Desafíos pedagógicos a los derechos humanos

Desafíos pedagógicos a los derechos humanos
 

Frei Betto


Al acabar una conferencia que di en Italia, un brazo se alzó entre el público: «¿Cómo luchan ustedes por los derechos humanos (DDHH) en América Latina?».

Me puse a pensar. ¿DDHH en América Latina? ¡Un lujo! Aquí ni siquiera hemos conquistado los derechos animales, como abrigarse del frío o del calor, comer, beber y educar a nuestras criaturas. En varias regiones del continente muchos niños no saben si tendrán futuro, ni si será de dolor o infelicidad.

Derechos humanos; he ahí una expresión que se ha vuelto una palabrota para muchas autoridades públicas. Goebbels, ministro de Hitler, sacaba la pistola cuando oía la palabra cultura. En América Latina, a muchos les gustaría reaccionar del mismo modo al escuchar “derechos humanos”. Consideran que es defender a los bandidos. No lo es. Es hacer lo que Jesús hizo: defender el derecho de todos a la vida y a los bienes de la vida.

Defender los DDHH es luchar para que todos tengan alimentación, salud, educación, vivienda, trabajo y tiempo libre. Basta eso para ser feliz. Siempre que el corazón palpite libre de ambiciones desmedidas.

La policía debería ser la primera en respetar los DDHH. Existe para defender a la población. Es pagada por nuestros impuestos. Pero los gobernantes no exigen que las escuelas de policía enseñen derechos humanos a sus alumnos. Hacen la vista gorda ante las torturas y la eliminación sumaria de sospechosos y criminales. Raramente la Justicia condena a los malos policías. En algunos países, como Brasil, policías militares acusados de delitos son juzgados por tribunales especiales, o mejor, son «juzgados» por compañeros que, casi siempre, colocan la complicidad corporativista por encima de las exigencias de la ley. Así, se amplían la escalada de la violencia, y la «cultura» del ojo por ojo, diente por diente. Pero, la venganza siembra justicia como la gasolina apaga el fuego…

Según Amnistía Internacional, todavía hoy, en más de cien países, se tortura a prisioneros. EEUU no sólo lo hace, sino que el presidente Obama no se avergüenza de defender en público «métodos duros» aplicados a los sospechosos de terrorismo, lo que explica –aunque no lo justifica–, el mantenimiento de la base naval de Guantánamo, en Cuba, transformada en cárcel ilegal y hedionda de hombres secuestrados en todo el mundo bajo la acusación de ser virtuales terroristas.

En muchos países de América Latina, con frecuencia, la policía transforma una redada en masacre; presos pobres son maltratados en las comisarías; mujeres son violentadas por agentes de la ley; defensores de los DDHH sufren amenazas y ataques, y muchas veces son asesinados; y quien comete tales delitos continúa gozando de impunidad e inmunidad.

Vivimos hoy la paradoja de popularizar el tema de los DDHH y, al mismo tiempo, confrontarnos con hediondas violaciones de esos mismos derechos, ahora transmitidos en directo, vía satélite. Lo que asusta y preocupa es el hecho de que, entre los violadores, figurasen, con frecuencia, instituciones y autoridades –gobiernos, policías, tropas destinadas a misiones pacificadoras, etc.– cuya función legal es cuidar de la difusión y el respeto efectivo de los DDHH.

Hay avances en nuestro continente en los últimos años. La Comisión Interamericana de DDHH de la OEA ha investigado denuncias, y algunos gobiernos han creado órganos como la Secretaría Nacional de DDHH de Brasil, cuyo Congreso tipificó la tortura como crimen vergonzoso. Persiste, sin embargo, una gran distancia entre las estructuras constitucionales de defensa de los DDHH y los persistentes abusos, así como la ausencia de garantías y recursos para asegurar tales derechos en áreas habitadas por campesinos, indígenas, quilombolas y, en las ciudades, en las comunidades de moradores de calle, catadores de materiales reciclables y profesionales del sexo.

Educación en derechos humanos

A falta de un programa sistemático de educación en DDHH en la mayoría de los países firmantes, la Declaración Universal favorece que se considere violación la tortura, pero no la agresión al medio ambiente; el robo, pero no la miseria que alcanza a millares de personas; la censura, pero no la intervención extranjera en países soberanos; la falta de respeto a la propiedad, pero no el encubrimiento del derecho de propiedad de la mayor parte de la población.

En América Latina, el espectro de la falta de respeto a los DDHH se extiende desde las selvas de Guatemala al altiplano de Perú; del bloqueo estadounidense a Cuba, hasta las políticas económicas neoliberales que protegen el superávit primario y el lucro de los bancos privados, ignorando el drama de los niños de la calle y los millones de analfabetos.

Para el Evangelio, toda vida es sagrada. Jesús se colocó en el lugar de los que sienten violados sus derechos al decir que tuvo hambre, sed, estuvo oprimido, etc. (Mt 25,31-46).

Un programa de educación en DDHH debe promover, ante todo, la calificación de los educadores, tanto personas como instituciones –ONGs, Iglesias, gobiernos, escuelas, fuerzas policiales y militares, partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales...–.

En muchos países, la ley consagra los derechos inalienables de todos, sin distinción entre ricos y pobres, pero queda confinada a la mera formalidad jurídica, sin asegurar a toda la población una vida justa y digna. Poco ayuda que las Constituciones políticas proclamen que todos tienen igual derecho a la vida, si no se garantizan medios materiales que lo hagan efectivo.

Los derechos fundamentales no pueden restringirse a los derechos individuales enunciados por las revoluciones burguesas del siglo XVIII. La libertad no consiste en el contractualismo individual, que sacraliza el derecho de propiedad y permite al propietario la “libre iniciativa” de expandir sus lucros a costa de la explotación ajena.

En un mundo asolado por la pobreza de más de la mitad de su población, el Estado no puede concebirse como mero árbitro de la sociedad, sino que debe intervenir para asegurar a todos sus derechos sociales, económicos y culturales. El reconocimiento de un derecho inherente al ser humano no es suficiente para asegurar su ejercicio en la vida de aquellos que ocupan una posición subalterna en la estructura social.

Hay derechos de naturaleza social, económica y cultural –como al trabajo, a la huelga, a la salud, a la educación gratuita, a la estabilidad en el empleo, a la vivienda digna, al ocio, etc.– que dependen, para su viabilización, de la acción política y administrativa del Estado. En ese sentido, el derecho personal y colectivo a la organización y actuación políticas se convierte hoy día en la condición de posibilidad de un Estado verdaderamente democrático.

En América Latina, se acostumbra a decir que, en pedagogía, se distingue entre el método Piaget y el método Pinochet... Eso quiere decir que los métodos de enseñanza no siempre son realmente pedagógicos. A veces son opresivos, inhiben potencialidades, reprimen la creatividad y al educando lo vuelven cobarde frente a la realidad de la vida.

Eso vale para una sociedad que pretenda asegurar el respeto a los DDHH. En principio, éstos deben ser impuestos por la fuerza de ley. Pero eso no basta, como demuestra la experiencia. En casi todos los países firmantes de la Declaración Universal de los DDHH, tales derechos, aunque figuren en la letra de la ley, continúan sin ser respetados. Se da la tortura, censura a la prensa, invasión de la privacidad personal, discriminación racial y social, adopción de la pena de muerte, etc. Por tanto, el aspecto objetivo de una legislación que garantice los derechos humanos necesita ser complementado por el aspecto subjetivo: una educación para los DDHH que los convierta en un consenso cultural enraizado en el sentir, no pensar en el actuar de las personas. Esa educación debe priorizar sobre todo que las personas tienen, por deber profesional, el papel de aplicar las leyes que aseguran pleno respeto a los DDHH.

Toda pedagogía centrada en el objetivo de tornar al educando sujeto social e histórico debe caracterizarse por un agudo sentido crítico. Los artículos de la Declaración Universal de los DDHH no pueden ser adoptados como oráculos divinos, ideológicamente imparciales e inmunes a correcciones y perfeccionamientos. Reflejan una cosmovisión culturalmente condicionada por los valores predominantes del Occidente de posguerra. Tienen mucho de utopía, distante de la realidad. De ahí la importancia de una pedagogía para los DDHH que parta del debate del mismo documento de la ONU.

Por ejemplo, el art. I reza: “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Hoy, diríamos: hombres y mujeres. El hecho es que hombres y mujeres nacen dependientes. Como mamíferos, no podemos prescindir del cuidado de nuestros semejantes en los primeros años de vida. Y estamos lejos de nacer iguales en dignidad y derechos, basta verificar la situación de las mujeres en países de Oriente, de los indígenas en América Latina, de los refugiados en los países de África o de los emigrantes en países de Europa Occidental.

La crítica constructiva a la Declaración Universal debe derivar no sólo en una mejora de la Carta de la ONU, sino en la modificación de las leyes vigentes y la concientización de las autoridades responsables de su aplicación, desde el Presidente al guardia de la esquina, del primer ministro al policía del barrio.

Educar para los DDHH es buscar el consenso cultural que inhiba cualquier amenaza a los derechos de la persona, individuales y sociales. Se hace imprescindible hablar del derecho de participación en las decisiones políticas y económicas; el derecho de control sobre el sector bélico de nuestras naciones; el derecho a una infancia sana y alegre; el derecho de preservación de la buena fama ante abusos de los medios de comunicación e incluso el derecho a una programación sana en los mismos.

Una cuestión delicada es cómo politizar la educación para los DDHH sin caer en su partidarización. Los DDHH tienen carácter político, pues se refieren a la convivencia social. Pero como derechos universales deben ser implantados y respetados dentro del principio –que es también un derecho– de autodeterminación de los pueblos. No deben ser utilizados como medio de imponer a otros pueblos nuestros modelos políticos, ni como arma de neocolonialismo, lo que sería, como mínimo, una paradoja. Tales derechos deben ser respetados tanto en régimen monárquico como republicano, en un régimen presidencialista o parlamentarista, en el capitalismo o en el socialismo.

Por eso, es necesario comenzar a hablar de DDHH y derechos de los pueblos como derecho a la independencia, a escoger su propio régimen político, a disfrutar del medio ambiente, a no ser colonizado ni explotado por naciones, organismos o empresas extranjeras.

Ningún derecho estará asegurado si, primero, no se ofrecen garantías al derecho fundamental: el derecho a la vida. No sólo el derecho de nacer, sino también de vivir en libertad y dignidad, lo que presupone, como mínimo, que esté socialmente asegurado el trío alimentación - salud - educación.

Desafíos pedagógicos

¿Cómo implementar la educación para los DDHH? ¿Qué pedagogía adoptar? Vivimos en un mundo plural, en el que se habla de globalización mientras sectas fanáticas y movimientos neonazis echan leña al fuego de la xenofobia. Unos aplauden la caída del Muro de Berlín, mientras otros denuncian la creciente desigualdad entre Norte y Sur del planeta, que levanta todavía más la muralla de la segregación social. Hay quien proclama el “fin de la historia” al lado de quienes rescatan las utopías libertarias. Bajo la crisis de los paradigmas, la razón moderna asiste a la creciente emergencia de los movimientos esotéricos; hay quien prefiere la astrología, el tarot y el I Ching a los análisis de coyuntura y a las prospectivas estratégicas.

En ese contexto de fragmentación paradigmática, hablar de DDHH y derechos de los pueblos se vuelve presupuesto básico de una educación que quiera modificar las relaciones entre personas y grupos, dentro de una ética de la tolerancia y del respeto al diferente. Eso no significa sin embargo administrar una sociedad anárquica: los derechos grupales, étnicos y colectivos deben estar en armonía con los derechos individuales, de modo que la defensa de éstos represente una consolidación de aquellos. En caso contrario, seremos capaces de admitir el derecho del cantor de serenatas en la madrugada a incomodar el sueño de todos los vecinos de la calle; el derecho del latifundista a ampliar sus tierras hacia dentro de una reserva indígena; y el derecho de una nación a imponer su modelo económico a otra.

No se debe, pues, confundir derechos con privilegios, ni admitir que la ganancia material se sobreponga a la indeleble sacralidad de la vida humana.

Ese ideal sólo será alcanzado cuando escuelas, instituciones religiosas y movimientos sociales, Estado y empresas, se conviertan en agentes pedagógicos capaces de educar personas y grupos en una actitud que las haga sentir, pensar y actuar según el pleno respeto a los DDHH y a los derechos de los pueblos.

Cómo hacer eso, tal vez sólo pueda ser efectivamente respondido por la metodología de educación popular combinada con el poder de difusión de los vehículos de comunicación de masas. ¿Qué tal una simulación pedagógica en la que un blanco se sienta en la situación de un negro discriminado por el color de su piel? ¿O una comunidad europea subyugada, en un ejercicio pedagógico, de prácticas y costumbres propios de una comunidad africana o indígena?

Si nos situamos en el lugar del otro, cambia nuestro «lugar social» y cambia nuestro «lugar epistémico». Del lugar del otro nadie vuelve igual. Es difícil tender puentes a esa isla egocéntrica que nos hace ver el mundo y las personas desde la óptica de nuestra geografía individual o grupal, y éste es, exactamente, el papel de una pedagogía centrada en los DDHH.

 

Frei Betto

São Paulo, SP, Brasil