Defensa del narcotráfico

DEFENSA DEL NARCOTRÁFICO

José Ignacio GONZÁLEZ FAUS


Para empezar, no se trata de una defensa de los narcotrafican-tes: éstos seguramente son unos criminales. Pero no más criminales de lo que son los fabricantes de armas, o algunos de aquellos piratas ingleses del siglo XVII, que acabaron incluso con un título de “sir” concedido por Su Británica Majestad. Título merecido, sin duda, puesto que fueron grandes bienhechores de su patria. Como el narcotráfico, que también resulta bienhechor para muchas patrias. Que son además patrias de los pobres.

Crimen de lesa humanidad…

No vale argüir que el narcotrá-fi-co es un crimen de lesa humani-dad. ¿No queda acaso la humani-dad profundamente herida tras la guerra del Golfo, o tras nuestra pasividad ante el calvario bosnio-croata, o tras dejar en la calle a diez mil siderúrgi-cos o diez mil mineros? (Ya explicó por la tele el ministro Heseltine que aquella era la decisión que más le había costado de toda su vida política).

Pero es que los crímenes de lesa humanidad son inevitables en nuestro mundo. Evitarlos pertenece a aquellas cosas que al político “le gustaría hacer”, pero no a aquellas que el político responsa-ble “tiene que hacer”, como explican nuestros gobernantes con sinigual pedagogía.

Es decir: en nuestro sistema tan supereficaz, las consideraciones éticas, o simplemente humanas, pertenecen al campo de lo irrespon-sable, de lo utópico, de lo que “nos gustaría” hacer; pero no pertenecen a la objetiva racionali-dad económica que nos dicta lo que “tenemos que” hacer. Y al político responsable no le ha de “temblar la mano” ante eso. Pues lo mismo ocurre con el narco-tráfico.

¡Crimen de leso mercado!

En cambio, perseguir al narcotrá-fico sería algo mucho peor que un crimen de lesa humanidad: sería un crimen de leso mercado. Y esto sí que es fatal para nuestro mundo: el Mercado (ya lo sabe-mos) tiene su “mano invisible”, sus mecanismos compensatorios providenciales, puestos por la Astuta Razón, o por la Divina Providencia o por la Armonía Preestablecida, que contri-buyen a la mayor producción de lo necesa-rio y a la mejor distribución posible de lo producido. Que los poderes civiles intervengan en el mercado supone anular esos meca-nismos compensatorios providencia-les, que la Madre Naturaleza ya se encargó de poner allí, para que los hombres puedan entregarse a su propio egoísmo.

Y otra vez: igual que el narcotrá-fico. Este responde a una “demanda real”, existente en el mercado y que, si se reprime el mecanismo de la oferta correspon-diente, acabará abriéndose camino de manera violenta y desorbitada. Por eso los narcotrafi-cantes tienen toda la razón, y toda la coherencia del mundo cuando arguyen que, si se les quiere perseguir a ellos, se persiga simultá-neamente a los traficantes de armas, que también se justifican con la demanda existente en el mercado. De modo que los países del Tercer Mundo podrían organi-zar su propia cruzada para capturar a alguno de los grandes traficantes de armas, y juzgarlo ellos como a un Noriega o un Escobar del Norte.

Pero esto no tendría sentido: porque todos sabemos que la famosa “acumulación de capital”, que ha sido la madre de todos los progresos, obedece a unas necesida-des estrictamente econó-micas, y no puede ser atacada desde otras consideraciones ajenas a esa racio-nalidad. El oro de América (y la sangre de quienes lo extraían) en el XVII, el tráfico de esclavos en el XVIII y el hambre de los obreros en el XIX, están en la base del despegue económico y de la revolución industrial que han forjado el progre-so del Norte del que tan orgullosos estamos.

Igualmente ahora: el milagro económico boliviano se debe en buena parte al narcotráfico (otra buena parte a los consejos del FMI de dejar morir lentamente de hambre a varias decenas de miles de mine-ros: consejos sabios y válidos porque se atienen a una funcionalidad económicamente eficaz, como la que domina al narcotráfico). En Bolivia se vive hoy mejor que hace quince años porque, en fin de cuentas, el mundo no es tan malo como decía aquella parábola de Epulón y Lázaro; y cuando en la mesa de Epulón hay muchísimo, acaban cayendo migajas sobre los lázaros, que son benéficas para ellos. Este es precisamente el secreto de nuestro sistema: “crear mucha riqueza” para que, al sobreabun-dar, lleguen sus migajas hasta los pobres y así puedan llevarse algo a la boca. Eso mismo ha ocurrido en Bolivia: al circular muchísimo dinero hay posibilidades de inversión, y acaban mejorando las carreteras, la cons-trucción que crea puestos de trabajo, y las infraestructuras urbanas. Y todo eso, aunque los ricos lo hagan para sí, acaba beneficiando también a los pobres, gracias a la “armonía secreta” del mercado.

Se trata pues de que sigamos ese consejo tan querido a todos los gobernantes modernos, y “tenga-mos un poco de paciencia y de fe en el futuro”: una vez que los países narcotraficantes se hayan desarro-llado, ya podrán acabar con el narcotráfico, igual que el Norte acabamos con el tráfico de esclavos negros o el hambre de los obreros cuando ya se había desarrollado y no los necesitaba. Y hasta puede ser que entonces algún Escobar vaya al Vaticano y tenga allí un discurso sobre ética económica. Pero eso, naturalmen-te, habrá de ser “des-pués”, cuando el diablo harto de carne se mete a fraile. Porque la ética sólo es “sierva del Capitalis”, (como antaño la filosofía era sólo “sierva de la theología”).

No desconozco el argumento utópico de quienes preguntarán: ¿qué vamos a decir a la madre que tiene un hijo heroinómano?. Conoz-co a más de dos de estas madres, y sé lo que sufren. Pero, si queremos que el mundo siga progresando, no podemos decirles sino lo que dicen las voces oficiales a la madre a la que se le quedan en paro inmiseri-corde dos hijos que trabajaban en la siderur-gia y que tienen familia y se acercan ya a los cuarenta: lo sentimos muchísimo señora. Pero eso son lo que los técnicos llaman “costos sociales de nuestro progre-so”. A Vd. le tocó pagar esos costos, pero a otros les tocará disfrutar ese progreso. Porque hasta ahora los seres humanos no hemos descubier-to otra forma de progresar que obligando a morir a unos cuantos. Pero entonces seamos coherentes.

La coherencia: ética mínima

¿Queremos luchar contra la droga? Nobilísima causa sin duda, tan digna de entusiasmos juveniles y de corazones generosos como la lucha contra la guerra o la injusticia. Pero “no lo hagamos con utopías que se salen de nuestra racionalidad progresista” y que -además de ponernos en evidencia- “acaban haciendo más mal que bien”.

La única lucha razonable contra el narcotráfico consistirá en no poten-ciarlo a base de prohibi-ciones que lo hacen más rentable, y más pode-roso.

Por eso resultan profundamente coherentes quienes insisten en que el único camino es legalizar la droga, cuya ilegalidad es la que da a los narcotraficantes beneficios tan desproporcionados que serán “siempre” un estímulo irresistible y superior a todas las amenazas. Tampoco se diga que legalizar la droga sería otro crimen de lesa humanidad: pues, como tantas veces se nos ha dicho a propósito de otros temas, desde el aborto hasta los salarios legales de hambre, “al despenalizarlos no se obliga a nadie a practicarlos”.

Todo sería más fácil si, en vez de hablar de “legalizar la droga” que es una expresión maldita, nos acostumbramos a hablar de “despenalizar la interrupción del aburrimiento” o de “flexibilización del mercado de esparcimientos”.

¿Por qué eso habría de ser punible?

En resumen

Hace 500 años, Erasmo escribió un librito titulado “Elogio de la insensatez”. Al comenzarlo, el lector pensaba que su autor debía estar chiflado por escribir aquello. Al acabarlo quizá pensaba que no estaba seguro de ser él razonable. Es lo único que aquí he pretendido decir. Razones éticas no cabe aducir demasiadas en este asunto, porque ya sabemos que cada cual tiene su ética y su conciencia; y no estamos muy seguros de que haya “una” ética civil, ni podemos imponer a otros nuestras convic-ciones. Lo que sí parece claro es que ninguna ética se sostiene si no es al menos mínimamente cohe-rente; y que la coherencia intrínse-ca es presupuesto de cualquier ética. Pues bien: nuestra incohe-rencia más profunda y más sospechosa consiste en esgrimir razones morales cuando se trata “de los otros”, y razones de racionalidad económica cuando se trata “de nosotros”. Razones éticas cuando se trata de los pobres, y de racionalidad económica cuando se trata de los ricos. ¡Cuántas veces oímos decir que los empresarios necesitan el acelerador del “estímulo” y los obreros el freno de “la moderación”, para que el sistema funcione!.

Pero quizá esa doble medida es la que más decisi-vamente nos pone en evidencia. Incluso aunque seamos incapaces de percibirla por aquello de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio...

 

José Ignacio GONZÁLEZ FAUS

Barcelona