Desertificación: año 2006 de la ONU
2006 Año internacional de los desiertos y la
desertificación
La desertificación es mucho más que un simple arenal infinito…
De Sergio Ferrari
Temática poco publicitada, menos «espectacular» que otras calamidades ambientales, sin embargo, la desertificación creciente -al igual que la disminución acelerada de las reservas de agua potable- se ancla en el centro mismo del debate de sociedad. Ya que toca el presente y el futuro, la vida y la muerte, la viabilidad o la inviabilidad de la «casa común» llamada Tierra.
A causa de ese «flagelo ambiental», en los próximos 20 años, podrían desaparecer dos terceras partes (66%) de las tierras aptas para el cultivo de África, un 30% de las de Asia y un 20% de las de América Latina.
Según estimaciones de las Naciones Unidas, la desertificación reduce la fertilidad del suelo del planeta y provoca pérdidas de productividad que en algunas regiones pueden alcanzar el 50%. Adicionalmente, amenaza la cuarta parte de las tierras totales del planeta, así como la subsistencia de más de mil millones de seres humanos en 100 países. Atenta contra el equilibrio macro-ecológico global
-especies animales y vegetales que desaparecen- y presiona a comunidades enteras -en 2004 se hablaba de 135 millones de personas- que podrían verse obligados a abandonar sus tierras a corto y mediano plazo.
Las consecuencias humanas de tal fenómeno van más allá de la simple radiografía productiva. Agrava la ya de por sí debilitada seguridad alimentaria; acrecienta el efecto del hambre y la pobreza; se perfila como fuente adicional de tensiones sociales, políticas y militares… factores todos que en un circuito infernal y cerrado provocarán a su vez más y más degradación ambiental. Un verdadero callejón sin salida…
Hablar el mismo lenguaje
El reflejo semántico a veces engaña. Si se asocia desertificación a desiertos, se puede llegar a un concepto un tanto simplista e imaginarlo como el aumento de arenas que fagocitan más tajadas de la gran geografía mundial. Más arena, más desiertos… casi como resultado mecánico o natural de un aumento de la erosión que vive la tierra como resultado de las aguas torrenciales que lavan todo, o de los vientos poderosos y su poder destructivo.
En términos más científicos, según una definición de los años noventa del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, la desertificación no se refiere a un aumento de los desiertos. Sino que consiste en la degradación de las tierras áridas, semiáridas y las zonas subhúmedas y secas. Que tiene como causa variaciones climáticas, pero, sobre todo, actividades humanas tales como el cultivo o el pastoreo excesivo, la deforestación -generalmente movida por grandes intereses económicos- y la falta de riego. La devastación simple y pura de regiones enteras para introducir ciertos monocultivos -como en su momento el algodón y hoy la soya- o para grandes complejos turísticos, entran también como co-responsables.
Tras la desertificación, entonces, una serie de causas de fondo: la responsabilidad de los grupos humanos (y los poderes económicos) en las zonas amenazadas, así como un cuestionamiento a la idea misma de productividad como motor del desarrollo.
Si bien las consecuencias principales de tal fenómeno las pagarían los países del Sur, no es una temática «restringida» a éstos. Un estudio de Ecologistas en Acción de España, publicado a mediados del 2004, indicaba que ese país se encuentra a la cabeza de las naciones desarrolladas afectadas por la desertificación. Señala que siete provincias presentan niveles de erosión por encima del 90% de sus superficies y subraya que el origen principal de esa erosión se debe a malas prácticas de agricultura. Concretamente, enfatiza el documento, 75% de la erosión se produce en suelos agrícolas, mientras que éstos -paradójicamente- representan sólo un 40% de la superficie total.
El informe español analiza otras causas, como la explotación desmesurada de los recursos hídricos; la pérdida de la cubierta vegetal a causa de repetidos incendios forestales, y la concentración de la actividad económica en zonas costeras como consecuencia del crecimiento urbano, de las actividades industriales, del turismo de masas y de la agricultura de regadío. Factores todos, que de una u otra manera, y con diferentes matices o pesos, están a la base también en tantos otros de los 100 países afectados.
A más de 10 mil kilómetros de España, Argentina, con sus casi 2,8 millones de kilómetros cuadrados, otrora reserva ambiental del planeta, no escapa a la degradación del ecosistema, que según diversos estudios afecta al 75% de su territorio. 60 millones de hectáreas están sujetas a proceso erosivos, y cada año se agregan otras 650 mil al cuadro de las superficies «desgastadas». A pesar de la enorme superficie y de los ilimitados recursos de ese país sudamericano, el 30% de la población total (unos 10 millones de personas) son afectadas por ese proceso. En los últimos 75 años la reducción de la superficie forestal es del 66% como resultado del desmonte para incorporar nuevas tierras a la agricultura; para la producción de carbón vegetal y leña, y debido a otras actividades industriales, como la celulosa.
Brasil no se exceptúa de esta dinámica preocupante. Si a mitad del siglo pasado la soja era casi inexistente, hoy ocupa más de 20 millones de hectáreas de tierra cultivada. Mientras el ganado -80% del cual está en la Amazonia- explotó de 26 millones a 164 millones de cabezas en los últimos quince años, y la exportación de carne se quintuplicó entre 1997 y el 2003. Ambos «productos» avanzan ofensivamente cada día más sobre bosques y sabanas, siendo considerados como responsables principales del acelerado proceso de desertificación brasileña.
Y las previsiones son alarmantes: organismos ambientalistas de todo crédito estiman que en el 2020 podrían destruirse cerca de 22 millones de hectáreas de bosques y sabanas en América Latina sólo a raíz de la producción de soja, devastando eco-sistemas y condenando a la desaparición a numerosos pueblos indígenas, cada vez más acorralados en reducidos espacios.
La «conciencia» planetaria
Como una toma de conciencia mundial -en todo caso a nivel de diagnóstico y retórica- las Naciones Unidas aprobaron en 1994 la «Convención Internacional de lucha contra la desertificación», primer documento que enmarca las respuestas a este «flagelo ecológico» y que cuenta con la adhesión de 172 Estados miembros.
Tiene como objetivo principal la promoción de una acción concertada a través de programas locales -con apoyo internacional- que buscan reducir el impacto de la sequía grave y desertificación especialmente en África. Intenta mejorar la productividad del suelo, rehabilitarlo allí donde se puede, y ordenar la conservación de los recursos de tierras y fuentes hídricas.
La Convención subraya la necesidad de la participación popular y la promoción de condiciones que favorezcan a las poblaciones locales para evitar la degradación de los suelos. Y le asigna un rol activo a los ONG para preparar y ejecutar programas en este sentido.
Si bien este instrumento internacional es un aporte -perfectible-, lo que está en juego tras el «drama de la desertificación» es un debate de fondo, de sociedad o incluso de civilización misma.
Un debate de civilización
Un elemento clave de este debate es, sin duda, la relación estrecha entre desertificación y urbanismo. Según el sociólogo y antropólogo español Antonio Aledo Tur, «la urbanización produce un doble efecto que podríamos denominar centrífugo y centrípeto en su participación en el proceso de desertificación».
El aspecto centrípeto, «al convertir a las ciudades en polos de atracción para los campesinos que abandonan las tierras y para los flujos de materia y energía que el sistema urbano consume permitiendo el avance de la desertificación». El efecto centrífugo, «sirve para denominar tanto el proceso de expansión física de la ciudad sobre las áreas rurales como el proceso de difusión cultural del estilo de vida urbano y de formas urbanas de pensar y entender la relación sociedad-naturaleza que están en la base de los procesos de insostenibilidad ecológica a los que pertenece la desertización»… Finalmente, para Aledo, «la urbanización actúa como motor de buena parte de los factores que en opinión de los expertos son causantes de la desertificación».
Lo cual lleva a «repensar la utopía del urbanismo contemporáneo, al ser contrastado con las implicaciones socio ambientales que provoca. La desertificación es una de las señales que emite el ecosistema y que denuncia la utopía del crecimiento ilimitado…». La insostenibilidad del actual sistema muestra su carácter contradictorio y, en definitiva, su inviabilidad.
Detrás del flagelo ambiental de la desertificación -de la misma manera que el derroche irracional del agua potable- está una lógica productiva planetaria inviable, homicida y ecocida a largo plazo. Que prioriza el provecho máximo sobre la durabilidad de las reservas. Que transforma en mercancía todo lo que toca, aún los más estratégicos recursos naturales, como la tierra y el agua. Que ve como ambicioso mercado la «casa común» del planeta Tierra. Y que impone explicaciones culturales e ideológicas reduccionistas (desertificación = más desiertos) a todos los grandes temas del debate de civilización.
La desertificación es mucho más que un infinito arenal natural e indetenible. Es un grito de alarma sobre una forma de organización de la economía mundial, y un un desafío a la sociedad civil planetaria para reforzar su combate/resistencia ambiental en el marco de la construcción -también sobre la erosión- de otra tierra posible.