El derecho a migrar. Mi Testimonio

El derecho a migrar

Mi Testimonio

 

Yolanda Chávez


Una de las tareas escolares más recientes de mi hijo de once años en su clase de estudios sociales, consistió en hacer un mapa para explicar las primeras migraciones del ser humano. Dibujó caminos con líneas de flechas rojas para señalar los recorridos que aquellos migrantes hicieron sobre los continentes de nuestro planeta…

«Migraron porque se agotaron sus suministros de alimentos debido al súbito cambio de clima. Comenzó a hacer mucho frío; No podían cazar o recoger bayas. Si se quedaban en África, morían».

La primera migración fue provocada por el hambre, el instinto natural por sobrevivir hizo que aquellos seres humanos de hace ya más de 50.000 años, salieran de territorios tan conocidos para ellos y se aventuraran a otros totalmente desconocidos. La posibilidad de encontrar alimentos les daba el coraje y el derecho de hacerlo.

Es la misma razón por la que tuve que dejar mi país. En el hogar se habían agotado las reservas de alimentos para mis hermanos y para mí desde el asesinato de mi padre. Hay una enfermedad que es provocada por vivir mucho tiempo inmersos en la injusticia de una sociedad con rostro de impunidad, de persecución, de asesinato, donde los salarios no son proporcionales a las jornadas de trabajo, donde se corta la cabeza que se levanta... Se llama desesperanza. Mi madre la contrajo, enfermó gravemente, perdió el ánimo, la fe y la fuerza para seguir adelante; ya no tenía ganas de vivir.

Una modesta beca por prestar mis servicios como maestra en comunidades de difícil acceso no daba ya para sostener mis estudios y una familia. Sin embargo sobrevivimos hasta que pude finalizar una carrera profesional.

En ese tiempo de servicio aprendí a sentir a Dios muy cerca. Ocurrió en una humilde aula para alfabetización de adultos en la que me reunía cada tarde con los campesinos que deseaban aprender a leer y escribir después de sus jornadas de trabajo y de mis clases con los niños. Lo sentí en el nombre escrito por primera vez con el puño y letra de su dueña o dueño, y en el gozo de afirmar la propia identidad: «Yo soy Fermín», «yo soy Teresa», «yo soy Felipe»… en el modo en que celebrábamos semejante acontecimiento en el grupo, (cuando una persona lograba escribir por primera vez su nombre, levantaba con ambas manos la hoja donde lo había escrito y todos los presentes aplaudíamos y corríamos a abrazarle) pese a las condiciones de pobreza extrema que como yo, aquellas comunidades se encontraban, vivían con una esperanza que rebasaba mi sentido común.

En aquella humilde aula, los campesinos aprendieron a leer y escribir, y yo aprendí a hablar con Dios. Mis oraciones consistían en pedir una señal que me indicara qué más debía hacer para poder llevar comida a mis hermanos, porque en mi país tener una profesión no significa nada. Una serie de puertas que no se abrían me señalaron el camino al Norte. Emprendí sin remedio el camino, a pie, dejando atrás mi tierra, la tierra donde conocí a Dios, pero también la tierra donde habían asesinado a mi padre y todas mis posibilidades.

¿De dónde viene la fuerza que nos mueve, como tomándonos por los brazos, a caminar más allá de nuestras propias tierras? ¿De dónde viene la esperanza que nos llena el corazón para atrevernos a cruzar valles de muerte? ¿De dónde vino aquella madrugada el dolor que me desencajó el rostro y me agotó las lágrimas al ver morir mi propia carne y mi propia sangre, en la muerte del extraño que no logró alcanzar la frontera como yo?

¡Estoy segura que de Dios! Cuando se cruzan fronteras, Dios las cruza con nosotros, nos habilita para hacerlo, está en la forma de los pies, en la estructura de las manos, en las ganas de vivir. Nos da la fuerza para desear el futuro y el derecho fundamental de pelear por la vida.

Está también en el desconocido territorio donde se enfrenta la más dolorosa falta de solidaridad, la que se da cuando se menoscaba la dignidad del ser humano, cuando se etiqueta a los grupos y se les excluye de derechos como a los «Once millones». Un grupo tratado como objeto, como masa con la que los gobiernos de los territorios de los que se los expulsa y a los que llegan, no saben qué hacer.

No es una masa, son personas con una historia de vida, con genuina fe en el futuro. Personas de rostros invisibles para los poderosos a quienes Dios cuestiona su presencia: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Cuál es el mejor momento para responderle? ¿Cerca de las elecciones o después de ellas?...

Hoy sigo hablando con Dios en un aula, ahora como Maestra de Catequistas. En estas aulas hay personas que forman parte de familias que han sido separadas por las redadas de inmigración, han vivido las deportaciones de familiares arrestados en sus lugares de trabajo, o los han perdido en centros de detención.

También en esas aulas se vive el gozo de afirmar la propia identidad con cuestionamientos tan fundamentales como: ¿quién soy yo? La felicidad de descubrirse a sí misma, a sí mismo, ya no rebasa mi sentido común; ahora lo entiendo.

Sucede en un gran momento. En nuestras circunstancias sentimos el abrazo tierno de nuestra antigua madre: Nantzin, Tonantzin-Guadalupe, Mamita, Madrecita nuestra… Ese abrazo nos reúne como hijas e hijos. Nos alza contra su mejilla, nos despierta de un letargo añejado con miedos y dudas para iluminar nuestra existencia con una gran certeza: somos los hijos benditos, sus más pequeños. Ella es la realidad sobre la que se ha apoyado toda nuestra vida. Nuestra Madre nos hace familia. Unión que es libertad, esperanza, experiencia profunda; nos encontramos de frente con el rostro maternal y tierno de Dios que cuida, protege y consuela a lo más débil, a lo más indefenso. «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?» (Is. 49,15). Las personas inmigrantes reflejamos al hijo entrañable. Esta certeza nos infunde dignidad, fuerza para enfrentar las adversidades y para caminar hacia el futuro. Por instinto natural comenzamos a buscar el amor, el cuidado, la justicia y la paz, características propias de Dios, y desde nuestras condiciones su presencia se manifiesta. Sus entrañas de ternura nos impulsan, nos mueven a ser hijos e hijas solidarias trabajando para relacionarnos con nuestros hermanos y hermanas de maneras justas, dignas, compasivas…

Nace la necesidad de rechazar lo incompatible con una familia humana, de cuestionar aquellos medios de comunicación que explotan el dolor de hogares desmembrados por las deportaciones, a comentarios de presentadores de noticias como: «Los inmigrantes marcharon por las calles exigiendo se respeten sus derechos… un momento, no tienen derechos, ¿cuáles derechos?».

Los derechos están en la persona, el ser persona ya nos da derecho.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 2) confirma que estos Derechos se aplican a todas las personas «sin distinción de ningún tipo, tales como raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otro tipo, origen social o nacional, propiedad, nacimiento u otro status».

Sé que como a los «Once millones», Dios señaló un camino a aquellos seres humanos de las primeras migraciones de hace más de 50.000 años para que no murieran. Los humanos seguimos migrando porque está en nuestra información genética. Se lucha por la vida hasta el último aliento.

Pido a nuestra Señora que me ayude a descubrir los recursos, las palabras y las plataformas para llamar a las conciencias de mis hermanas y hermanos que han dibujado, con sus pasos, líneas de flechas rojas sobre los continentes, para que no se acostumbren al maltrato.

Maltratar o ser maltratadas, maltratados, no está bien. Que se entienda de una vez por todas: no es moral que en los mares, en los cerros y desiertos de nuestra casa común aparezcan cadáveres de mujeres, hombres y niños inmigrantes cada día y nadie haga nada. La migración es un derecho. Los que persiguen, acorralan, o provocan la muerte de inmigrantes, lo están haciendo con Dios.

Dios mismo representa la causa de las personas extranjeras: No maltrates ni oprimas a los extranjeros, pues también tú y tu pueblo fueron extranjeros en Egipto (Éx 23,9).

Este es el momento de la historia en el que más gente vive fuera de su país de origen. En 1990 había 154 millones de emigrantes; en 2000, 174; en 2010, 220; en 2013, 232. Y los migrantes del Sur que viven en otros países del Sur son tantos como los que residen en el Norte. Según el estudio Shattered Families (familias destrozadas) de la Applied Research Center (ARC), en 2011 hubo 5,100 niños que estuvieron en custodia del Estado por la detención o deportación de sus padres de EEUU a México. En 2012 las deportaciones afectaron a 152,426 niños. Según el ARC, si esta tasa se mantiene en los próximos 5 años, al menos otros 15 mil niños enfrentarán estas amenazas.

 

Yolanda Chávez

Los Angeles, California, EEUU