Coyuntura de la hora psicológica latinoamericana

ANÁLISIS DE COYUNTURA DE LA HORA PSICOLÓGICA DE AMÉRICA LATINA

José María VIGIL


Espíritu, ánimo, alma, mística, espiritualidad... expresan un polo de nuestra realidad como seres humanos. El otro polo es la mate­ria, la naturaleza, la carne, el cuerpo. El espíritu motiva, anima, inspira, subleva, levanta. El cuerpo nos arraiga en la carne, en la tierra, en la naturaleza. Entre esos dos polos está nuestra psicología, como el lugar de encuentro entre realismo y utopía, naturaleza e historia, el ángel y la bestia, en una profunda unidad psicosomática.

Somos espíritus «encarnados», arraigados en la carne y en la naturaleza. Por eso, este nuestro espíritu tiene sus horas, altas y bajas, al ritmo de los altibajos de nuestro propio cuerpo y de nuestra psicología.

Igual que las personas individuales, también los Pueblos -que son personas colectivas- tienen su psicología, con sus horas altas y sus horas bajas. Nos queremos preguntar: ¿Qué hora psicológica está viviendo nuestro Continente? O lo que es lo mismo: ¿Qué diagnóstico psicológico podemos hacer de América Latina en esta hora?

Enfermedades colectivas

Una enfermedad puede ser física o psicológica. Uno puede estar sano en su cuerpo, pero enfermo en el espíritu. Y lo mismo ocurre con los colectivos humanos: una comunidad, una sociedad, un Continente, puede padecer tam­bién una enfermedad psicológica colectiva.

La escuela del psicoanálisis social fue abanderada en este tema. Mostró que en cada sociedad hay patrones de conducta que obedecen a estructuras psicológicas de la sociedad. Cada uno de nosotros puede sentirse autónomo y original, pero en realidad se encuentra profundamente afectado por patrones de conducta, estructuras de pensamiento, un imaginario social y unas pulsiones colectivas, con frecuencia inconscientes, pero que nos influyen por el simple hecho de vivir en esa sociedad. Cuando esas estructuras están dañadas o deterioradas, esa sociedad está enferma, y los que vivimos en ella participamos de esa enfer­medad por el mero hecho de respirar en ella.

Si en los años 60 y 70 se decía que la enfermedad psicológica colectiva de la sociedad moderna occidental era la neurosis, nosotros sostenemos que hoy, en los años 90, la enfermedad psicológica colectiva de la sociedad latinoame­ricana es la depresión.

Origen de la depresión

Según el conductismo, la depre­sión se origina -tanto en la persona cuanto en los animales- cuando el sujeto recibe durante un período demasiado largo una serie de estímulos negativos que no puede controlar o detener por más que modifique su conducta para evitarlo. Cuando esa situación se prolonga demasiado, supera un nivel de tolerancia más allá del cual, la persona escarmienta y «aprende» que «no hay salida», que, «haga lo que haga», le va a sobrevenir un estímulo negativo. Así las cosas, la persona -individual o colectiva, las reglas son las mismas- aprende que es inútil seguir esforzándose, que es mejor no hacer nada, dimitir, huir. Aprende a no defenderse (indefensión aprendida) como el mejor método precisamente para evitar esa serie de castigos que le ha venido sobreviniendo.

Y eso lo aprende no con la cabeza, sino a nivel vital: es lo profundo del inconsciente personal lo que se rebela y se niega a actuar. Sobreviene al sujeto un síndrome, un conjunto de síntomas: cara de tristeza, deseos de llorar, pérdida de la autoestima, autoacusación, hipocondría, ideas de suicidio, estrechamiento del campo de la conciencia, dificultad de concentración, pérdida de memoria, mutismo, insomnio, trastornos digestivos... No se trata de una decisión voluntaria de la persona; es nuestro cuerpo el que toma la decisión por su cuenta; se rebela; se niega a continuar luchando; dice «basta», y lo dice con todos esos síntomas conocidos que nos hacen diagnos­ticar una depresión.

En nuestro Continente

Lo que ha pasado en nuestro Continente en los últimos años es estructuralmente lo mismo. Nuestro Pueblo lleva ya demasiados años recibiendo -«haga lo que haga»- el «castigo» inmerecido del subdesarrollo, la pobreza, el ham­bre, la guerra, la intervención exterior, el colonialismo y el neocolonialismo, la represión, la emigración forzada... Los sucesos de los años 89-90, el fracaso fáctico de unas esperanzas populares que tanta mística -y tanta sangre- habían supuesto, fueron la gota de agua que colma el vaso, el «cambio de época» que sobrepasó el límite de la tolerancia. Con ello nuestro Pueblo terminó de «aprender» su indefensión. Algo muy profundo, una voz venida de muy adentro de nuestro cuerpo social dijo «¡basta!» y arrojó la toalla. Había estallado la depresión colectiva en la hora psicológica del Continente.

Y también sobrevinieron los síntomas, los mismos que en el caso individual, pero vividos socialmente: decepción, pérdida de autoestima, autoacusación, desmovilización, desorientación, desorganización de los movimientos populares, dispersión de los militantes, despolitización, huida hacia los espiritualismos, pérdida de la memoria, mutismo, trastornos psicosomáticos...

Y todo esto, como en la depresión individual, no fue algo racional, una decisión convencida, sino un síndrome que se apodera de uno en contra de todas sus convicciones: una rebelión del cuerpo.

Bien entrada ya la segunda parte de la década de los 90, ¿cómo está esa depresión? ¿Qué coyuntura actual atraviesa? ¿Qué diagnóstico hacer?

Una depresión reactiva

Hay dos clases fundamentales de depresión: la endógena, que viene como de dentro de la perso­na (individual o colectiva), y la reactiva, que viene provocada por algo exterior. La primera tiene una base constitucional orgánica en la persona; la segunda obedece a algo coyuntural que ha interferido en su vida.

Con diferencia de lo que pueda ocurrir en otros continentes, la nuestra es una depresión claramente reactiva. Tiene una datación fácil y precisa en el tiempo. Su aparición ha sido casi simultá­nea al «cambio de época», a un derrumbe de esperanzas populares cuyas consecuencias psicológi­cas no precisan de habilidades mayores para su interpretación.

¿Depresión grave o leve?

En principio la depresión reactiva es menos grave que la endógena, por cuanto no responde a estructuras constitucionales de la persona, sino a episodios coyunturales en su historial. No es la nuestra, en efecto, una depresión que evidencie un talante psicológico continental estructuralmente depresivo. Muy al contrario, nuestro Continente es alegre y festivo, lleno de rebeldía y de utopía, con una gran creatividad al afrontar los problemas y cargado de buen humor hasta el punto de saber reírse sanamente de sí mismo.

No se trata tampoco de una depresión que provenga de un proceso multisecular que haya podido ir carcomiendo las estructu­ras psicológicas fundamentales de nuestro espíritu continental. Nuestro Continente es el que más fuertemente se siente a sí mismo, el que más señales propias de identidad emite, y todo esto, hasta nuestros días.

¿Depresión larga o corta?

Si la historia se acelera constantemente, hoy, en época de máxima comunicación e intercambio continental, podemos compartir y madurar en unos pocos años más vivencias continentales (reflexión, empatía, reelaboración de concien­cia...) que las que antes procesábamos en varias décadas o siglos. ¿Quién puede negar que esta coyuntura pueda ser prontamente «digerida»?

Por no ser «constitucional», la depresión reactiva con frecuencia remite espontáneamente: un día, nuestro cuerpo, que ya ha sido obedecido (a la fuerza) en sus requerimientos, reacciona, se acomoda a la nueva situación y recupera el tono vital perdido. Vuelve a la normalidad. Incluso sin terapia especial: el tiempo todo lo cura. ¿Quién dirá que no pueda ser éste el caso de nuestra depresión latinoamericana?

¿Depresión patológica o sana?

Puede parecer extraño, pero cabe hablar de «depresiones sa­nas». Modernos estudios psicoterapéuticos así lo enfocan: la depresión no sería más que un proceso psicológico desencadenado por una reacción del organismo ante una situación que se le hace intolerable y que desde su instinto vital intenta bloquear. Nuestro cuerpo, así, nos envía un mensaje que, de principio, parece disfuncio­nal, la depresión. Pero tal disfuncionalidad lo es sólo a corto plazo. A largo plazo la depresión se descubre como el único medio del que nuestro cuerpo disponía para obligarnos a un replantea­miento global de la situación, impidiéndonos seguir dando coces contra el aguijón. Al final la depresión (siempre dentro de este carácter reactivo y en un nivel de no especial gravedad) es una treta de nuestro instinto vital para recuperar la salud y «volver a la carga».

Hay quienes se mantuvieron firmes, inconmovibles, inasequibles al desaliento y a la depresión, y son nuestros profetas latinoamericanos, anónimos, escondidos en los barrios, en el campo, en el movimiento popular, feminista, indígena, negro, sindical... Ellos, como centinelas, han pasado la noche en vela, a la intemperie, en solitario, y nos están ayudando a procesar, a digerir, a curar las heridas, a salvar la memoria y la identidad, con la esperanza cierta de que la aurora no faltará a la cita. Amanecerá.