Coyuntura de los medios de (in)comunicación
Análisis de coyuntura de los medios de (in)comunicación
Eduardo GALEANO
El mundo de este fin de siglo, que funciona para pocos y contra muchos, está marcado a fuego por una doble paradoja. Primera: la economía mundial necesita un mercado de consumo en perpetua expansión, para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez necesita, por la misma razón, brazos que trabajen a precio de ganga en los países del sur y del este del planeta.
Segunda paradoja, hija de la primera: el norte del mundo dicta órdenes cada vez más imperiosas de consumo, dirigidas al sur y al este, para multiplicar a los consumidores, pero en mucho mayor medida multiplica a los delincuentes. La sociedad de consumo emite mensajes de muerte.
La varita mágica de los empréstitos, la deuda externa que engorda hasta el estallido, permite atiborrar de nuevas cosas inútiles a la minoría consumidora, y la televisión se encarga de convertir en necesidades reales a las demandas artificiales que el norte inventa sin descanso y exitosamente proyecta sobre el mundo.
Ahora estamos todos obligados a comprar pasaje en el crucero de la modernización; pero ocurre que en las aguas del mercado abundan más los náufragos que los navegantes. Para quién sabe cuántos millones de jóvenes latinoamericanos condenados a la desocupación o a los salarios de hambre, la publicidad no estimula la demanda, sino la violencia. Los anuncios proclaman que quien no tiene, no es: quien no tiene auto, o zapatos de marca, es un nadie, una basura; y así la cultura del consumo dicta clases para el multitudinario alumnado de la Escuela del Crimen. Crecen las ciudades y en ellas, y más que ellas, crece el delito.
Al apoderarse de las cosas que brindan existencia a las personas, cada asaltante quiere ser como su víctima. La televisión ofrece el servicio completo: no sólo enseña a confundir la calidad de vida con la cantidad de cosas, sino que además brinda cotidianos cursos audiovisuales de violencia, que los videojuegos complementan. El crimen es el espectáculo más exitoso de la pantalla chica. Golpea antes de que te golpeen, aconsejan los juguetes electrónicos. Estas solo, sólo cuentas contigo. Carros que vuelan, gente que estalla: tú también puedes matar.
Bendita sea la desigualdad
Nunca el mundo ha sido tan injusto en el reparto de los panes y los peces, pero el sistema que en el mundo rige, y que ahora se llama pudorosamente «economía de mercado», se sumerge cada día en un baño de impunidad. Los medios dominantes de comunicación, que muestran la actualidad como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad y vacío de memoria, bendicen y ayudan a perpetuar la organización de la desigualdad creciente. La pobreza puede mere-cer lástima, pero ya no provoca indignación: hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino. Hasta hace veinte o treinta años, la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo negaba la derecha. Mucho han cambiado los tiempos, en poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece, o un modo de expresión del orden natural de las cosas. La pobreza se ha desvinculado de la injusticia, y la propia noción de la injusticia, que antes era una certeza universal, se ha desdibujado hasta desaparecer.
La injusticia, fuera de la cuestión
El código moral de este fin de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso.
Recientemente, Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra de Vietnam, escribió un largo arrepentimiento público. Su libro, In retrospect (Times Books, 1995), reconoce que esa guerra fue un error. Pero esa guerra, que mató a tres millones de vietnamitas y a 58.000 norteamericanos, fue un error porque no se podía ganar, y no porque fuera injusta. El pecado está en la derrota, no en la injusticia.
Según McNamara, ya en 1965 el gobierno de EEUU disponía de abrumado-ras evidencias que demostraban la imposibilidad de la victoria de sus fuerzas invasoras, pero siguió actuando como si la victoria fuera posible. El hecho de que esas fuerzas invasoras estuvieran aniquilando a un pueblo, y arrasando su tierra, para imponer a Vietnam un gobierno que Vietnam no quería, está fuera de la cuestión.
En un sistema de recompensas y castigos, que concibe la vida como una despiadada carrera entre pocos ganadores y muchos perdedores, la derrota es el único pecado que no tiene redención.
Orden biológico, quizá zoológico
Con la violencia ocurre lo mismo que con la pobreza. Al sur del planeta, donde habitan los perdedores, la violencia rara vez aparece como un resultado de la injusticia. La violencia casi siempre se exhibe como el fruto de la mala conducta de los seres de tercera clase que habitan el llamado Tercer Mundo, condenados a la violencia porque ella está en su naturaleza: la violencia corresponde, como la pobreza, al orden natural, al orden biológico o quizás zoológico de un submundo que así es porque así ha sido y así seguirá siendo.
Un baño de sangre ignorado
Al mismo tiempo que McNamara publicaba su libro, estalló un escándalo que tuvo repercusión sobre la opinión pública norteamericana y mundial. Un coronel del ejército de Guatemala, que era además funcionario de la CIA, fue acusado del asesinato de un ciudadano de EEUU y de la tortura y muerte del marido de una ciudadana de EEUU. Los medios de comunicación, que difundieron abundante información sobre el asunto, prestaron poca o ninguna importancia al hecho de que la CIA viene financiando asesinos y poniendo y sacando gobiernos en Guatemala desde que en 1954 organizó, con el visto bueno del general Eisenhower, el golpe de Estado que volteó al gobierno democrático de Jacobo Arbenz. El presidente Clinton ordenó una investigación oficial sobre la responsabilidad de la CIA en los dos casos denunciados, pero no ordenó ninguna investigación sobre la responsabilidad de la CIA, y de otros órganos de su gobierno, en la larga y sistemática carnicería que ha costado la vida de por lo menos cien mil guatemaltecos, en su mayoría indígenas.
El baño de sangre de Guatemala, que siempre ha sido considera-do natural, y que casi nunca ha llamado la atención de los medios de comunicación que fabrican la opinión pública, adquirió así una súbita relevancia. Eso sirvió a la causa de los derechos humanos de Guatemala, que por una vez no resonó en campana de palo, pero también confirmó la discriminación racista que impera en la desinformación mundial.
En el mismo sentido, no resulta causal que el crimen de Oswaldo Letelier, una excepción a la norma de impunidad en Chile, haya desembocado en la condena a prisión de dos altas figuras de la dictadura del general Pinochet. Letelier fue asesinado con su secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington, que es como decir en el centro del mundo. Su caso conmovió a los medios políticos y periodísticos de EEUU, lo que le dio transcendencia inter-nacional y contribuyó a la eficacia del trabajo de los militantes de la causa de la justicia, que al menos por una vez no fueron defraudados.
Cabe preguntarse qué hubiera ocurrido si Letelier hubiera caído en alguna ciudad latinoamericana, como ocurrió con el general chileno Carlos Prats, impunemente asesinado, con su esposa también chilena, en Buenos Aires, en 1974.
Un tramposo espejo
Los dueños de la información en el tiempo de la informática llaman comunicación al monólogo del poder. La universal libertad de expresión consiste en que los suburbios del mundo tienen el derecho de obedecer las órdenes que el centro emite, y el derecho de hacer suyos los valores que el centro impone. No tiene fronteras la clientela de la industria cultural, en este supermercado de dimensión mundial, donde se ejerce el control social en escala planetaria.
Este es el tramposo espejo que enseña a los niños latinoamericanos a mirarse a sí mismos con los ojos que los desprecian, y los amaestra para aceptar como destino la realidad que los humilla. Según los datos de la Unesco, las horas de televisión duplican las horas del aula en la vida de los niños latinoamericanos. Eso dice el promedio.
Pero, ¿en cuántos casos las horas de televisión son las horas del aula? La educación pública ha sido la más castigada por la desintegración del Estado en América Latina. Como la salud pública, la educación ha sido desmantelada por el huracán del neoliberalismo. Ahora la educación es más que nunca el privilegio de quien puede pagarla: de los demás se ocupa la televisión.
La embestida avasallante de esta incomunicación no hace más que destacar la dimensión del desafío que estamos enfrentando, en lucha desi-gual pero más que nunca necesaria, ahora que la moda del fin de siglo nos manda apearnos de la esperanza como si ella fuera un caballo cansado.