Continente de excluidos, Tierra de solidarios
Continente de excluidos, Tierra de solidarios
Pedro Casaldáliga
Cuando se hablaba, más ingenuamente, de pueblos desarrollados y de pueblos subdesarrollados, «el nuevo nombre de la paz» era el DESARROLLO. Después, ya desencantados de los desarrollos que siguen desarrollando a la Humanidad en la miseria y en la dependencia, «el nuevo nombre de la paz»pasó a ser la SOLIDARIDAD. Es bueno recordar, de todos modos, siempre, que el antiguo y el nuevo nombre de la PAZ sigue siendo, ante todo, la JUSTICIA.
«La Paz es fruto de la Justicia», dictaminaban los antiguos. Y la Biblia enaltece como ideal de la convivencia humana, proyecto por lo demás de Dios mismo, la Paz y la Justicia besándose.
Ya sabemos, por dramática experiencia, lo que significa «desarrollo», como ya comenzamos a saber, más dramáticamente -cada vez más pobres, cada vez más al margen- lo que significa «democracia», cuando son ellos -los señores, el capital, el imperio, el primer mundo- los que propician ese desarrollo o imponen esa democracia: ¡democradura!
La Justicia, sin embargo, o deja de ser o es ella misma. Ni la Paz puede prescindir de la Justicia, ni el Amor puede sustituirla: no serían ni Paz ni Amor.
La verdadera Solidaridad, especialmente cuando se trata «de los excluidos», debe ser ante todo la proclamación, la reivindicación, la implementación de la Justicia. La Solidaridad -entre personas, entre pueblos, entre continentes, entre norte y sur- no puede ser la humillante limosna de quien anda sobrado, ni la subvención sustitutiva de quien explota y domina. Cada vez más, en el tercer mundo sobre todo, bien concretamente en esta nuestra América, entendemos que la Solidaridad debe ser exigente, justiciera, estructural. Que no se solidaricen con nosotros los que no son capaces de solidarizarse con nuestras reivindicaciones, con nuestras luchas, con nuestras alternativas de Derecho Internacional, de Socialización igualitaria, de Sociedad humana, en definitiva.
Con la caída del muro y con tantos muros en pie, dentro de la misma Europa y entre el norte y el sur; en este «final de la Historia», que algunos estúpidos profetas están celebrando por la llegada universal del reino del Mercado y del Liberalismo -por el Capitalismo supuestamente vencedor-; cuando los neocaudillismos y las pseudodemocracias liberales se apoderan del Continente, serviles, populistas y genocidas... los excluidos conscientes y todos los que con ellos queremos sobrevivir humanos, debemos hacer de la Solidaridad nuestra política, la práctica pública del amor, una vivencia diaria, incondicional, exhaustiva.
Del primer mundo como tal -estructura de pecado- sólo podemos esperar la dominación o la exclusión. Sobramos en ese cálculo suyo del 15% de la humanidad que tienen derecho a existir. Hoy ni siquiera interesa nuestra mano de obra barata. Y el propio ecologismo oficial primermundista es, con frecuencia, un egoísmo que se previene a tiempo: garantizar el futuro de ellos... ¡Aparte de antiecologismo, de ellos también, que despeja encima de nosotros sus diferentes basuras!
De los que en el Primer Mundo se autoexcluyen, protestando, forzando alternativas, haciéndose compañeros del Tercero y del Cuarto, debemos recibir, agradecidos, todos sus gestos de Solidaridad y devolverles los nuestros, en reciprocidad militante, en comunión fraterna. Será, sin embargo, sobre todo entre los excluidos mismos como se construirá la Solidaridad eficaz, sin paternalismos, sin «caritativismos», sin nuevas dependencias, sin dejar tranquilas «sus» conciencias con las migajas solidarias de la limosna.
La Solidaridad entre los excluidos, que es la intersolidaridad, de igual a igual, en el mismo dolor y en la misma lucha, en el mismo cautiverio y en la misma esperanza, en la misma muerte y en la misma vida. Simultáneamente excluidos, simultáneamente levantados.
En ese inmenso excluido Tercer Mundo, en ese prohibido Sur de la Humanidad, todos los que formamos NUESTRA AMÉRICA -en el sur, en el centro y en el norte; del continente y de las islas; indios, negros, mestizos; menores, mujeres, no nacidos; emigrantes, refugiados, exilados; labradores y obreros; agentes de pastoral y militantes de la palabra y del arte o de la ciencia o de la nueva política- debemos reconocernos, con indignada dignidad, como un CONTINENTE DE EXCLUIDOS y debemos hacernos, día a día, brazo a brazo, un CONTINENTE DE SOLIDARIOS.
Solamente sobreviviremos en la intersolidaridad. Solamente siendo inter-solidarios podremos ser nosotros mismos y ser fraternos, y solamente en la intersolidaridad -cultural, social, política, económica, ecuménica- podremos también ayudar al deshumanizado Primer Mundo a ser otra vez humano y libre de la vaciedad y de la voracidad capitalistas.
En mi último viaje a CENTROAMÉRICA, «después de lo que pasó» y particularmente en la querida pequeña enorme Nicaragua, en marzo de 1990, comentamos mucho, entre compañeros y compañeras, los desafíos de esta nueva hora. Todo, menos el conformismo, decíamos. Todo, menos la idolatría del Mercado. Todo, menos la Democracia Liberal. Todo, menos los neo-imperialismos. Todo: o sea, la utopía humana y cristiana de una Sociedad solidaria, el Reino de Dios que comienza a forjarse entre nosotros, a pesar de los imperios, a pesar también de nuestras propias claudicaciones.
Es demostrable, con datos y crónicas, cómo ha sido sobre todo esa Centroamérica, martirizada y luchadora, la mayor profecía colectiva de la solidaridad, de la intersolidaridad de los pequeños. Nicaragua, en particular, que nos enseñó a vivir la Solidaridad como «la ternura de los pueblos».
Sea, ante todo, pues, la ternura diaria entre los Pueblos hermanos del Continente, la continental ternura -¡que posiblemente no coincidirá con el programa continental de Bush!-. Excluidos del imperio, incluidos en el Reino, hagamos de toda esa PATRIA GRANDE una tierra de solidarios, liberándonos juntos.
«Con los pobres de la Tierra quiero yo mi suerte echar». Con los Pobres y con el Dios de los Pobres.