sociales. Dios mismo es presentado como Padre y Señor absoluto. Las características femeninas y especialmente maternas de las divinidades anteriores al neolítico, que eran de versión matriarcal, son deslegitimadas. Las mujeres son marginadas, y mantenidas en el espacio de lo privado. Este reduccionismo agrede el equilibrio de los géneros y representa una ruptura en la ecología social y religiosa.

En segundo lugar, el judeocristianismo es profun­damente monoteísta. Su intuición primordial consiste en testimoniar que detrás, antes y después del proceso cósmico, vige un principio único creador y proveedor universal, Dios.

Es sabida la lucha incansable que la tradición judeocristiana llevó adelante siempre contra el politeísmo de cualquier matriz. Pero originalmente las divinidades funcionaban como arquetipos poderosos de la profundidad del ser humano. Ahora bien, la radicalización del monoteísmo al combatir el politeísmo cerró muchas ventanas del alma humana. Separó demasiado la criatura y el Creador, el mundo y Dios. Hubo una gran destrucción de la policromía del universo y de su significación antropológica.

El monoteísmo conoció también una derivación política. Fue invocado, frecuentemente, para justificar el autoritarismo y la centralización del poder. Se argumentaba así: así como hay un solo Dios en el cielo, debe haber un solo señor en la Tierra, un solo jefe religioso, una sola cabeza en la familia... Esta visión lineal destruyó el diálogo, la equidad y la comunidad universal de todos como hijos e hijas de Dios, sacramentos de su bondad y ternura. Todavía se expresó de una forma más reductora al afirmar que solamente el ser humano, hombre y mujer, asumiría la representación de Dios en la creación. Sólo de ellos se dice que son imagen y semejanza divina. Se olvidó así la gran comunidad cósmica que es portadora del Misterio y por eso mismo reveladora de la Divinidad.

El antropocentrismo es el resultado de esta interpretación arrogante del ser humano. El texto bíblico es taxativo al decir: «sean fecundos, multiplí­quense, llenen la tierra y sométanla; dominen sobre los peces del mar, las aves del cielo...» (Gn 1, 28)

Por estos textos resulta clara la invitación a la demografía ilimitada y al dominium terrae (dominio de la tierra) irrestricto. Este mismo énfasis sobre el dominio y el poblamiento de la Tierra aparece clara­mente en el relato del diluvio. El tenor antiecológico de estos textos fue entendido y asimilado por la mentalidad moderna a partir del siglo XVII, como legitimación divina de la conquista atroz del mundo y del sometimiento de todos los seres de la creación al proyecto de la subjetividad arbitraria del ser humano.

Otro elemento perturbador de una concepción ecológica del mundo, común a los herederos de la fe abrahámica (hebreos, cristianos, musulmanes), es la ideología tribalista de la elección. Siempre que ha habido un pueblo o alguien se siente elegido y portador de un mensaje único corre el riesgo de la arrogancia y cae fácilmente en las tramas de la lógica de la exclusión. A causa de ello, en ciertas épocas de Occidente se instauró una verdadera fraternidad del terror contra toda diversidad de pensamiento (inquisición, fundamentalismo, guerras de reli­gión).Nada más enemigo de la ecología que esta ruptura de la solidaridad universal y la negación de la alianza bajo cuyo arco iris caben todos, no solamen­te algunos.

Sin embargo, de todas las distorsiones ecológicas, ninguna sobrepasa aquella que proviene de la creen­cia en la caída de la naturaleza. Por esta doctrina se cree que todo el universo cayó bajo el poder del demonio, debido al pecado original introducido por el ser humano. El universo perdió su carácter sagrado; deja de ser templo del Espíritu para ser la cueva de los demonios. Es materia corrompida, pecaminosa, decadente.

El texto bíblico es explícito: «maldita sea la tierra por tu causa» (Gn 3, 17). La idea de que la Tierra con todo lo que en ella existe y se mueve, sea castigada por causa del pecado humano, remite a un antropo­centrismo desmedido. Los terremotos, la extinción de las especies y la muerte ya existían antes que el ser humano ni siquiera hubiese aparecido sobre la faz de la Tierra.

Esta demonización de la naturaleza por causa de la caída llevó a que el ser humano tuviese poco aprecio por este mundo, dificultó durante siglos que las personas religiosas se interesaran por un proyecto del mundo, retrasó la investigación científica y amargó la vida de todos, pues colocó bajo una pesada sospe­cha todo placer, toda realización y toda plenitud venidos del trato y del disfrute de la naturaleza. En esta interpretación, el pecado original gana la partida sobre la gracia original.

Para muchos, ese binomio pecado/redención caracteriza fundamentalmente al cristianismo. En ciertas tradiciones, el pecado ganó tanta centralidad que el ser humano se siente más ligado y dependiente del viejo Adán pecador que del nuevo Adán liberador, Jesucristo.