Cuidado del planeta y eco-espiritualidad

Cuidado del planeta y eco-espiritualidad

José María Vigil


Las «obras de misericordia» tradicionales que el catecismo nos enseñaba a los católicos eran 14, –¿recuerdan?–, 7 corporales y 7 espirituales. Las corporales eran: «dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos y enterrar a los muertos». Ninguna de ellas (tampoco de las espirituales, cf. google) se refiere a la ecología: la naturaleza, las plantas, los animales, el agua, el aire... no son objetos de misericordia, según la visión tradicional. Sólo el ser humano sería un sujeto digno de misericordia.

Es importante notarlo: en la visión cristiana tradicional, el amor cristiano (la virtud central) es ciego ante la naturaleza; ésta, como que no existe, o como que no cuenta. El amor, los sentimientos, la relación espiritual... sólo se concibe entre los humanos y con Dios. Todo lo demás... es escenario. Las plantas, las montañas, los animales, el agua, el aire... son «cosas», no tienen alma ni sensibilidad, no pueden inspirar misericordia... ni amor ni espiritualidad. Así, la vida cristiana, el cristianismo tradicional, pudo ser vivido de espaldas a la naturaleza, totalmente al margen del amor y el cuidado del planeta.

Antes del Concilio Vaticano II, el paradigma cristiano por excelencia era la «salvación del alma», para ir al cielo tras la muerte. Lo importante era «vivir en gracia de Dios» para que la muerte nos sorprendiera en ese estado, y con ello salvar el alma. Por eso, «el mundo» era considerado como el primer «enemigo del alma». Y decir que una persona era «mundana», o «amante del mundo», no era decir nada bueno de ella, cristianamente hablando. Del mundo, cuanto más lejos, mejor, como los anacoretas, los monjes, los religiosos... apartados del mundo y recluidos en su «clausura».

De lo único que había que preocuparse era de la propia alma, y por tanto de la vida interior, la vida espiritual, la vida de intimidad con Dios... y de vivir consecuentemente con ello, practicando las obras de misericordia, siempre centradas en los seres humanos, principalmente los necesitados.

En la Iglesia católica se han fundado miles de asociaciones de fieles y de congregaciones religiosas, todas ellas con un «carisma» y un ministerio, casi siempre vinculados a una obra de misericordia. Para cada obra de misericordia hay decenas o cientos de congregaciones y órdenes religiosas comprometidas con ella. Pero, curiosamente, no hay ninguna congregación dedicada como objetivo o como carisma a una «obra de misericordia ecológica», por ejemplo, a atender y curar a la Tierra, al planeta, la pureza de sus aguas, la estabilidad de su clima, la limpieza de su atmósfera, la recuperación de la capa de ozono, la contención de la desertificación, de la acidificación de las aguas del océano, el calentamiento de la temperatura del planeta... De todo esto pueden tener noticia los religiosos/as, pero es algo al margen de su vocación, algo que cae fuera de sus obligaciones: ellos/as sólo han descubierto las obras de misericordia «antropocéntricas», centradas en el ser humano. Las demás criaturas... no tienen categoría humana. Descartes decía –y sin duda ello nos ha llegado a nosotros en la educación– que las plantas y los animales no eran sino «máquinas»... sin alma; que se podía dar una patada sin lástima a los perros callejeros, porque no sufren, no tienen sentimientos, son sólo «máquinas», aunque parezca que se quejan...

¿Cómo se explica que una religión pueda pasar por la vida sin mirar a la naturaleza, sólo preocupada por sus congéneres humanos, por la salvacion de sus almas y por su bienestar económico y social conseguido precisamente mediante la explotación inmisericorde de la naturaleza, sin lástima, sin atención a los destrozos que causa, ni a los desequilibrios que ya se dejan ver por todas partes?

Sin duda una causa ha sido la «visión» que hemos tenido de la naturaleza, la idea de su inferioridad, de que es un mero agregado de objetos y materiales, algo sin alma, sin conciencia, sin subjetividad y sin dimensión espiritual... puesta ahí meramente a nuestro servicio, y considerada además como infinita, que no tiene límites ni necesita tiempo para recuperarse de lo que le extraemos para nuestro servicio.

Otra causa ha sido nuestro analfabetismo ecológico: la inmensa mayoría de la humanidad es totalmente ignorante de los procesos naturales, de su complejidad, de su profunda inter-relacionalidad, de su tendencia hacia arriba y hacia adentro, hacia la complejidad, la conciencia y el espíritu. «Cuanto más busco en la materia, más encuentro el Espíritu», decía Teilhard de Chardin. La mayor parte de nosotros, gente culta incluso, apenas sabe nada de todas esas dimensiones que la ciencia nos desvela hoy día.

Actualmente sabemos que las religiones del tiempo agrario desacralizaron el mundo sagrado de la Naturaleza (Pachamama) en el que vivimos durante todo el Paleolítico, un mundo encantado por el hechizo de la Gran Diosa Madre. Las religiones «agrarias» la destronaron, y entronizaron en su lugar al Dios masculino «creador»: la naturaleza dejó de ser «diosa», y pasó a ser sólo «una obra» de Dios, que la creó para ponerla a nuestro servicio... Eso nos incapacitó para continuar sintiendo la naturaleza como divina, sagrada, y nos facilitó cosificarla y depredarla, como algo profano, sin relevancia espiritual.

Pero todo esto está cambiando:

• La ciencia nos descubre hoy una nueva imagen del mundo: un mundo complejísimo, lleno de biodiversidad autogestionada, «emergente», realmente inspirado e inspirador; nos descubre una materia que es energía, que tiende a la vida, a la complejidad, a la conciencia... permeada por la mente...

• Cada vez más personas acceden a una sensibilidad eco-espiritual. Llegan a captar el mensaje, la vibración espiritual que nos transmite la naturaleza, la sacralidad del misterio divino que se transparenta en este cosmos inabarcable, en esta Madre Tierra a la que cada vez más sentimos que pertenecemos, el sentido sobrecogido de experiencia espiritual transcendente dentro de la naturaleza.

• Muchos de nosotros estamos recuperando la visión de la naturaleza como nuestro verdadero templo, el hogar natural de nuestras mejores experiencias religiosas, nuestra placenta espiritual.

• Ahora nos sentimos miembros de la «Comunidad de la Vida» que ha emergido en este planeta, esa multitud de seres vivos con los que formamos un mismo y único árbol genealógico, una mismísima familia, con los que compartimos nuestro mismo ADN. Sin fantasía, con todo realismo, nos sabemos hermanos de las plantas, los animales, los minerales... todos formando un mismo cuerpo vivo, ¡Gaia!

• Ahora nos sentimos orgullosos de pertenecer a la Tierra, porque sabemos que con el largo proceso evolutivo de la vida en este planeta, con el conjunto de los seres vivos la Tierra llega a sentir, a pensar, a venerar, a extasiarse de belleza y agradecimiento.

• Cada vez más personas tienen experiencias espirituales profundas en su relación/comunión con la naturaleza. Viven espiritualmente el amor, el cuidado y la misericordia para con la Madre Tierra y con su Comunidad de la Vida, como una experiencia de sacralidad. Ya no necesitan lugares separados como «templos», fuera de la naturaleza. Un número creciente de personas, de cristianos, de religiosas... hacen «retiros de espiritualidad ecológica», y viven con profunda experiencia espiritual el amor, el cuidado de la naturaleza, del ambiente, de la Madre Tierra...

Como declaró en 2012 la Comisión Teológica de la EATWOT, Asociación Ecuménica de Teólogos/as del Tercer Mundo (servicioskoinonia.org/relat), han sido las religiones principalmente, las que nos inculcaron la visión que nos ha puesto de espaldas a la naturaleza, y contra ella. No dejaremos de explotarla y destruirla mientras la mayor parte de la población no descubra el carácter sagrado-divino de la naturaleza, y mientras no nos descubramos a nosotros mismos como pertenecientes a la naturaleza, mientras no descubramos a los animales y todos los seres vivos como literalmente hermanos nuestros, unidos todos y profundamente inter-relacionados en una infinita red de sistemas ecológicos que nos hacen totalmente interdependientes, ligados absolutamente para el bien y para el mal.

Los cristianos decimos que necesitamos una «conversión ecológica»... En lenguaje de la calle, lo que necesita con urgencia la sociedad mundial es una «revolución cultural ecológica»: un recentrar todo –pero todo– en donde realmente debe estar centrado: en la naturaleza, en la vida, en la red de sistemas que forman nuestro hogar cósmico y espiritual. Sólo una sociedad que esté marcada profundamente por una cultura ecológica será capaz, acaso, de detener el problema del cambio climático. Sin revolución cultural ecológica, no será posible.

 

José María Vigil

Panamá, Panamá

eatwot.academia.edu/JoséMaríaVIGIL