Desigualdad: del sueño imposible al sueño posible
Desigualdad:
del sueño imposible al sueño posible
David Molineaux
Suena audaz aseverarlo, pero parece que la población del mundo, en un porcentaje creciente, sueña con la desigualdad. O, mejor dicho, con la posibilidad de pertenecer a la minoría privilegiada que goza del estilo de vida de países como Australia y EEUU.
A estas alturas ha quedado claro que si todas las familias chinas, o indias, tuvieran un automóvil frente a su casa, varios de los sistemas que sustentan la vida humana en el planeta se colapsarían a corto plazo.
Sin embargo, para una vasta multitud de habitantes del llamado mundo en desarrollo el «sueño americano» brilla como un faro. Las imágenes mediáticas, la presencia de malls y locales de comida rápida, y la oferta fácil de tarjetas de crédito parecen colocarlo casi al alcance de la mano.
Botón de muestra de este sueño comprensible pero destructivo son las compras masivas, en nuestros países, de boletas de lotería. El comprador no piensa, conscientemente, que está buscando la desigualdad. Sólo espera alcanzar –para sí mismo y su familia– el nivel de vida de una pequeña minoría privilegiada de los habitantes del planeta.
Este sueño ha logrado eclipsar las inquietudes sociales, políticas y religiosas que antes ocupaban las imaginaciones y las decisiones diarias de millones de personas. Un símbolo trivial pero potente de esta fascinación es el entusiasmo popular en torno a Santa Claus (o Papá Noel), que se ha hecho masivo en América Latina y que crece rápidamente, aun en países como Japón, China, o la India. Este inmenso vuelco cultural se puede atribuir, sobre todo, a los medios de comunicación globalizados y su hábil uso de imágenes, que logran entusiasmar y motivar, sin pasar por el colador evaluativo de la razón.
El poder transformador de las imágenes
El sentido común moderno suele suponer que los seres humanos, y los grandes movimientos históricos, son impulsados sobre todo por la razón y la lógica. Se supone que las sociedades humanas responden a las circunstancias con planes, programas y estrategias que van determinando el rumbo de la historia.
Sin embargo, cuando examinamos con cuidado los mecanismos que mueven el cambio histórico nos vamos dando cuenta de que, en un caso tras otro, lo que lo impulsa puede ser algo muy diferente.
Con una sorprendente frecuencia, los cambios más significativos nacen más bien de fascinaciones colectivas: imágenes, símbolos, y relatos que anuncian nuevas posibilidades e impulsan a la acción colectiva. Para ilustrar, quisiera ofrecer tres o cuatro ejemplos.
Pensemos en primer lugar en el relato bíblico de la salida de los esclavos hebreos de Egipto. Es cierto que sufrían una intolerable explotación a manos de los faraones, pero lo que desató su sublevación y partida de Egipto fue un sueño: la promesa, de inspiración divina, de «una tierra que mana leche y miel».
Otro caso sería el Renacimiento en Europa, ocurrido tres milenios más tarde. No surgió como una reacción en contra de las miserables condiciones de vida en que se encontraba la mayoría de los habitantes de los feudos medievales. Brotó como expresión de nuevas fascinaciones: el arte y la literatura clásica, la emergente ciencia empírica, y el impulso de explorar más allá del mundo conocido. El resultado fue una incalculable transformación histórica: el surgimiento del mundo moderno.
O recordemos las grandes migraciones del siglo XIX desde el continente europeo a los países americanos. Es cierto que las condiciones de vida fueron, en muchos casos, intolerables. Pero fue el sueño de un Mundo Nuevo, simbolizado por imágenes como la de la Estatua de la Libertad en Nueva York, lo que impulsó uno de los desplazamientos humanos más masivos de la historia humana. Decenas de millones de hombres, mujeres y niños dejaron todo atrás y embarcaron hacia un futuro desconocido en la mítica América.
Lo que nos sugieren estos antecedentes históricos es que ni siquiera las circunstancias más dramáticas son capaces de asegurar, por sí mismas, que se produzcan cambios significativos. La peste negra, que azotó a Europa a mediados del s. XIV, exterminó por lo menos el treinta por ciento de la población del continente. Lejos de llevar al surgimiento de nuevos movimientos sociales y culturales, esta hecatombe acarreó inestabilidad política y estancamiento económico; trajo consigo un gran aumento de las prácticas fanáticas y supersticiosas; y desató la persecución o exterminación de minorías étnicas y religiosas, y hasta el asesinato en masa de individuos que padecían enfermedades de la piel como el acné y la soriasis. Instaló en el mundo occidental un profundo pesimismo, que lo dejó inmovilizado durante más de un siglo.
Mundo actual: el sueño imposible
Echemos una mirada al presente: la situación humana en el planeta es cada vez más alarmante. Desde las más diversas disciplinas, los investigadores nos señalan que el actual modelo de desarrollo económico y tecnológico nos está precipitando al borde de una catástrofe planetaria.
Al mismo tiempo somos testigos casi a diario, en nuestras pantallas y en la prensa escrita, de horrorosos actos de violencia atávica perpetrados en el Medio Oriente y el África subsahariana, provocados por improvisados ejércitos de militantes armados.
Numerosos análisis han señalado el rol protagónico del cambio climático en la aparición de estos grupos. La creciente desertificación ha desplazado de sus tierras a grandes masas de agricultores y sus familias, y muchos reclutas de los grupos yihadistas son jóvenes que se sienten condenados al permanente desempleo urbano y buscan una afiliación capaz de ofrecerles algún sentido para su vida.
Aquí empezamos a vislumbrar, en situaciones concretas y actuales, los tipos de caos que amenazan con extenderse a otras regiones del mundo cuando se empiezan a sentir las consecuencias ambientales de nuestro sistema económico globalizado.
La respuesta de los que han tomado conciencia de esta amenaza no siempre ha sido adecuada. A menudo hemos intentado motivar a nuestros oyentes con temor, presentando posibles escenarios apocalípticos. O les hemos hecho sentir culpa, reprochándoles su supuesta complicidad en la contaminación o en el despilfarro de los recursos no renovables. Y sin embargo el sueño imposible, el del paraíso consumista, se sigue masificando. Tiene todos los rasgos de una adicción, incluido su muy conocido sesgo autodestructivo.
¿Un sueño posible?
Pero también habría que reconocer que este mismo sueño contiene, muy a pesar de sus componentes ilusorios y hasta dañinos, un elemento no sólo legítimo sino imprescindible: el anhelo de la vida abundante. Quizás por primera vez en la larga trayectoria humana, las grandes mayorías pueden –con un cierto realismo– aspirar no sólo a las necesidades básicas de la vida, sino también a aquellas cosas que permiten llevar vidas plenas y creativas, gozar de la belleza y el placer, y ofrecer a sus hijos la posibilidad de un futuro que permita la búsqueda de su plena realización como hombres y mujeres.
Hemos visto que, tal vez, más que cualquier otro factor, son los sueños, los mitos, las imágenes cargadas de afecto... lo que impulsan los grandes cambios históricos. Me atrevo a sugerir que en el trasfondo del «sueño americano» podríamos vislumbrar elementos de un nuevo y poderoso mito, un mito capaz de despertar las energías colectivas necesarias para ir construyendo alternativas viables y profundamente vitalizantes para la humanidad.
Y es más: me atrevo a sugerir que este «sueño posible» no emerge sólo de los anhelos colectivos de la humanidad: debe estar enraizado en las dinámicas que gobiernan la biosfera que nos rodea y que nos sigue sosteniendo y nutriendo.
Gracias a las ciencias sobre la evolución, conocemos cada vez más detalladamente el largo trayecto de la vida en la Tierra. Y podemos observar una tendencia inconfundible a lo largo de esos casi 4 mil millones de años: el rumbo hacia la plenitud. Este largo recorrido alcanza su máximo esplendor en la era cenozoica, que se inició hace unos 65 millones de años. En esta era más reciente –la nuestra– proliferan, más que nunca antes, las más diversas manifestaciones de belleza emergente: los colores y aromas de las flores, el sabor de las frutas y la miel, las mariposas y las luciérnagas, el vuelo de las aves, los cantos de las ballenas, y las múltiples sensibilidades e inteligencias mamíferas.
Todo parece anticipar el surgimiento, en el ámbito humano, de una abundancia incalculablemente mayor, hecho posible por el nacimiento, todavía esperado, de un nuevo mito transformador capaz de captar las imaginaciones y desatar las enormes energías colectivas que requerirá su realización.
Con una cierta dosis de humor y de hipérbole, el físico matemático Brian Swimme habla de las exigencias que enfrenta la humanidad: «Hemos llegado a un momento de crisis suprema: no nos podemos dar el lujo de emprender ninguna acción que no sea de urgencia impostergable y de eficacia innegable. Sentémonos entonces: contémonos cuentos».
David Molineaux
Santiago de Chile