Dios y la Naturaleza

Dios  y la Naturaleza

José COMBLIN


Durante la mayor parte de su existencia, durante casi dos millones de años, la humanidad ha encontrado la divinidad en la naturaleza. Sacralizó la naturaleza y la veneró: a los animales, las plantas, árboles, piedras, montañas, ríos... En ellos encontraba la fuerza que dirige el universo.

Hace solamente 4.000 años que apareció un Dios diferente, un Dios sin nombre, sin calificativos, totalmente distinto a la naturaleza, un Dios que prohibió que le hicieran imágenes porque no se parecía a ninguna de las cosas conocidas. Fue el comienzo del pueblo de Israel. La nueva concepción, proclamada por los profetas, encontró siempre resistencia en el mismo pueblo de Israel. Éste no podía o no quería deshacerse de su culto tradicional, que encontraba la divinidad en los elementos de la naturaleza. La historia de Israel fue una historia de lucha contra la idolatría, o sea, contra la divinización de la naturaleza.

Hay que entenderlo. La naturaleza, los animales, los árboles, las piedras... no quieren la justicia, ni la compasión. Llevan la humanidad en sus círculos vitales con indiferencia. El Dios sin nombre que se revela en Israel es Dios de justicia y de compasión. Sus seguidores tendrán que luchar para que haya justicia y compasión. Los profetas entendieron que apartarse del Dios sin nombre era abandonar la causa de la justicia y de la compasión: era abandonar a los pobres a su condición. Por eso, denunciaron la «idolatría» y proclamaron el Dios del que Israel era heraldo.

Esta lucha contra la divinización de la naturaleza continuó en la historia de la cristiandad hasta hace pocos años. Durante la cristiandad, la Iglesia encontró un compromiso con los pueblos para conseguir su adhesión al cristianismo: atribuyó un santo a cada una de las diversas manifestaciones del politeísmo pagano. Creó así un politeísmo cristiano que dio satisfacción a las masas populares.

En el siglo XVI los protestantes protestaron contra ese politeísmo, y todavía hoy protestan, por lo menos las denominaciones más populares. Los protestantes fueron mucho más radicales contra la idolatría en general, y, de modo particular contra la que llaman idolatría católica, que era una forma cristianizada de culto a las divinidades de la naturaleza. Solamente en los últimos años las Iglesias históricas se desarmaron, porque entraron en una época de diálogo, de macroecumenismo. Pudieron hacerlo porque ya los cultos tradicionales no tienen poder, son considerados inofensivos, y no constituyen una amenaza para las Iglesias. Los católicos mismos perdieron mucho de su entusiasmo por los santos, a causa del secularismo, pero todavía subsisten fenómenos importantes de santos más independientes de la naturaleza. Entonces, las Iglesias, en cierta forma, se quedaron sin palabra ante la naturaleza. No podían reconocer que el culto a los santos se dirigía a la naturaleza, no podían reconocer la llamada idolatría católica. No tenían más que decir.

Muchos cristianos han entrado sin resistencia en una concepción secularizada de la naturaleza. Cuando se demostró que la Tierra giraba alrededor del Sol, sonó como una blasfemia. El Sol y la Luna perdieron lo que todavía tenían de divinidad. Quedaron reducidos a objetos errantes por el espacio. Cuando se realizó la disección de los cadáveres, en el siglo XVI, fue un escándalo: el cuerpo perdía su sacralidad misteriosa. El último golpe fue la llegada de los seres humanos a la Luna: muchos no lo creyeron; pensaron que se trataba de un montaje cinematográfico. Y la Luna perdió lo que todavía le quedaba de sagrado.

Con las nuevas tecnologías, que permiten demoler montañas, talar bosques, cambiar el curso de los ríos, mutar genéticamente las plantas o los animales... la naturaleza ha quedado transformada en un objeto de manipulación para la humanidad. El nacimiento de la ciencia de la economía y las teorías capitalistas han estimulado la explotación intensiva de los recursos de la naturaleza: recursos como los suelos, los minerales, las plantas, los animales...

Ese movimiento no ha encontrado resistencia en las Iglesias -entre los protestantes menos que entre los católicos-, y por eso los países protestantes se desarrollaron primero y todavía hoy están al frente de la economía mundial.

Hasta hace poco tiempo, fue unánime la convicción de que los recursos naturales eran ilimitados. Era posible explotar toda la naturaleza porque sus recursos eran inacabables. Las selvas tenían una extensión infinita, los ríos daban un agua inagotable, los recursos del suelo eran infinitos: carbón, petróleo, minerales... Con la idea de que su número era infinito, en el siglo XIX se mató a millones de ballenas: proporcionaban grasa para iluminación...; si no se hubiese descubierto el petróleo, la ballena habría desaparecido hace un siglo.

De hecho, hasta el final del siglo XIX la población humana del planeta era mucho menor. Se calcula que en 1900 había 1.600 millones de habitantes. Ahora somos 6.800 millones...

El desarrollo tecnológico ha hecho posible que el consumo humano haya parecido que podía aumentar indefinidamente. Pero hoy ya tenemos certeza de que sería imposible dar a toda la humanidad el nivel de vida que actualmente tiene EEUU. Para eso haría falta contar con 9 planetas, según afirma el último informe del PNUD. El aumento de la población ha cambiado las percepciones, aunque muchos se resisten a aceptar la realidad, por ejemplo las clases dirigentes del mundo entero, siguiendo el ejemplo de la clase dirigente de EEUU.

Estas clases dirigentes quieren aumentar sin límites su riqueza. Por eso, defienden y mantienen una economía de crecimiento permanente, forzando ese crecimiento. Como los recursos ya manifiestan que son limitados, esas élites van a presionar para que el crecimiento de la economía se haga en los sectores que les permitan tener mayores rendimientos, para aumentar todavía más su nivel de consumo, en detrimento del nivel de vida de las masas.

Lo trágico no es sólo que los recursos son limitados y que la Tierra no aguanta ya la explotación actual. El drama es que las clases dirigentes, los jefes de la economía quieren una explotación todavía más intensa y un agotamiento de los recursos naturales todavía más rápido. Quieren el calentamiento planetario y las perturbaciones climáticas, porque no quieren cambiar la estructura de la economía. El drama está siendo dirigido por criminales que dominan los llamados gobiernos, que en realidad no gobiernan nada. Todos estos desafíos son bien conocidos.

Actualmente todo aparece no sólo como limitado, sino también como contaminado. Dicen que la contaminación es ya irreparable, que sólo se puede limitar su expansión: el aire está contaminado, y también el mar, los ríos, la tierra... Los animales y las plantas están amenazadas. Muchas especies ya han desaparecido, y millares de otras especies pueden desaparecer en los próximos años... La alimentación misma pronto podrá pasar a ser un problema agudo, porque las élites sociales van acaparando todo lo que está disponible: hoy los campos sirven para plantar caña de azúcar para que los automóviles puedan circular en EEUU con un costo mínimo...

¿Cómo lo miraríamos desde la perspectiva de las religiones? Naturalmente éstas no tienen capacidad para inventar ni para llevar a cabo las transformaciones necesarias. Se trata de un inmenso problema político, que solamente se puede resolver a nivel mundial. Pero las religiones pueden actuar en la mente de los seres humanos, pueden despertar las conciencias y llevar a la gente a actuar.

Ésta podría ser la oportunidad histórica para revisar la relación entre Dios y la naturaleza. La lucha contra el politeísmo y contra el panteísmo que lo acompañó muchas veces o se derivó de él, ocupó toda la atención de la religión nacida de la Biblia y llevó a entender a Dios como radicalmente separado, distante, distinto de la naturaleza como conjunto de la creación. Se proyectó a Dios fuera de este mundo, como un dueño o señor. Inconscientemente, la imagen de dueño, de dominador, de señor, ha penetrado la imaginación, y consiguientemente el lenguaje. Prevalecen los adjetivos que indican poder. En la misma liturgia cristiana se exalta al «Dios todopoderoso». La liturgia romana, como las liturgias orientales -inspiradas probablemente no sólo por los profetas, sino también por el sistema imperial que tanta influencia tuvo en la organización de la Iglesia cristiana- es celebración del poder.

Los campesinos cristianos siempre descubrían a Dios en sus campos, en los bosques, en la naturaleza que les rodeaba. Siempre hubo también místicos que lo descubrían en la creación. Pero la doctrina oficial, apoyada por una teología que era teología oficial, exaltó el poder de un Dios por encima de las criaturas, como un rey o un juez. La tendencia era rebajar a las creaturas para exaltar al Creador. Los teólogos, como jerarquía, vivían en las ciudades, que eran símbolo del poder; no convivían con la naturaleza.

Ahora sería el momento de revisar el imaginario del clero y de la jerarquía, así como de la jerarquía oficial. Dios no está fuera de las creaturas, no está arriba, en un cielo inalcanzable, no está fuera de la vida que anima la tierra y todos los seres que la pueblan. Está dentro de cada una de sus creaturas, como fuente permanente de vida. Es la fuerza que permite que todas sus creaturas puedan moverse, crecer, actuar. Cada paso en esta tierra revela un nuevo aspecto de su presencia activa. Destruir la naturaleza es destruir lo que recibe vida de Dios, es despreciar la bondad del Creador. Embellecer la naturaleza es dar culto a su Creador. Nuestro contacto con todos los seres de la Tierra es un contacto con Dios. Dios no está lejos de nosotros. Está alrededor de nosotros y dentro de nosotros. Acoger la vida que Él crea en nosotros y en los seres que nos rodean es dar culto a Dios, alabar y agradecer. El «señorío» de Dios consiste en dar vida, en infundir vida en todo momento.

Esto no es novedad, porque siempre fue sentido por los cristianos que vivían en contacto permanente con la tierra. Éstos siempre fueron sospechosos de politeísmo e idolatría. Puede ser que los teólogos antiguos y la jerarquía, llevados por un prejuicio hacia los pobres, interpretaban de modo equivocado el comportamiento y la religión de los campesinos. Podía ser muy bien éstos reconocían la existencia de un Creador universal, pero reconociendo a la vez su presencia en las criaturas. Los gestos y los ritos podrían haber sido malinterpretados. Las clases altas siempre sospechan de los pobres e interpretan mal su conducta.

Quién sabe si el politeísmo de los campesinos no era sino una forma de expresar, no una multiplicidad de dioses, sino una multiplicidad de manifestaciones sensibles de un Dios único, sentido como distante de las preocupaciones de todos los días. El politeísmo puede estar más cerca de lo que se piensa del culto a los Santos.

En este comienzo del tercer milenio tenemos muchos motivos para revalorizar la creación. Ya hemos sido alertados con mucha insistencia. La Tierra está muriendo porque está siendo explotada de una manera tal que no consigue recuperarse. Esto constituye un desafío nuevo en la historia de la humanidad. Nunca habíamos sentido tan vívidamente que los recursos de la Tierra fueran limitados. Y, sin embargo, todavía hoy, la mayor parte de la humanidad no lo ve claro, no cree en las advertencias hechas por tantos científicos.

Desgraciadamente, la civilización occidental está contaminando a la humanidad entera. Ella es un estímulo constante para producir más, consumir más, y por tanto, para destruir más la Tierra. La mentalidad del capitalismo, reforzada por tecnologías que consiguen acelerar la destrucción del planeta, está triunfando, precisamente en este momento en que debería haber quedado superada.

Por su parte, las religiones y las filosofías tradicionales están desprestigiadas. En Occidente, las Iglesias entran en la mentalidad consumista. Triunfa el marketing católico. Las Iglesias predican todo lo contrario de la moderación, lo contrario de la austeridad de vida que enseñaban cuando la situación de amenaza no existía. Predicaron la austeridad cuando el consumismo habría sido inofensivo, y predican ahora el consumismo, ahora que es catastrófico. ¿Pero es que las Iglesias cristianas todavía tienen espiritualidad?

De siempre, lo que más deseaban los padres era entregar a los hijos un mundo mejor, con mejores condiciones de vida, más oportunidades. Ahora sabemos -aunque la mayoría no lo crea todavía- que los padres van a entregar a sus hijos un mundo peor, con condiciones de vida indudablemente peores.

Por lo menos los padres tienen el deber de frenar el deterioro de la Tierra. No pueden pretender consumir lo más posible, dejando una Tierra peor para sus hijos. Sería un inmenso egoísmo por parte de los adultos, un desprecio hacia los hijos. Hay que recordar a los adultos que tienen una responsabilidad para con los hijos.

Ocurre que los dueños de la economía quieren producir cada vez más, o sea deteriorar la naturaleza lo más posible. Y no van a cambiar tan fácilmente. La crisis financiera actual no cambiará sus comportamientos.

Los gobiernos no tienen libertad. Están dominados por los dueños de la economía, y nada pueden. Los gobiernos tienen ahora por misión obligar a los ciudadanos a que acepten la organización de la economía que dicta un grupo de señores, aunque sepan que aquello es un suicidio colectivo. Por cierto, los dueños del mundo consiguen convencer a muchos gobernantes.

Los teleespectadores se dejan convencer y llegan a pensar que los problemas ecológicos solamente van a afectar a los otros, pero que ellos van a escapar.

La única salida es la educación de los niños. Los niños pueden aprender actitudes de respeto, de cuidado de cariño para con las plantas y los animales, actitudes que los adultos difícilmente van a adquirir ya. El adulto pregunta sólo: ¿qué precio tiene?

Si la religión comienza acogiendo la presencia de Dios en todas las criaturas, puede desempeñar un papel decisivo, para salvar el planeta y salvarnos a todos.

 

José COMBLIN
João Pessoa, PB, Brasil