El cristiano indígena no debe renunciar a su experiencia religiosa para suscitar un diálogo intraeclesial

El cristiano indígena no debe renunciar a su experiencia religiosa para suscitar un diálogo intraeclesial

Eleazar López Hernández


Los indígenas rechazamos que se nos siga considerando como paganos e idólatras, a quienes hay que conquistar para la Fe. No somos enemigos de la Iglesia ni contrarios a la fe cristiana. Nosotros creemos en Dios, en el único Dios verdadero que existe, Aquel a quien nuestros pueblos, en milenios de historia, fueron descubriendo como Totatzin-Tonantzin, Pitao, Corazón del Cielo y de la Tierra, Wira Jocha, Paba-Nana, Ankoré y demás apelativos con que lo nombramos. El es Padre y Madre de todos los pueblos y, por lo que hemos visto y oído, es también el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, para ser cristianos y para ejercer algún ministerio en la Iglesia no deben obligarnos a renunciar a la experiencia religiosa de nuestros pueblos, porque con una presión así lo que se logra es quitarnos toda posibilidad de autoafirmación personal, hacernos esquizofrénicos u obligarnos a usar máscaras que encubren nuestra verdadera identidad. Esto lo hemos denunciado religiosas, sacerdotes y pastores indígenas católicos y protestantes. Hay que poner en práctica ya lo que a nivel de documentos se sostiene en la Iglesia: que la conversión a la fe cristiana no significa una destrucción de la identidad cultural y religiosa del evangelizando, sino una plenificación de la misma con el Evangelio (RH 12).

Los pueblos indígenas somos profundamente religiosos, mucho más que los mestizos y los modernos; porque entendemos la globalidad de la existencia en relación armónica con la naturaleza y en radical vinculación con la divinidad. Por eso en nosotros han encontrado mayor resonancia los planteamientos evangélicos trasmitidos por los misioneros y que nosotros hemos inculturizado, en medio de no pocas contradicciones con los miembros no-indígenas de la Iglesia. En el futuro próximo quizá seamos los indígenas el único espacio donde la Iglesia seguirá teniendo resonancia, pues, al paso que van las cosas, las sociedades posmodernas, por su ateísmo teórico y práctico, seguramente en poco tiempo, habrán echado de su seno a la religión y a Dios mismo.

A pesar de la agresión que hemos sufrido durante 500 años, y a pesar del peligro de extinción a que estamos sometidos en la coyuntura actual, los pueblos indígenas seguimos teniendo esperanza; porque creemos en la bondad innata de la naturaleza y de los seres humanos, por cuanto que todos, al provenir del mismo Padre y de la misma Madre, pertenecemos a la misma familia, somos hermanos. Por eso aún hoy seguimos sosteniendo que los hombres blancos y barbados que llegan y llegan a nuestras tierras son «dzules», es decir, divinos, porque vienen de Dios; y como a tales los seguimos tratando. No somos nosotros quienes les negamos su procedencia divina. Son ellos mismos los que a menudo se olvidan de su radical vinculación a Dios y, al tratarnos como esclavos, niegan con los hechos la hermandad de origen que nos une. Son ellos los que nos han hecho «indios», los que nos han puesto y nos mantienen en la situación de miseria en que nos hallamos. Nosotros labramos la tierra, ellos la cosechan. Nosotros construimos la casa y ellos la habitan. Por eso, más que a nosotros es a ellos y a las estructuras creadas por ellos lo que debemos convertir junto con la Iglesia. Los indígenas, como pobres que somos, siempre nos hemos sentido mucho más cerca del Evangelio y de la Iglesia. Esto lo han reconocido en el pasado y lo reconocen ahora los más insignes profetas de la Iglesia.

Con esto no queremos idealizar o mitificar a los pueblos indígenas, ya que también en nosotros existen muchas lacras humanas, unas que son producto de nuestros yerros personales y colectivos, y otras que son interiorización de los pecados de la sociedad. También nosotros necesitamos de conversión para acercarnos más plenamente al ideal de vida sembrado por Dios en nuestra cultura y planteado explícitamente por el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.