Francisco de Asís: un cántico precursor

Francisco de Asís: un cántico precursor

José Arregi


El Cántico de las criaturas o del Hermano Sol de Francisco de Asís, escrito en el italiano incipiente del s. XIII, en el dialecto local del valle de Umbría, puede considerarse precursor de la revolución político-económica, cultural, espiritual, de la ecovisión y ecopraxis que hoy necesitamos urgentemente para salvar la comunidad de vivientes que constituye la Tierra.

Es el canto de un pobre. Francisco descubre el gozo de vivir y canta a la vida justamente cuando se ve despojado hasta el extremo de todas sus «posesiones» y proyectos. Es la condición sine qua non de su ecología integral. Veinte años atrás había descubierto el Evangelio de Jesús: una vida libre, compasiva, sanadora, unas relaciones fraternas sin jerarquía ni sumisión. «Esto es lo que quiero vivir», se dijo. Y sintió que era también lo que tantos hombres y mujeres de su tiempo soñaban y buscaban en el fondo: un mundo sin señores feudales ni caballeros ni castillos ni siervos miserables, un mundo libre, justo, fraterno, y una nueva Iglesia, sin palacios ni ejércitos, sin clérigos ni laicos, una Iglesia libre, fraterna, pobre, hermana de los últimos. Eso soñaba.

Y emprendió su camino con un puñado de hermanos, sin reglas ni montajes. No deseaban ser ni clérigos ni monjes. Se llamaban «Hermanos menores», y deseaban ser los últimos, compartir las desdichas y las alegrías de los más pobres, los campesinos miserables, los siervos, los mendigos, los leprosos, los últimos de los últimos. Iban por los caminos de aldea en aldea, sin casa, ni dinero, ni nada propio. Su vida era una denuncia radical del desorden existente, pero anunciaban la alegría de vivir: la fraternidad en la pobreza. La paz, el perdón, la esperanza.

Rápidamente, sin embargo, aquella alegría primaveral se vio sometida a la prueba más dura: la del éxito. Los hermanos aumentaron y se fueron instalando en conventos de piedra, en el corazón de los burgos. La fraternidad se volvió Orden de religiosos clérigos, doctos, importantes, poderosos. Entonces, la duda, el desencanto, el sentimiento de soledad fueron apoderándose del corazón de Francisco. No era eso lo que había soñado. Pero no se sentía capaz de cambiar aquel rumbo ni quería enfrentarse con sus hermanos. En 1220 dimite de su responsabilidad al frente de los hermanos. Cuatro años más tarde se retira a una montaña, lejos.

En la primavera de 1225, la crisis de Francisco es total. Tiene 44 años. Está gravemente enfermo: el estómago le sangra, le duelen el hígado, el bazo, los ojos, sobre todo los ojos. Presiente la muerte. Se siente solo y fracasado, al borde de la desesperación. Pero entonces, en el fondo de su ser, se enciende la luz: recibe la seguridad de la «salvación eterna», del «cielo». Es el lenguaje del tiempo. Traduzcámoslo: siente el milagro de vivir, de ser uno con todos los vivientes, todos los seres. Se siente envuelto en el Bien Infinito. Despojado de todo, es libre de todo y de sí mismo, de todos sus deseos, de todas sus angustias. Y rompe a cantar.

«Altísimo, omnipotente, buen Señor». Así arranca su Cántico. Se dirige a Dios en los términos teístas propios de la tradición cristiana, que hoy resultan problemáticos incluso para muchos cristianos. Llámalo como quieras. Lo Que Es. El Fondo de la realidad. O la Vida. O la Creatividad sagrada. Nombres de Dios más allá de nuestras estrechas imágenes personales. Dios transpersonal. «El Bien, todo Bien, sumo Bien» lo llama Francisco en un billete escrito para su querido hermano León, en el que también dice: «Tú eres humildad, paciencia, mansedumbre. Eres belleza, frescura, seguridad. Gozo, paz, todo». Cuando alguien llega al total desapego o a la total compasión, entonces se le transforma la mirada y ve la Realidad como es: como un Corazón inmenso que late en todo, que todo lo mueve. Vivir es gracia, a pesar de todo, independientemente de religiones y creencias. Todo es posible. Otro mundo fraterno y feliz es posible. Podemos bendecir y cantar, gozar y celebrar la vida. Sólo así podremos cuidarla. Ecología integral.

«Loado seas», repite Francisco una y otra vez. «Loado seas con todas las criaturas», «por todas las criaturas». Los exégetas franciscanos insisten: esas preposiciones hay que entenderlas en sentido agente: Francisco no alaba a Dios o el Infinito «a causa de las criaturas», sino que se une a la alabanza que brota del corazón del universo y de cada criatura.

Pobre del todo, se une al canto de todos los seres. Todo canta, desde las galaxias en expansión hasta las partículas atómicas que apenas empezamos a descubrir. Así mira el poeta pobre de Asís el cosmos entero, con ojos nuevos. Todo canta, todo agradece, todo vibra. Él se une humildemente a esa alabanza cósmica, y siente cómo se alivian los dolores de su cuerpo y las angustias de su pequeño corazón. Se siente pequeño y feliz.

Se siente sobre todo en comunión profunda con todo, profundamente hermano de todos los seres. Sólo puede ser solidario quien se siente hermana, hermano. Sólo puede ser hermano quien es pobre de sí. Hermano sol, hermana luna y estrellas, hermano viento y aire y nublado y todo tiempo, hermana agua, hermano fuego. Hermana Madre Tierra. Así se expresa porque así se percibe. Hijo de un próspero burgués de Asís comerciante en telas, en su primera juventud aspiró a acceder a la clase superior de los nobles siendo investido caballero, gracias a su riqueza. Pero se encontró con los pobres de Asís, sobre todo los leprosos, y su mirada cambió. Y miró largamente a Jesús crucificado en la capillita semiderruida de San Damián, en el mismo lugar donde ahora dicta la letra y la melodía de su cántico. En el crucificado había reconocido a todos los crucificados, y quiso vivir con ellos, como ellos, para ellos. Como Jesús.

En el momento en que el medioevo italiano deja paso al Renacimiento, que exaltará la centralidad y el predominio del ser humano sobre toda la creación, Francisco se siente hermano de todos los seres, empezando por los últimos. Sin saberlo, está corrigiendo de raíz el radical antropocentrismo de la tradición bíblica que la teología, la filosofía y las ciencias occidentales llevarán a su máxima expresión. «Dominad» (Gn 1,28). La tierra como centro del cosmos. El ser humano como centro de la tierra, como señor soberano de todos los demás seres, como culmen y corona acabada de toda la creación.

Miremos a dónde nos ha conducido este antropocentrismo, inseparable del androcentrismo, del cristianocentrismo, del eclesiocentrismo, del eurocentrismo y de todos los centrismos. Equilibrios ecológicos mil-milenarios destruidos. El dolor de tantas especies vivientes, el clamor de la Tierra, el clamor de los pobres, de pueblos y continentes enteros. Siempre el afán de estar en el centro y por encima. La riqueza de unos pocos conseguida por la violencia de las armas y del capital financiero.

Francisco, sin saberlo, nos traslada a otro paradigma, más allá incluso de la rancia distinción entre materia y espíritu. Cuando se lavaba las manos, escogía un lugar donde el agua no fuese pisoteada. Dejaba que los candiles se apagaran por sí solos. Pisaba con respeto la tierra y las piedras del camino. No podía ver sufrir o matar a ningún animal. ¿Leyendas? Hay mucho de leyenda, pero sobre todo una sensibilidad. Somos una comunidad de vivientes en una Tierra viviente, evolutiva, creativa, en un universo sin centro en expansión creativa, un universo que canta. No habrá salvación para la comunidad de los vivientes ni, por tanto para nuestra especie humana –que no es ni la primera ni la última– mientras no hagamos nuestra esta perspectiva ecológica radical, mientras no pasemos de la lógica del dominio al cuidado mutuo.

Muchas veces se ha señalado con extrañeza la ausencia del ser humano en este Cántico de las criaturas. No ocupa el centro. Simplemente se une a las criaturas que son, viven, cantan. Es un hermano más. Pero llegamos a la penúltima estrofa que dice: «Loado seas por aquellos que soportan enfermedad y tribulación». El ser humano es un pobre ser sufriente que, por su voluntad de posesión y de dominio, en el fondo por su miedo, causa infinidad de conflictos y sufrimientos a sí mismo y a los demás. «Bienaventurados los que sufran en paz» y los que no hagan sufrir. En ese momento, a Francisco le llega la noticia de que un grave conflicto enfrenta al obispo y al alcalde de Asís. Media entre ellos y logra que hagan las paces. Y añade a su cántico el verso: «Loado seas por aquellos que perdonan». No hay paz, no hay vida, no hay ecología humana y planetaria sin perdón: sin ponerse en el lugar del otro y desearle lo que desearíamos para nosotros.

Tampoco hay vida sin muerte. El médico anuncia a Francisco que su muerte es inminente. Entonces añade una estrofa y acaba su cántico alabando a la Vida por la «hermana muerte». La vida que se da no muere. He ahí la primera o la última clave de la ecología integral de Francisco y de la nuestra.

 

José Arregi

Donostia–San Sebastián, País Vasco, España