El cuidado espiritual de sí mismo

El cuidado espiritual de sí mismo

José Arregi


Cuidar de sí mismo no es una causa menor para quien quiera servir a causas mayores. El cuidado de sí es una condición y, a la vez, una dimensión inherente del compromiso por las Grandes Causas: la fraternidad-sororidad efectiva y la liberación de todas las criaturas oprimidas, empezando por la última que nos sea más próxima. Cada uno es para sí su primer prójimo necesitado. ¿Cómo entregarnos si no nos cuidamos? ¿Y cómo cuidarnos de verdad si nos encerramos y no nos entregamos a una causa más grande que nosotros?

1. Seres de cuidado. Cuenta el mito romano que, pasando Cuidado (cura en latín) por un río, de su fondo tomó barro y con él moldeó la figura de un ser humano. Pasó por allí el dios Júpiter, y Cuidado le rogó que le insuflara espíritu. Júpiter lo hizo. Somos seres de barro animado, barro con alma. El motivo ya se hallaba presente en el mito sumerio de la creación (2.000 a.C.), y es recogido por la Biblia (s. VI-V a.C.: Gn 2,7). El ser humano (homo) es tierra (humus), arcilla humilde (húmilis) y espíritu (Ruah, Pneuma, Spíritus) de vida, respiro y esperanza. Claro que el espíritu que nos anima, unifica, relaciona y mueve no sobreviene desde fuera a la materia que nos constituye, de la que estamos formados. El fondo de la materia es energía, y al Fondo de esa materia-energía lo podemos llamar también Dios.

Somos seres de cuidado. El «divino» Cuidado nos crea y recrea sin cesar desde lo más profundo de nosotros mismos y de todo cuanto es. Somos Cuidado y Aliento creador para nosotros mismos y para los hermanos más pequeños que nos rodean. Frágiles y vulnerables como somos, necesitamos cuidarnos.

Cuidar es atender, escuchar, acoger. Cuidar es comprender, ponerse en el lugar del otro y en nuestro propio lugar, y seguir confiando a pesar de todo. Cuidar es respirar, sostener, respetar, y a veces esperar contra toda esperanza. Y abrir el cauce para que fluya tiernamente desde el fondo la fuente de las lágrimas. Cuidar es curar.

2. Cuidado espiritual de sí mismo. El cuidado espiritual no es un cuidado entre otros. Lo espiritual no se refiere a una parte o a una dimensión específica del ser o de la vida.

Decir espiritual es decir profundo. No somos sólo átomos, ni solo moléculas, ni solo células, ni solo órganos. No vivimos sólo de pan, ni sólo de vitaminas, proteínas y grasas, ni sólo de ciencia y saber, ni tampoco por supuesto de lo que a menudo se entiende por «práctica de la espiritualidad». No somos sólo lo que tenemos, sentimos y pensamos, ni el conjunto de todas nuestras acciones, por buenas que sean. Nuestro ser profundo no se agota en la forma, aunque no es sino en la forma. A la hondura de nuestro ser y de todos los seres llamamos el espíritu o lo divino, Dios: libertad y comunión sin fondo.

Mariano Corbí define justamente la espiritualidad como «cualidad humana profunda», no ligada a ninguna religión. La cualidad humana profunda, que también podemos llamar simplemente «sabiduría de vida», consiste en mirar, sentir y obrar –VIVIR– desde lo más profundo y verdadero de nuestro ser: libertad y compasión, respiro y ternura, anchura y comunión. Mirar y tratar a todas las personas y a todas las criaturas con reverencia y compromiso solidario.

El cuidado espiritual de sí requiere cultivar cada día esa cualidad humana profunda, esa espiritualidad inseparablemente personal y política, mística y comprometida, pacífica y transformadora. El cuidado espiritual se traduce en una profunda fe en sí mismo, en el prójimo, en la Madre Tierra, en la misteriosa y santa energía-materia, madre y matriz de todas las formas, a pesar de todas las heridas y sombras.

3. El cuidado de la atención contemplativa. La atención es una forma esencial del cuidado. Atender es cuidar, cuidar es atender. Los quehaceres y mensajes que nos reclaman de todas partes, el incesante torbellino de nuestras ideas y emociones nos impiden vivir atentos, estar a lo que estamos, mirarlo todo en su hondura y misterio absoluto. Vivir atentos es estar en nuestro centro, enteramente presentes y conscientes a lo que vemos, sentimos, hacemos, aquí y en todo lugar, ahora y en cualquier instante, circunstancia, actividad.

Vivir atentos o presentes significa sumergirse en el gran Presente o Presencia. A eso equivale la contemplación de la tradición cristiana, meta de la oración oral o mental, y es equiparable a la meditación silenciosa de la tradición oriental. El propio término meditación, si atendemos a su etimología, significa precisamente «estar en el centro», y no se limita a una práctica particular, sino que se refiere a una forma de mirar, sentir, vivir desde el centro.

Cuando somos y estamos enteramente atentos o presentes a nosotros mismos, actuamos en libertad y vivimos en paz a pesar de todo.

4. El cuidado del silencio o del desapego. El ruido nos inunda de fuera y de dentro. Nos divide y enajena, nos asfixia y acaba por enfermar nuestra salud física, psíquica y espiritual. Nuestras ciudades y lugares de trabajo y a menudo nuestros propios domicilios se nos han vuelto inhabitables por el fragor del tráfico, el estrépito y la prisa, la competitividad desaforada, el tsunami informativo, el incesante alboroto de la tele, el ordenador, el móvil...

Cuidémonos del ruido. No en primer lugar del ruido físico –que también– sino del torbellino mental, emocional, que nos impide respirar en calma, escucharnos a fondo, descansar, vivir en nuestro centro. En última instancia, el silencio consiste en vivir libre del apego a nuestro ego con sus interminables vaivenes, pensamientos y emociones, proyectos y miedos, euforias y agobios, satisfacciones y rencores. El silencio es desapego, y del desapego del yo, mí, mío, nos viene la paz. El compromiso y la acción son ineludibles, pero sólo son liberadores en la medida en que somos libres del logro de sus frutos. Es urgente que en nuestros hogares y en nuestra agenda cotidiana reservemos unos tiempos de respiro y de silencio, para sumergirnos en el «Silencio» revelador y transformador, liberador, que palpita en el «Fondo» de nosotros mismos y de todo.

5. El cuidado teológico. Aunque no sea lo más importante, también necesitamos cuidar nuestra teología, pues somos seres hablantes y necesitamos expresar la espiritualidad evangélica en un lenguaje que sea razonable para nosotros mismos y para la gente con la que queremos compartir lo que vivimos.

Muchos cristianos se sienten incómodos en el paradigma tradicional: la materia contrapuesta al espíritu, el ser humano como centro y corona de la creación, Dios como Ente Personal Supremo a imagen humana, Jesús como única encarnación plena del Misterio divino y único salvador, el cristianismo como única religión plenamente revelada, milagros y dogmas, pecado y perdón, cielo e infierno… Y doblemente incómodos, porque carecen todavía de un lenguaje o de un paradigma teológico alternativo, coherente con su visión del mundo.

El desarrollo y la difusión de las ciencias; la mirada del cosmos infinitamente grande e infinitamente pequeño; la visión interrelacionada, dinámica y evolutiva del universo o de los multiversos; el aumento gigantesco de la información; el estallido de todas las certezas; la insignificancia del Homo Sapiens en un cosmos donde crece la probabilidad de vida consciente en otros planetas; la conciencia del género y de la igualdad de derechos de todas las identidades y orientaciones sexuales; los enormes retos del hiperhumanismo y del transhumanismo (alteración de nuestro ADN, cíborgs, inteligencia artificial...); el fracaso del sistema comunista y la perversión del sistema neoliberal, las desigualdades crecientes; la gravísima y letal crisis ecológica de nuestro planeta… Vivimos en un mundo muy distinto, no sólo del «mundo antiguo» sino también del llamado «mundo moderno». No nos vale «la teología de siempre», ni siquiera la teología del Concilio Vaticano II, sólo tímidamente abierta a lo moderno.

La revolución cultural exige una revolución teológica. Ninguna creencia ni religión –incluido el cristianismo– es esencial para la espiritualidad, como no lo fue para Buda ni para Jesús. Pero necesitamos un lenguaje razonable para decir el Espíritu que recrea el mundo y nos recrea sin cesar. Necesitamos una teología coherente con nuestra cosmovisión: una imagen de Dios más allá de la imagen teísta, personalista, antropomórfica; una cristología espiritual, cósmica y pluralista más allá de la simple identificación entre la particularidad de Jesús y la universalidad del Cristo o del Espíritu; una Iglesia democrática no clerical patriarcal; más allá de todo sistema religioso de creencia, ritos y códigos.

El cuidado espiritual de sí y de las Grandes Causas es un gran reto y también una Gran Causa personal y eclesial de hoy. Lo necesitamos.

 

José Arregi

Donostia–San Sebastián, País Vasco, España