El transhumanismo como reto espiritual

 

José Arregi Donostia-San Sebastián, País Vasco, España

 

Me asombra ver lo que ha cambiado el mundo en los últimos 60 años. Y me inquieta sobremanera constatar que el principal motor del cambio acelerado son la economía neoliberal y la guerra, que son una misma cosa. La ambición de ganar, o tal vez, en el fondo, el miedo a perder. La rivalidad universal, la competitividad sin freno, la lucha de todos contra todos.

La humanidad vive el momento más crucial de toda su historia, y la advertencia de Jesús tal vez tenga más sentido que nunca: ¿De qué sirve al ser humano ganar todo el mundo si pierde su alma? (Mt 16,26). No hablaba del «alma» ni del «más allá», sino del aliento vital que sostiene la vida de todos los seres.

La vida y el destino común están en juego más que nunca, debido al fenómeno del llamado transhumanismo, término creado a finales de los años 50 del siglo pasado para designar un movimiento que predice o preconiza la «mejora» de nuestra especie humana en sus capacidades físicas y cerebrales.

No es ciencia ficción. El proceso de «transhumanización» está en marcha. Gafas, marcapasos, trasplantes, cirugías, pastillas, automóviles, smartphones… todos somos más o menos «humanos mejorados». Pero eso no es nada comparado con lo que nos anuncian: cultivo de toda clase de órganos trasplantables (¿hasta un cerebro?), nanochips incorporados que podrán detectar y tratar enfermedades, ampliar (¿hasta dónde?) la capacidad de nuestra memoria e inteligencia, o hablar toda clase de lenguas sin haberlas estudiado… ¿Y si fuera posible la identificación y alteración genética de las neuronas responsables del Alzheimer, de la depresión, de la angustia, o las enfermedades en general? ¿Y si pudiéramos vivir cientos o miles de años, o ser a-mortales? ¿O volcar toda la información de nuestro cerebro en un ordenador? ¿O integrar las diferentes redes cerebrales y producir una conciencia más amplia, más allá de la sensación de un yo separado?

Los interrogantes se agolpan: ¿Quién podrá permitirse dichas «mejoras», servirse de ellas? ¿Seremos más fraternos o más desiguales que nunca? ¿Seremos más libres y felices, o más infelices, esclavos de unas pocas empresas que sabrán todo de nosotros y podrán manipularnos en todo, una clase humana inferior al servicio de una élite? ¿Servirán las tecnologías para curarnos de nuestra competitividad, miedos y codicias, ansia de conquistar y dominar?

Los precedentes y los datos son inquietantes; los intereses, colosales; las inversiones, astronómicas. El Pentágono y los ejércitos de los países poderosos son los primeros inversores y clientes de las tecnologías biológicas e informáticas punteras. Asusta.

En algún momento, el transhumanismo ya en marcha desembocará en posthumanismo, cuando hagamos nacer seres con nuestro ADN alterado que ya no puedan llamarse ni Homo Sapiens ni Homo de ningún tipo. O cuando seamos capaces de construir ciborgs (cuerpos compuestos de org-anismo y cibernética) o robots más inteligentes y poderosos que nosotros. ¿Serán seres conscientes? ¿Tendrán imaginación simbólica? ¿Sentirán emociones: alegría, tristeza, ternura, codicia, orgullo, miedo, odio? Todo indica que al menos podrán simular lo que llamamos conciencia y emociones. ¿Aprenderán a intuir, imaginar e inventar decisiones, como al parecer lo hizo el programa AlphaGo que venció por un contundente 4 a 1 al indiscutible campeón mundial coreano Lee Sedol en el año 2016? No se puede descartar.

Y, si así fuera, ¿qué decidirán? ¿Qué harán con nosotros, los pobres humanos? ¿Se comportarán con nosotros como nosotros lo hemos hecho con los bosques y los mares, los insectos y los peces, las ballenas y los elefantes, las gallinas de corral, los cerdos y los terneros criados para el sacrificio, los ratones y los chimpancés, o con las negritudes, los esclavos, los países colonizados? Dicho de otra forma, ¿los humanos mejorados y los posthumanos inteligentes seguirán el ejemplo del Homo Sapiens, Homo Depredator y Exterminator de cuanto ha encontrado a su paso, llevado por su afán de ser como «Dios», de erigirse en criterio supremo del bien y del mal, de lograr la omnipotencia, hasta abatir del árbol de la vida?

Recordemos la historia. Sucedió hace unos 12.000 años, cuando los Homo Sapiens cazadores-recolectores nómadas aprendieron a sembrar semillas, a domesticar animales, a labrar la tierra, a construir casas y aldeas, palacios y templos, a imaginar dioses –masculinos sobre todo– a su imagen y semejanza. Se hicieron dueños de la tierra y se volvieron esclavos unos de otros. El mundo cambió sobremanera.

En esa cultura agraria, patriarcal y jerárquica, antropocéntrica (con el ser humano en el centro) y androcéntrica (el varón en el centro) nacieron justamente las grandes religiones tradicionales, con sus divinidades, creencias, ritos y normas morales. Sobre esa visión antropocéntrica del cosmos que mira al ser humano –al varón sobre todo– como centro y señor de la creación, siguen estando cimentadas en particular las religiones monoteístas que dominan buena parte del mundo religioso, e incluso político: su imagen de Dios, sus conceptos de revelación, pueblo elegido, libros inspirados, acción divina en el mundo, sus nociones de libertad, pecado, perdón y salvación, su organización social.

Pues bien, esa visión antropocéntrica del mundo se está derrumbando, y con ella los cimientos, la gramática y todo el andamiaje que han sustentado y siguen aún sustentando las religiones tradicionales. Las ciencias, en los dos últimos siglos y sobre todo en las últimas décadas, han echado por tierra la visión humanocéntrica del cosmos, de la realidad en su conjunto. Se calcula que existen billones de galaxias con cientos de miles de millones de estrellas, muchas de ellas con planetas. Se considera probable que haya vida, incluso inteligente, aunque no sabemos en qué forma, en otros planetas. Somos polvo de estrellas extintas, descendientes de las bacterias, primos hermanos de los chimpancés, con los que compartimos el 99% de nuestro ADN. La física y la biología demuestran que todo está en relación con todo. Las ciencias amplían sin cesar nuestros horizontes, desenmascaran nuestras pretensiones humanocéntricas. Son «trans-humanistas» en ese sentido.

Ese «transhumanismo» que nos desplaza del centro y nos llama a la santa comunión de la vida no sólo es bueno, sino además ineludible, si queremos salvarnos junto con el planeta viviente. La realidad, desde las partículas subatómicas hasta las galaxias en expansión, está habitada por una asombrosa energía expansiva y unificadora, la ruah o el espíritu del Génesis que «aleteaba» o «vibraba» sobre las aguas, fecundándolas (Gn 1). Todo se mueve y se transforma. Nada está acabado. Nada está hecho, sino haciéndose. Nada está creado, sino creándose. Nada está cerrado, sino abriéndose. Transcendiéndose. También el ser humano está inacabado, está movido por ese dinamismo inagotable, transformándose sin cesar, abierto a nuevas formas de ser.

Lamentablemente, no es ése el transhumanismo que interesa a la lógica de la economía neoliberal, a la lógica del poder y del dominio, de la loca competitividad y de la guerra, a la lógica que nos ha traído hasta esta situación insostenible, al borde del abismo. Salta a la vista y espanta. Nos hallamos en la encrucijada más importante de toda nuestra historia: o tomamos las medidas éticas, políticas y económicas necesarias para un transhumanismo de la comunión planetaria o nos hundiremos en el abismo. Si esta pobre especie Homo Sapiens que somos, llegados a la supuesta cima de nuestro saber y poder, seguimos imponiendo los intereses particulares de unos contra el Bien Común, terminaremos creando o seguiremos creando seres humanos, transhumanos o posthumanos depredadores. Entonces, quienes lleguen a poseer más poder que nosotros acabarán esclavizándonos o exterminándonos. Será el fracaso definitivo del género humano y de la especie Sapiens.

Ésa, y no el declive de las religiones, es la profunda crisis espiritual de nuestro tiempo. Ése, y no otro, es el reto espiritual: respirar y espirar, recibir e infundir, el aliento vital de la ruah creadora, la ruah que sostiene y expande la vida, la ruah que habita en todos los seres, y de todos ellos en su inagotable diversidad hace un solo cuerpo. Las religiones podrían aportar la sabiduría personal y política que late en sus textos fundantes y en su larga tradición, pero para ello sería necesario que se liberen de credos, códigos e instituciones milenarios que hoy han dejado de ser creíbles.

Sólo una profunda espiritualidad podrá salvar la humanidad de hoy y la transhumanidad de mañana. Sólo una espiritualidad ecoliberadora, contemplativa y política, con o sin religión, podrá asegurar la fratersororidad justa y feliz de todos los vivientes.