¿Derechos de la naturaleza?

¿Derechos de la naturaleza?

Cuando las palabras se quedan cortas

 

David Molineaux


El concepto de los derechos humanos es uno de los logros más nobles de la historia moderna. Consagrado en documentos fundamentales de la Ilustración del siglo XVIII, se ha ido ampliando y matizando a la luz de los diversos movimientos sociales y políticos de los últimos siglos. Pero ¿será adecuado asignarle a la naturaleza un lugar entre los seres que tienen derechos? Quiero plantear que esto nos sitúa ante el peligro de confundir los planos, de subestimar en muchos órdenes de magnitud la posición que ocupa el mundo natural respecto a la sociedad humana.

La actual crisis ambiental nos ofrece la oportunidad de redescubrir nuestra auténtica relación con el mundo natural. No se trata simplemente de reconocer los «derechos» de la naturaleza, sino de rediseñar nuestras instituciones más básicas, y de readecuar nuestro lenguaje mismo, para asegurar el funcionamiento integral de los sistemas vivientes del planeta.

Veamos. Los paleontólogos nos aseguran que los primeros animales aparecieron en los mares arcaicos hace unos 570 millones de años. Desde entonces fueron evolucionando formas de vida cada vez más complejas. Sin embargo, el proceso evolutivo no ha sido lineal: durante este larguísimo período, llamado el Fanerozoico, ha habido cinco extinciones masivas, cada una de las cuales eliminó un alto porcentaje de las especies existentes en la Tierra. La última ocurrió hace unos 67 millones de años: exterminó a los dinosaurios, junto con todos los animales terrestres y marinos de más de 25 kilos. Como resultado de esta catástrofe planetaria, se acabó una era geológica, la Mesozoica, y nació la que llamamos Cenozoica o de los Mamíferos.

En ausencia de los dinosaurios, los mamíferos se multiplicaron y diversificaron asombrosamente. Evolucionaron variedades cada vez más numerosas de árboles, con sus flores aromáticas y sus frutos apetitosos; miles de especies de abejas y mariposas; e innumerables variedades de aves con sus colores y sus cantos. Más de 60 millones de años después de su inicio, la Era Cenozoica vio el emerger de los primeros homínidos.

Por lo tanto la belleza y la plenitud de la Era Cenozoica –podríamos llamarla la época lírica de la vida terrestre– fueron la matriz dentro de la cual surgieron el corazón y el espíritu humano. Sin embargo, la era cenozoica se está acabando.

Existe un amplio consenso entre biólogos evolucionarios en que estamos en medio de una nueva extinción masiva, que está siendo causada por la acción humana. Nuestras poderosísimas tecnologías, especialmente las que se basan en el uso de los combustibles fósiles, nos han dado un papel determinante en el destino de la vida terrestre. De ahora en adelante, somos los humanos los que decidiremos cuáles seres vivientes sobrevivirán y cuáles están destinados a desaparecer.

La humanidad jamás ha enfrentado una situación remotamente comparable. Los cambios de la era Paleolítica a la Neolítica, o de la Edad Media a la Moderna, palidecen a la luz de la transición que experimentamos en este momento. Nos encontramos en medio de una convulsión sin precedentes, una sacudida de proporciones geológicas.

Frente a este desafío supremo, resulta imposible exagerar la magnitud de los cambios que serán necesarios. La situación jamás se podrá revertir con medidas «melioristas», como reciclar el papel y el vidrio o ducharse con menos agua. Será necesaria, más bien, una reorientación del quehacer humano en sus dimensiones más fundamentales. Como decía el gran eco-teólogo Thomas Berry, se requiere nada menos que «reinventarnos como especie».

No será la primera vez que nos hemos reinventado. Hace unos 12.000 años empezamos a abandonar el modo de existencia cazador-recolector del paleolítico, el más largo de la toda la trayectoria homínida, para asentarnos en las aldeas hortícolas del neolítico. Y hace cinco o seis milenios fuimos adoptando los modales de las grandes civilizaciones clásicas, con sus radicales transformaciones sociales, políticas, culturales y tecnológicas. Incluso se podría argumentar que en Occidente, hace medio milenio, nos reinventamos una vez más con la transición de la Edad Media a la modernidad. Esencial a una nueva reinvención de lo humano será un cambio profundo de perspectiva: el reconocimiento (más bien redescubrimiento) de que la Tierra, la biosfera viviente, es primaria. Y que lo humano, a pesar de toda su nobleza y su trascendencia, es derivado. Pero este reconocimiento, y la consecuente reorientación de nuestras prioridades y acciones, sobrepasa a nuestras instituciones actuales, ya sean económicas, jurídicas, sociales, educacionales o religiosas.

Tal vez el caso más obvio sea el de nuestras economías industriales, que con su afán de crecimiento ilimitado están contaminando el aire, los ríos y los mares, y envenenando y agotando los suelos. Y, como todos sabemos, están provocando un efecto invernadero reconocido por la abrumadora mayoría de los investigadores como la amenaza más inmediata y grave para el planeta y sus habitantes. Controladas por una pequeñísima élite tecno-empresarial, las grandes empresas transnacionales tratan al mundo natural como una simple fuente de recursos para la promoción de un «progreso» humano, muchos de cuyos aspectos se están revelando como ilusorios y destructivos.

Nuestros sistemas jurídicos también necesitan una reorientación radical. Consagran estructuras –a menudo democráticas y orientadas por el concepto de los derechos humanos– que resultan ser una legitimación de la dominación y explotación de la Tierra por parte de la especie humana. De manera análoga a la de las democracias liberales que se han vuelto, en la práctica, explotadoras de los países del sur del mundo, nuestras democracias políticas se han dedicado a colocar intereses humanos, a menudo egoístas o triviales, por encima de la integridad de la Tierra.

Uno de los tantos ejemplos de esto es nuestra forma de dividir el planeta en territorios políticos. Estas divisiones no respetan en lo más mínimo la configuración de biorregiones, tales como bosques, humedales, cuencas fluviales, tundras, estepas y desiertos, que la Tierra ha constituido para gobernarse y hacer prosperar las formas de vida que les corresponden.

Nuestros sistemas educacionales, lejos de enseñar a las nuevas generaciones a reverenciar los sistemas vivientes y participar en su cuidado y cultivación, los prepara para formar parte de las mismas corporaciones que los están desmoronando. Nuestros medios de comunicación se encargan de hipnotizar incluso a pueblos herederos de tradiciones espirituales milenarias –pensemos en China e India– con el «sueño americano» del consumo ilimitado, que está provocando el colapso de ecosistemas en todo el planeta.

Tendremos que reorientar todas nuestras profesiones y ocupaciones –pensemos en las leyes y la medicina– que debieran adoptar como cometido central el promover el funcionamiento integral de la Tierra.

Nuestras mismas lenguas exhiben sesgos antropocéntricos. Tendremos, en cierta forma, que reinventar el lenguaje humano: necesitamos un lenguaje multivalente, centrado en la Tierra y en la vida, capaz de sensibilizarnos frente a los múltiples lenguajes no-humanos. En la realización de esta tarea nos podrán ayudar las tradiciones culturales de los Pueblos de la Tierra, que desde tiempos inmemoriales han sabido escuchar y dejarse educar por las voces de las montañas, los ríos, las aves y los animales, e incluso de las estrellas del firmamento.

«Lo sabemos –entonó el célebre Jefe Seattle de los Suwamich–: la tierra no pertenece la humanidad, sino que los humanos pertenecemos a la tierra. No hemos tejido la red de la vida: somos sólo una hebra de ella. Todo lo que hagamos a la red nos lo estaremos haciendo a nosotros mismos».

Y tal vez tengamos que cuestionar nuestra manera de concebir el cambio mismo: ¿Surgirán las transformaciones necesarias desde el sempiterno tira y afloja de las contiendas políticas y sociales? ¿Será suficiente seguir disputando el reparto de una torta cuyos componentes son, en gran parte, productos de la sobre-explotación de la Tierra?

Está claro que en cualquier cambio hay elementos de lucha social, o de clases, como bien decía Marx. Pero hay otros, tal vez de igual importancia. Por ejemplo, la transición de la Edad Media a la modernidad se basó, en gran parte, en el surgimiento de nuevas ideas y fascinaciones, en imágenes cargadas de pasión.

David Korten, autor del libro Cuando las transnacionales gobiernan el mundo, no desestima el papel de las luchas sociales y políticas. Sin embargo exhorta a un profundo cambio cultural y valórico: «La tarea que nos toca ahora es tan sencilla como profunda: tenemos que transformar las sociedades dedicadas al amor por el dinero, en sociedades dedicadas al amor a la vida». Tarea de la imaginación y del re-encantamiento, que son capaces de activar los resortes más hondos de la motivación humana.

 

David Molineaux

Santiago de Chile