Hacia otra noción de «riqueza»
Hacia otra noción de «riqueza»
Hay instrumentos conceptuales tradicionales que ya no sirven
Edgardo Lander
Nos encontramos ante una nueva condición planetaria histórica que podemos reconocer ya claramente: se trata nada menos que de una crisis de civilización, de la imposible continuidad del «modelo industrialista y depredador basado en la lucha de los humanos contra la naturaleza», en la identificación del bienestar y la riqueza como «acumulación de bienes materiales», con las consecuentes expectativas de «crecimiento y consumo ilimitados, de más y más». Esto, sencillamente, no es posible.
Ya dejó de ser una discusión si el modelo de vida de las comunidades andinas o de las comunidades de la Amazonia gusta más o menos que el modelo de vida de las comunidades suburbanas norteamericanas, pues éste ha venido a convertirse en una radical imposibilidad. Hoy, pensando el planeta en términos de «huella ecológica», en téminos de la apropiación de la capacidad productiva global de la Tierra, con todas sus dimensiones de vida, se constata que está siendo explotada más allá de su capacidad de reposición, de recuperación. Los seres humanos que vivimos hoy estamos utilizando no sólo la totalidad de la capacidad de reposición, sino la parte que les correspondería a las futuras generaciones.
Esto ocurre, además, en un contexto en que una proporción muy importante de la población del planeta no tiene agua potable ni acceso a alimentos que cubran el mínimo de calorías diarias necesarias. Estamos en una situación en la que los cálculos muestran que ya hace varias décadas que hemos pasado a un juego de suma cero: si estamos utilizando más allá de lo disponible, los ricos se hacen más ricos, necesariamente, reduciendo los recursos para los más pobres.
Ésta no es una predicción apocalíptica de unos ambientalistas afiebrados, sino una constatación inobjetable. Pero, si es así, ¿por qué seguimos la vida como si esto no estuviese ocurriendo? ¿Por qué continúan las negociaciones de la OMC, las políticas públicas en función de desarrollo, progreso e industrialización, como si éstos fueran problemas de otros? La realidad nos indica que uno de los límites principales para transformar la sociedad -más allá de los límites que ponga el imperio, o las clases dominantes, o las transnacionales, o la oposición de la derecha en el caso de las reformas constitucionales- está en nuestras propias cabezas, en un pensamiento atado a la reproducción de lo existente, en nuestra débil capacidad para imaginar otras formas de entender las cosas.
Las disciplinas en las cuales estamos formados, en particular la economía, son eurocéntricas, coloniales; fraccionan la vida en pedazos y, arbitrariamente, asignan a unos u otros como su objeto. La economía se reduce a una visión muy particular, que tiene que ver con una herencia de la construcción de la «sociedad de mercado» de la tradición liberal -lamentablemente asumida en una forma relativamente acrítica también por la tradición marxista socialista, en varios sentidos-.
Así, lo que se entiende por «riqueza», su cuantificación, la definición de qué mide y qué no mide, tiene un instrumento básico con el cual se evalúa todo el ámbito económico: las cuentas nacionales. Pero éstas miden unas cosas y no miden otras. No miden la capacidad productiva de la vida, toda la capacidad de subsistencia que no implica intercambio mercantil, todo el ámbito -ampliamente extendido en el planeta- del trabajo de las mujeres en el hogar como condición de reproducción; miden apenas una porción de un proceso mucho más vasto. Al mismo tiempo, omiten los procesos destructivos, con lo cual muchas veces aparece como «acumulación de riqueza» lo que es en realidad un «proceso sistemático de empobrecimiento colectivo», porque se están destruyendo las condiciones que hacen posible eso mismo que llamamos riqueza.
En este sentido, seguir pensando en términos economicistas y antropocéntricos, sobre la idea de «recursos naturales», supone que el agua, la tierra y los bosques... son recursos para la producción económica. En términos simbólicos, esto opera de la misma forma como las feministas han demostrado que funciona la reiteración del lenguaje patriarcal: cuando pensamos en la categoría «recursos naturales» automáticamente vemos un «recurso» que podemos utilizar; si se nos está acabando lo cuidamos, pero como un recurso.
¿Cómo podemos pensar esto en otros términos? Veamos un ejemplo. Al sur del río Orinoco, en Venezuela, hay una amplísima floresta tropical que se conecta con la Amazonia, con niveles extraordinarios de precipitación, de diversidad biológica, con pueblos indígenas diversos que llevan miles de años viviendo en esta condición. Incluso desde el punto de vista directamente económico, es una zona vital para la Venezuela contemporánea, pues de ahí dependen las represas que significan setenta por ciento de la electricidad del país. Pero resulta que bajo esa extraordinaria riqueza hay oro, mucho oro. Garimpeiros brasileños y venezolanos lo explotan, utilizando técnicas artesanales: usan unas bombas hidráulicas que levantan el suelo vegetal y crean grandes pantanales, utilizando mercurio para conseguir que el oro se deposite en ellos y pueda recogerse. Con esto se destruye la capa vegetal, se afecta a la biodiversidad, a la capacidad generativa de agua y de hidroelectricidad. En los charcos y pantanos prolifera el mosquito del dengue y está regresando el paludismo, enfermedad que amenaza la vida de las poblaciones indígenas de la zona; el mercurio contamina la cadena alimenticia que empieza por los peces de esos ríos y termina en las poblaciones urbanas. Con ese impacto dramático se procesa el oro que se convierte en lingotes, depositados nuevamente debajo de la tierra, ahora en las bóvedas del Banco Central. Y las cuentas nacionales nos dicen que somos «más ricos»...
Aquí hay algo que no funciona. Con los criterios que se reflejan en esta medición y evaluación, estamos imposibilitados conceptualmente para pensar un mundo diferente. Si queremos efectivamente pensar en una relación distinta de lo humano con el resto de la vida, es preciso cuestionar los supuestos y las construcciones disciplinarias, las formas de medir, de cuantificar, de evaluar.
Bajo el predominio de los conceptos e instrumentos que conocemos y que se reproducen como si de «leyes naturales» se tratara, proyectos económicos tanto de izquierda como de derecha pueden reivindicarse igualmente como exitosos. Tanto Hugo Chávez como Alan García podrían afirmar que sus proyectos económicos son maravillosos porque el crecimiento en ambos países está por encima del ocho por ciento. Estas mediciones ocultan así diferencias y semejanzas, pero también condicionan los hechos; las evaluaciones que se desprenden de esos números marcan pautas de por dónde seguir; son entonces una trampa, pues inducen a repetir, a reproducir la forma de hacer las cosas.
En el mundo de hoy se observa una tendencia a «seguir haciendo lo mismo pero con un ‘adorno ambientalista’», con un aparente interés por la conservación que en la práctica queda totalmente al margen, pues las decisiones fundamentales sobre políticas económicas, sobre inversión, sobre crecimiento, en suma, sobre el modelo y sus medidas... continúan siendo dictadas desde los organismos internacionales, desde la Organización Mundial del Comercio -que se ha convertido en el principal de ellos- junto con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional -aunque este último se encuentre relativamente debilitado-. Las declaraciones de las Naciones Unidas sobre medio ambiente resultan esquizofrénicas, pues hablan de unos principios, de unas preocupaciones por las culturas y la naturaleza carentes de incidencia, mientras por otro lado reafirman esta economía destructora.
Resulta importante reconocer que los instrumentos con los que contamos para analizar estos asuntos ya no nos sirven. Son instrumentos que convierten en «natural» y en inevitable lo que venimos haciendo. Son conocimientos de matriz colonial y eurocéntrica, unas ciencias sociales modernas de origen liberal que han construido como natural e inevitable este patrón civilizatorio. Y esta visión se legitima a través de todo el sistema educativo, de manera muy particular, en nuestros tiempos, en las escuelas de economía, donde se «naturaliza» este orden a través de la cuantificación y de la objetivación de las «leyes económicas».
A estas alturas el problema ya no es sólo la economía neoclásica, no es únicamente el modelo neoliberal de la economía, sino el propio modelo de la economía, la noción misma de «riqueza», la noción de qué se cuantifica, qué medimos... Esta concepción, lo que hoy se entiende por riqueza, no nos puede llevar sino a la desaparición de la vida en el planeta.
Edgardo Lander
Caracas, Venezuela