Democracia y poder
DEMOCRACIA Y PODER
Frei BETTO
En el tiempo de Jesús la cuestión de la democracia ya estaba planteada, pero sólo en una región muy distante de Palestina: en Grecia. Dominada por el Imperio Romano, Palestina era gobernada por hombres nombrados o consentidos por Roma: el rey Herodes, los gobernadores Poncio Pilatos, Herodes Antipas, Arquelao y Felipe, el sumo sacerdote Caifás.
Lo que aparece de nuevo en la práctica y en la predicación de Jesús es una vieja cuestión a la cual él da un enfoque radicalmente diferente de sus contemporáneos: el poder. El poder ya era objeto de la reflexión de los filósofos griegos desde Sócrates (c. 469-399 a.C.). Platón (427-347 a.C.) le dedicó el libro «República», y Aristóteles (383-322 a.C.) la obra «Política».
En el Primer Testamento, el poder es más que un don divino. Es una forma de participar del poder de Yavé. Es a través de sus profetas como Yavé escoge y legitima a los poderosos. Sin embargo, ninguno de ellos, al contrario de lo que ocurría en Egipto o en Roma, era divinizado por el hecho de ocupar el poder. Aunque escogido por Dios, el poderoso seguía siendo falible y vulnerable al pecado, como David y Salomón. No se autodivinizaba, como los faraones egipcios y los césares romanos. Incluso en Grecia, desesperado por mantener centrada en sí mismo la unidad de sus conquistas, Alejandro Magno trató de autodivinizarse, exigiendo que sus soldados lo adorasen.
Jesús imprimió una óptica distinta al poder. Para él no se trata de una función de mando, sino de servicio. Es lo que afirma en Lc 22,24-27: «Los reyes de las naciones las dominan y los que las tiranizan se hacen llamar ‘bienhechores’. Entre vosotros no debe ser así; al contrario, el mayor entre vosotros que se haga como el más pequeño, y el que gobierna, como el que sirve. (...) Yo mismo estoy entre vosotros como el que sirve».
Jesús da el ejemplo afirmando que «el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,41-45; cf Mt 20,24-28) y se arrodilló para lavar los pies de sus discípulos (Jn 13, 4-8).
Lo que lleva a Jesús a invertir la óptica del poder es la pregunta: ¿a quién debe servir el poder en una sociedad desigual e injusta? A la liberación de los pobres, responde él, a la cura de los enfermos, a la acogida de los excluidos. Éste es el servicio por excelencia de los poderosos: liberar al oprimido, promoverlo, hacer que él también tenga poder. Por eso, los pobres son «bienaventurados» (Mt 5,1-12) y en ellos identifica Jesús sus semejantes (Mt 25,31-46).
El poder es una prerrogativa divina para el servicio al prójimo y a la colectividad. Buscado por sí mismo, pervierte. La persona tiende a cambiar su identidad personal por la identidad funcional. El cargo que ocupa pasa a tener más importancia que su individualidad. Por eso, muchos se apegan al poder. Pues vuelve posible lo deseable. El poderoso modo de atraer veneración y envidia, sumisión y aplausos seduce.
Para que el poderoso no se deje embriagar por el cargo que ocupa, Jesús propone que se atreva a someterse a la crítica de sus subalternos. ¿Quién de nosotros es capaz de eso? ¿Qué párroco indaga de sus parroquianos lo que piensan de él? ¿Qué dirigente de movimiento popular solicita de sus dirigidos una evaluación de su desempeño en el cargo? ¿Qué político pide a sus electores que lo critiquen? Jesús no temió indagar de sus discípulos lo que pensaban de él y, como si no bastase, preguntó también lo que el pueblo pensaba de él (Mt 16,13-20).
La cuestión del poder es el corazón de la democracia. Ésta significa, etimológicamente, gobierno del pueblo para el pueblo. Sin embargo, todavía permanece, en la mayoría de los países, en el estadio meramente representativo. Para llegar a ser participativa, la democracia deberá ser expresión del fortalecimiento de los movimientos populares. Un poder –el del Estado o de la clase dominante- sólo admite límites y evita abusos en la medida en que se confronta con otro poder: el del pueblo organizado. Ésa es la condición para que la democracia fundamente la libertad individual y los derechos humanos en la justicia social y en la equidad económica. Es falsa la democracia que concede a todos libertad virtual y excluye a la mayoría de los bienes económicos esenciales, como el acceso a la alimentación, a la salud, a la educación, a la vivienda, al trabajo, a la cultura y al ocio.
Jesús no formuló una propuesta de sociedad, sino por vía inversa, al criticar el modelo predominante en la Palestina del siglo I, donde la riqueza de unos pocos resultaba de la pobreza de muchos. Por eso, se posicionó al lado de los pobres y defendió sus derechos: «He venido para que todos tengan vida y vida en abundancia» (Jn 10, 10). Éste es el criterio para saber si una sociedad es o no justa: el derecho de todos a la vida plena. Pues la vida es el don mayor de Dios.
Frei BETTO
São Paulo, Brasil