El negro, nacido sin cuna y muerto en vida

El negro, nacido sin cuna y muerto en vida

Carlos María Ariz


Ya en 1495 quinientos indios fueron enviados a España en calidad de esclavos. Afortunadamente, gracias a la protesta enérgica de Fray Bartolomé de Las Casas, Carlos V proclama la ilegalidad de la esclavitud indígena en 1530.

Lamentablemente, para los africanos no hubo mediadores ni debates jurídicos ni teológicos en su defensa. El mito diabólico de «los hijos malditos de Cam», que ya comenzó a circular allá por la Edad Media, sirvió para desautorizar, primero a Portugal y después a España, la caza de esclavos en el Continente negro.

A lo largo de los cuatro siglos que siguieron a la conquista el número de esclavos negros deportados a América se calcula en once millones y medio, si bien algunos lo elevan a trece e incluso a quince.

El calvario del esclavo se iniciaba en la travesía del Atlántico. Hacinados, como fardos, en pequeñas embarcaciones y atados de pies y manos, compartían el hambre, la humedad, el calor sofocante y las enfermedades más sórdidas en aquellas tumbas flotantes.

Al llegar a tierra una refinada técnica de tormentos les aguardaba como señal y garantía de sumisión total a un degenerado patrón, quien desahogaba sus instintos en tan desafortunadas víctimas. Algunos de los tormentos consistían en aplicar hierros encendidos a las partes delicadas del esclavo, atarlo a una estaca para ser lentamente torturado por la voracidad de los insectos, quemarlo vivo, azuzar contra él perros y serpientes, violar a las mujeres, etc.

Y todo esto, avalado legalmente por un nefasto código negro, escrito en Francia en 1685, «el texto jurídico más monstruoso que han producido los tiempos modernos», en frase de Louis Sala-Molins.

Pero la brutalidad del dueño esclavista no se ceñía a la tortura física: había de llegar hasta la destrucción de la identidad personal de esclavo. Se los dividía según naciones para fomentar rivalidades y autodestruirlos socialmente. Se separaba a los hijos de sus padres a fin de que no pudieran recobrar la identidad familiar. Dispersándolos por tierras extrañas, se les quería hacer víctimas de una total alienación.

Hoy los afroamericanos son los depositarios naturales de los viejos esclavos.

Al igual que aquellos negros fornidos, de brazos robustos y baratos, importados de Africa para explotar las nuevas tierras, ambición desmedida del capitalismo europeo, los negros de hoy, marginados por la discriminación racial, tienen que contentarse con una agricultura elemental de técnicas rudimentarias y escaso rendimiento, en exiguas plantaciones de los ríos, en los claros de la selva donde cultivan maíz, arroz, plátano, ñampí, yuca, ñame, etc., para la propia subsistencia y un modestísimo intercambio del mercado, cuando se puede.

A pesar de todo, este pueblo que nace a la fe cristiana como víctima de los más graves escándalos religiosos y sociales, y que no se fía de la sociedad pudiente, indiferente y opresora, ha sabido interiorizarse en el mundo de sus antepasados y aprender de sus muertos la dimensión de una religiosidad sincretista, pero con un fuerte sabor a cruz. Ahí es donde los negros fraguan su «conciencia negra» como reflejo de sus luchas históricas contra el despojo de sus identidades culturales, étnicas e históricas que ancestralmente portaron desde Africa.

El pueblo negro ha sabido aprovechar la negritud para identificarse, unirse y crear valores comunitarios en auténtica cruzada contra toda discriminación racista heredada de la sociedad colonial.

Carlos María Ariz,

obispo de Colón, Panamá