El ser humano como ser político

El ser humano como ser político

Claudia Korol


Nacer es un acto político. Es el primer gesto de curiosidad y de autonomía frente al mundo pre-establecido al que llegamos.

No me refiero al nacimiento biológico, sino a ese momento en que en relación con la comunidad, el ser que ha salido del vientre de una mujer comienza a humanizarse, a socializarse, a crear vínculos que constituyen sus deseos, sus prácticas, sus ideas y creencias, sus proyectos individuales y colectivos. Se puede asumir como hijo o hija, cuando una mujer se asume como madre o un varón como padre (con independencia de haberlo o haberla gestado). Se asume como ser humano cuando se reconoce en la comunidad que lo recibe, y en ella comparte y crea identidad, lenguaje, usos y costumbres, cultura.

Es en la vida cotidiana donde se producen los gestos políticos que organizan estas relaciones. Serán experiencias de subordinación o de libertad, de competencia o de cooperación, de domesticación o de rebeldía. Será la familia la institución primaria que reglamente una manera de humanizarse o será la comunidad. Será la pertenencia a un pueblo invadido, como quienes nacen políticamente en el contexto actual de Irak. Será la indignación de quienes en el corazón de EEUU rechazan la pertenencia a la cultura hegemónica. Será la experiencia de quienes nacen en el seno de los pueblos originarios de Nuestra América, avasallados por el saqueo y el genocidio colonial y neocolonial. O será la alienación de quienes encuentren su identidad en el espejo con los opresores...

No será lo mismo socializarse como mujer que como hombre, como heterosexual o como travesti, lesbiana o gay, como blanco o como negro o indígena.

Cada identidad asumida en el proceso de nacer como personas es un acto político, seamos o no concientes de esta dimensión fundante de nuestra subjetividad. Estemos o no claras y claros de aquel momento que Bertold Brecht llamó «alfabetización política».

Es tan político asumir la domesticación que desde el poder se ejerce para generar la ficción homogeneizante, alrededor de un patrón cultural burgués, imperialista, racista, xenófobo, patriarcal, guerrerista, como sublevarse frente a esa hegemonía. Es político reproducir el consenso conservador transformado en «sentido común», y también cuestionar desde una pedagogía emancipatoria la trama en la que la dominación busca perpetuarse, al tiempo que se ejercen búsquedas de creación de nuevos sentidos.

En esta perspectiva, ser humanos o humanas significa ubicarnos en el conjunto de las relaciones sociales, de manera que reproduzcamos la cultura que oprime y disciplina los cuerpos, ideas y deseos, o que promovamos con nuestras vidas la emancipación colectiva e individual, la anticipación en nuestras prácticas del reino de la libertad en este mundo. Significa también una actitud frente a la naturaleza, que reproduzca la lógica depredadora y desintegradora que se reconoce en el concepto de «explotación», o desafiar la creatividad inventando una manera de vivir en el mundo que permita establecer relaciones de intercambio con el ambiente en el que nacemos y crecemos, evitando los riesgos ya evidentes de su destrucción, o de tornarlo inhabitable para la especie humana.

En los últimos años, distintos procesos han concurrido para la enajenación de la política en los movimientos populares. Su deslegitimación es tal, que resulta «políticamente conveniente» llenar las listas electorales con artistas, deportistas, vedettes, humoristas, que intentan convencernos que «no son políticos», sino que su compromiso está «con la gente». Concurren ahí diversos factores, como la derrota de los proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, y la mutilación de generaciones enteras de luchadores sociales realizada por las dictaduras; el descrédito de las izquierdas, producido ante el derrumbe del llamado campo socialista; la fuerza que en los años 80 cobró la contrarrevolución conservadora y las prédicas del «fin de la historia»; y también, en los 90, las políticas de financiadoras y ONGs, que invirtieron demasiados recursos en «capacitaciones», dirigidas a los «nuevos movimientos sociales» (a los que se nombró así para diferenciarlos teórica y prácticamente de los históricos movimientos populares y/o clasistas), que tienen como objetivo promover una fractura entre sus demandas específicas, y la posibilidad de que las mismas se articulen en proyectos anticapitalistas y/o socialistas.

En el marco de las políticas neoliberales que condujeron a estos movimientos a garantizar día a día la sobrevivencia, estableciendo una cultura de pragmatismo e inmediatismo, se realizó la operación ideológica de despolitización de los movimientos, mientras se producía simultáneamente la monopolización del ejercicio de la política en los reducidos círculos del poder mundial y de los poderes locales.

«Lo personal es político», dijeron hace ya varias décadas las feministas. Tal vez el momento que vive América Latina, nos permita avanzar en la recuperación no sólo de las dimensiones políticas de la resistencia, sino también en la profundización de la conciencia, a partir del ejercicio de nuevos vínculos que hagan del nacimiento, del crecimiento, e incluso de la muerte, no determinaciones de la naturaleza, sino gestos culturales de práctica de la libertad. Procesos cotidianos de creación de autonomía, de constitución de sujetos individuales y colectivos, protagonistas de su propia historia.

El nacimiento de los seres humanos como seres políticos, no es sin embargo un proceso espontáneo. Es posible desde una praxis que confronte, de manera sistemática, todas las formas de ejercicio de la dominación: desde la explotación del capital trasnacional, hasta las maneras en que el patriarcado naturaliza el disciplinamiento de la mayor parte de la humanidad. Desde las guerras de rapiña del imperialismo, hasta el autoritarismo adultocéntrico que reserva a las y los jóvenes el lugar de personas inacabadas, que deben quedar en la sala de espera de un mundo organizado por generaciones precedentes, y que condena a los ancianos y ancianas al lugar de seres descartables. Razones que no se fundan más que en una lógica basada en la obtención de máxima ganancia, en la transformación de la vida en mercancía.

Nuestra humanización requiere la desmercantilización de las relaciones sociales, la democratización de los vínculos, la descolonización cultural. Y esto significa, una vez más, una alfabetización política, que permita «desnaturalizar» las modalidades encubridoras de la explotación del capital y de la dominación patriarcal, que se refuerzan mutuamente en procesos como la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía, del cuerpo de las mujeres en mercancía, de las tierras y de las aguas en mercancía, de la vida en mercancía. Recuperar la vida humana, como vida política, implica desafiar también las marcas y cicatrices que la colonización cultural deja y recrea en nuestras subjetividades, como el racismo, el culto a las jerarquías, la dependencia ideológica de las ideas del llamado Primer Mundo, la fetichización de la propiedad que nos fue enajenada históricamente en sucesivos saqueos, todos amparados por la impunidad de los antiguos y de los nuevos genocidas.

Los movimientos populares crean y recrean modalidades de diálogo, de acción, de prácticas, que abarcan las relaciones interpersonales, grupales, y de cada movimiento con otros espacios de la sociedad. Las maneras en que éstas se establecen anticipan el mundo que se está soñando crear. Si la corrupción y el autoritarismo, la violencia y la intolerancia, son consistentes con las políticas hegemónicas del capital, la reproducción de estas modalidades en el seno de los movimientos, no hace sino colapsar la capacidad de proyectar en la subjetividad y en el imaginario del pueblo, las posibilidades de una nueva sociedad.

El «hombre nuevo», que intentó crear el Che con su propia vida, o la «nueva mujer», encarnan los valores y actitudes opuestos a los del tipo de hombres y de mujeres que reproducen la cultura capitalista: egoístas, consumistas, individualistas.

Nacer hombres nuevos y mujeres nuevas, no como consignas, sino como revolución permanente, es un desafío actual de la «pedagogía de la esperanza y de la autonomía», como nombrara Paulo Freire a la educación popular. Nacer sin apuros pero de manera sostenida nuevas organizaciones y nuevas sociedades, es una tarea de este tiempo. Los Pueblos crearán en este camino una política, una manera de ser humanos y humanas en la que se enamoren las palabras y los actos, los valores y las conductas, los deseos y las realizaciones, las esperanzas y la dura batalla cotidiana de sobrevivencia, la teoría y la práctica, las ciencias y las pasiones.

«Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”, escribió el Che en 1965. Tal vez de ese encuentro del amor y la política, nazcan nuevos hombres y mujeres... que tengan mayor capacidad subversiva frente a las opresiones, una curiosidad sin límites en el conocimiento, una indignación más sincera frente a cada injusticia, y una entrega solidaria que invite a que otros muchos hombres y mujeres, se atrevan a nacer, no en el mundo pre-establecido, sino en el mundo nuevo que estaremos inventando.

 

Claudia Korol

Buenos Aires, Argentina