Coyuntura del Derecho de los Pueblos

ANÁLISIS DE COYUNTURA DEL DERECHO DE LOS PUEBLOS

Julio de Santa Ana


Caracterización

La situación mundial puede ser caracterizada en esta hora como la de una gran contradicción: al mismo tiempo que existe una clara conciencia de que la humanidad vive en un fuerte proceso de transición en múltiples planos de su realidad, que por el momento es administrada por fuerzas clara­mente conservadoras, también se puede advertir que a nivel social y cultural se afirman los derechos y responsabilidades de los diversos pueblos del mundo.

O sea, vivimos en un momento de la historia en el que predominan poderes conservadores, mas al mismo tiempo las fuerzas populares se empeñan por afirmar su dignidad, que infelizmente no es frecuentemente reconocida por los agentes de dominación.

Antecedentes

Los términos de esta contradic­ción merecen ser analizados. Es posible afirmar que, en términos generales hubo un intento que buscó plasmar y concretar un vasto compromiso histórico entre el fin de la década de los 40 y la de los 80. Cuando terminó la guerra 1939-1945 había una conciencia clara de la magnitud de la catástrofe uni­versal que involucró a una gran porción de los pueblos del mundo. No sólo se contaron por decenas de millones los muertos de la guerra, sino que, también, las atrocidades cometidas por las fuerzas totalitarias fueron tales, que exigían drásticos correctivos. Buscando evitar la reproducción de esas infamias, se estableció de manera tácita un cierto tipo de coexistencia, tensa y al mismo tiempo contenida, entre fuerzas progresistas y reaccionarias. Este “pacto social” comenzó a desvanecerse durante la segunda mitad de los ochenta. Desde entonces las tendencias conservadoras parecen regir los procesos histó­ricos que nos corresponde vivir.

Nuevos factores

Esta constatación acompaña a otro proceso muy importante: nuevas tecnologías han sido introducidas, especialmente en el campo de las informaciones. Ellas contribuyen a acelerar las relaciones sociales, por lo menos de manera virtual. Por el momento, el control de estas actividades está mayormente en manos de los poderes establecidos. Es verdad que los sectores populares progresistas pueden utilizar estas innovaciones tecnológicas. No obstante, es inevitable constatar que no poseen el control de las mismas. Quien dispone de este poder es el capital transnacional, quien, haciendo gala de una arrogancia insolente, pretende ignorar la importancia de las fuerzas y los procesos sociales.

Las fuerzas conservadoras parecen decir: quienes no están dispuestos apagar el precio nece­sario para entrar en el sistema que nosotros controlamos, quedan fuera del mismo”. Es decir: si no se hacen los sacrificios exigidos por los poderes que controlan la situación, entonces se practica la inhabilitación, la exclusión.

Los excluidos son aquellos pobres que pierden el derecho de ser tomados en cuenta. Son innecesarios para el sistema. Por eso mismo, los agentes que administran el poder sistémico no toman providencias para asegurar el mínimo que los pobres necesitan para subsistir. Parecería que no hay capacidad para advertir que esta irresponsabilidad social de las fuerzas dominantes es una expresión clara de un vejamen a la dignidad de la humanidad.

La contradicción

Esta faceta de la situación presente contrasta fuertemente con el desarrollo de la conciencia de vastos sectores populares de cuáles son sus derechos y de que los mismos no deben ser aceptados sólo en el plano formal, sino que sobre todo tienen que ser reconocidos de manera concreta, a nivel material. Los especialistas en derechos humanos señalan la existencia de tres generaciones de estos derechos.

La primera, concretada a través de las grandes revoluciones burguesas de fines del siglo XVIII y del siglo XIX, es la de los dere­chos individuales. Se trata de aquellos derechos cívicos que afirman el imperativo de que el ser humano sea reconocido como persona, siendo todos los individuos iguales frente a la ley.

La segunda generación de derechos humanos fue reivin­dicada por las revoluciones sociales del siglo XX: se trata de los derechos socioeconómicos. Son derechos sociales que complementan los derechos individuales. Por ejemplo, el derecho a la libertad de conciencia y de expresión debe ser acompañado por el derecho de los trabajadores a formar asociaciones que defiendan y promuevan sus intereses.

La tercera generación de dere­chos humanos comenzó a ser plan­teada durante la segunda mitad de este siglo: se trata de los derechos de los pueblos a mantener la integridad de su cultura, del derecho al desarrollo, a la promoción social, a la tierra como parte de la identidad colectiva, etc.

Tensiones

No siempre es posible armonizar estas tres generaciones de derechos. Sin embargo, no se puede negar que ellas son afirmadas en nuestro tiempo: por hombres y mujeres en cuanto individuos, al mismo tiempo que en cuanto grupos sociales y en cuanto personalidades colectivas (pueblos, culturas, etc.). Las tensiones que se plantean entre estas tres generaciones de derechos pueden ser formuladas a través de la siguiente pregunta: ¿cómo afirmar los procesos inclusivos, que permiten el reconocimiento de personas, categorías sociales y sujetos colectivos?

Es una pregunta capital, especialmente si tenemos en cuenta las tendencias dominantes a las que hemos aludido previamente, que inexorablemente están poniendo en marcha mecanismos de exclusión social.

Cuando se procura defender e implementar los derechos humanos, el impulso que motiva a personas, clases y otros grupos sociales, y también a sujetos colectivos, a actuar en tal sentido, debe traducirse en la creación de formalidades, instancias e imperativos sociales que tienen la fuerza de la ley. Eso indica que una de las metas por las cuales hay que trabajar en nuestro tiempo consiste en una labor que sea capaz de traducir el impulso (subjetivo, motivacional) en el plano institucional. Esto no se hace sin esfuerzo, sin lucha.

¿Qué hacer?

¿Cuáles deben ser las orientaciones de estos empeños humanos? Para decirlo brevemente, se trata de luchar por una reforma cultural y moral en la vida de los pueblos. Una reforma que permita reforzar, dar poder a los humildes, poniendo límites a la arrogancia de los poderosos. En este sentido, hay tres elementos que, necesariamente, tienen que dar substancia a esta reforma.

Primero, deben ser afirmadas algunas convicciones no negociables. Entre ella señalamos: el imperativo de que sean reconocidos los derechos humanos de las tres generaciones. Por ejemplo, los derechos del individuo son muy limitados cuando no son acom­pañados del reconocimiento del derecho a la identidad cultural y a la diferencia.

Otra convicción no negociable: la necesidad de un nuevo pacto social para terminar con la práctica de la exclusión. Se trata de una justicia fundamental, que no puede ser ignorada por la racionalidad económica ni por la lógica política. Esto lleva a plantear la necesidad de disminuir las prácticas de violencia: una ética del don de sí debe prevalecer sobre una moral sacrificial (sobre todo, cuando se trata de un sacrificio del otro o de la otra). Esto conduce también a procurar corregir las tendencias instrumentales que prevalecen en la cultura de las clases dominantes.

Segundo, esta ética de convic­ciones no negociables tiene que ser respetuosa del otro. El derecho a la diferencia tiene que ser respetado. Sin que esto tenga lugar no puede llegar a plasmarse un diálogo de culturas, tan nece­sario para evitar la práctica de la exclusión. Respetar al otro significa, entre otras cosas, dejar de pensar que hay culturas que son superiores a las otras. Es necesario que nos movamos del reclamo de la modernidad por imponer un pensamiento único, que en realidad significa imponer la razón instrumental moderna como la única válida, hacia un diálogo universal de culturas en pie de igualdad.

Tercero, que cuando se trata de derechos, éstos no son sólo humanos. Son los derechos de la vida, don de Dios.

La lucha por los derechos humanos pone en evidencia que ellos no han sido dados, definidos, de una vez para siempre. Así como la vida está en proceso, en evolución, también lo están los derechos que nos corres­ponden.