Hacia un modelo ecológico de economía

Hacia un modelo ecológico de economía

Joan Surroca I Sens


Para creer que un crecimiento exponencial puede seguir indefinidamente en un mundo finito, es preciso estar loco o ser economista. Ésta es una idea cada día más generalizada a la vista de la situación mundial actual. ¿Qué empresa, qué familia pueden esperar otro futuro que la ruina si van sufragando sus gastos con el capital, en lugar de ceñirse a las rentas? La Tierra, nuestro capital, está en estado agónico porque la humanidad sigue las pautas de la economía convencional y no se limita a depender de la energía solar, tal como hacen todas las restantes especies existentes. Degradamos los recursos presentes en la corteza terrestre convirtiéndonos en unos biocidas.

La economía se ha convertido en la nueva religión, bien descrita por Jean Paul Besset: «Un solo dios, el Progreso; un solo dogma, la economía política; un solo edén, la opulencia; un solo rito, el consumo; una sola plegaria: Nuestro crecimiento que estás en los cielos... En todos lados, la religión del exceso reverencia los mismos santos -desarrollo, tecnología, mercancía, velocidad, frenesí-, persigue a los mismos herejes -los que están fuera de la lógica del rendimiento y del productivismo-, dispensa una misma moral: tener, nunca suficiente; abusar, nunca demasiado; tirar, sin moderación...». Este tipo de sentencias han colonizado nuestro imaginario y nos resulta difícil librarnos de la toxicodependencia creada a partir de las tesis de la economía neoclásica, hegemónica hasta hace poco. Ésta se circunscribe al estudio del dinero y de los precios y, al poner un excesivo acento sobre el valor económico, todo queda mercantilizado.

La tesis en la que se sustenta la economía ortodoxa (creer que los recursos naturales, el capital y el trabajo son sustituibles) se contradice en la práctica. En feliz expresión de Mauro Nonaiuti: «La ciencia económica quiere hacernos creer que se pueden hacer más pizzas con menos harina, simplemente haciendo un horno más grande (o utilizando más cocineros)». Pero, ¿hay alternativas? Después de Margaret Thatcher, nos cuesta imaginar vida más allá del capitalismo, a pesar de la opinión muy extendida de que precisamos un cambio cualitativo que permita pasar de la economía neoclásica a una economía ecológica. Urge desterrar el PIB (Producto Interior Bruto) como índice para determinar el lugar que ocupan los países en esta carrera mortal. Hay que construir un nuevo sistema que tenga en cuenta la -bioeconomía y la -biomímesis (imitación de la naturaleza). Es imprescindible desterrar definitivamente la idea del crecimiento sin fin.

La nueva economía ecológica se limita a formar parte de un subsistema de la biosfera y evalúa los impactos de la actuación humana. La economía pasa a ser un medio al servicio de la justicia social y de la ciudad feliz de la tradición aristotélica, la eudemonía, que no tiene nada que ver con la «noria del hedonismo», como algunos han bautizado la desmesura actual. No tenemos otra riqueza que el tiempo y cuantos más bienes materiales acaparamos, tanto menos tiempo nos queda para vivir gozosamente, porque cada adquisición requiere tiempo para su elección, uso, conservación, etc. La sociedad del bien-tener es lo opuesto a la sociedad del bienestar, al «buen vivir» del que habla la sabiduría indígena americana (cf. Bremer, en esta -Agenda, pág. 212).

La economía ecológica desmitifica el actual sistema para evaluar la riqueza de los países. El PIB sólo tiene en cuenta la producción de bienes y servicios y, además, suma las actividades desarrolladas para atajar los males provocados por la misma sociedad enferma: las cárceles, los accidentes de circulación... todo eleva el PIB. Robert Kennedy, persona poco sospechosa de izquierdismo, tiene un texto precioso: «El PIB abarca el napalm y el coste del almacenamiento de residuos radiactivos. Y, al contrario, el PIB no tiene en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación, la alegría de sus juegos, la belleza de nuestra poesía o la solidez de nuestros matrimonios. No toma en consideración nuestra valentía, nuestra integridad, nuestra inteligencia, nuestra sabiduría. Lo mide todo, salvo lo que hace que la vida valga la pena de ser vivida».

Jan Tinbergen propuso rebautizar el PIB como FIB (Felicidad Interior Bruta), cambiando los parámetros para determinar el bienestar. Y Clive Hamilton sentenció: «El crecimiento económico no crea felicidad: es la infelicidad la que sostiene el crecimiento económico». La economía se sustenta a base de provocar deseos por medio de una publicidad que sabe cómo hacernos sentir insatisfechos con lo que tenemos y desear aquello que no tenemos. Justo al revés de lo que debe ser: «Una persona es rica en proporción al número de cosas de las cuales es capaz de prescindir» (Thoreau).

Nicholas Georgescu-Roegen es el padre de la bioeconomía, la economía al servicio de los seres vivos. Su mérito fue articular la economía y las ciencias naturales y sociales, particularmente la biología y la física (la termodinámica): toda forma de vida depende de energía y materia en proceso de degradación irrevocable (ley de entropía). El crecimiento económico ha tenido unos elevados costes que nuestra contabilidad económica maquillada no ha reflejado: ni las pérdidas ambientales ni el agotamiento de los recursos.

El término -biomímesis nació en los noventa del siglo pasado aunque en un principio tuvo sólo aplicaciones en la imitación de organismos, particularmente en la robótica. No hay que infravalorar estas investigaciones que revolucionarán nuestro futuro. En la Universidad de Arizona, por ejemplo, se está estudiando cómo una hoja captura la energía, con la esperanza de conseguir una célula solar de tamaño molecular. En Cambridge se ha desarrollado un sistema de almacenamiento a temperatura estable de vacunas que elimina la necesidad de costosos sistemas de refrigeración; esto se ha conseguido observando la Rosa de Jericó, planta que permanece desecada, pero viva, durante años. Pero de lo que se trata es de la imitación de los ecosistemas, además de la de los organismos. Adaptar nuestro sistema productivo siguiendo unos criterios que no dañen la biosfera. La naturaleza ha demostrado su alta capacidad de adaptación y de regeneración a lo largo nada menos que 4.000 millones de años (es «la única empresa que nunca ha quebrado», según la feliz expresión del biólogo Frederic Vester).

Un naturalismo acrítico podría dar alas a sistemas de dominación. Jorge Riechmann da una respuesta acertada: «No es que lo natural supere moral o metafísicamente a lo artificial: es que lleva más tiempo de rodaje». La biomímesis es susceptible de aplicación en todos los campos: el industrial (a diferencia de la economía industrial, los ecosistemas naturales forman ciclos cerrados: los residuos de un proceso son la materia prima de otro); el urbanismo (los núcleos urbanos se adaptan a sus ecosistemas, etc.). Algunos principios de la biomímesis son: limitarse a las energías renovables, especialmente la solar; ceñir los procesos productivos a las materias cuyos residuos pueden ser re-aprovechados; gran respeto a la diversidad; evitar los xenobióticos, como los COP (contaminantes orgánicos persistentes) y los OMG (organismos transgénicos); los transportes deben restringirse a distancias cortas, lo que implica una producción de proximidad (Serge Latouche ejemplifica una situación cómica si no fuera por el CO2 que genera: EEUU, rico en madera, importa cerillas de Japón, que se tiene que procurar madera saqueando los bosques indonesios, mientras que Japón importa sus palillos de EEUU). Remito a las páginas web que se detallan para profundizar sobre el tema.

Son muchos los movimientos, iniciativas y ensayos que están en marcha en estos momentos y que tienen en común planteamientos favorables a lo que viene llamándose «decrecimiento», «reducción», en aquellas sociedades en las que se ha llegado a excesos. Al margen de teorías bien fundamentadas, han nacido un buen número de experiencias productivas que no se pueden encasillar como capitalistas, y que son democráticas y sostenibles a la vez. La banca ética hace algún tiempo que ha empezado a rodar y va sumando nuevos usuarios. Hay cooperativas de muy distinto tipo; asociaciones con objetivos sociales; redes de intercambios (450 grupos sólo en Gran Bretaña, 200 en Francia, y en Argentina 300.000 personas forman parte de «clubes de trueque», etc.) que pueden englobarse dentro del nombre genérico de economía solidaria y ecológica.

Existen, pues, ensayos económicos con unos objetivos sociales por encima del mero lucro y con conciencia de formar parte de un postcapitalismo. Algunos han logrado una cohesión general a escala local: son las experiencias conocidas como Transition Towns, de pioneros irlandeses que idearon estrategias sostenibles en el ámbito municipal para lograr una vida en comunidad, una sostenibilidad energética y una eficiencia productiva. En Italia hay muestras de buenas prácticas (Nuevo Municipio). En otras partes de Europa se ha seguido el ejemplo pionero irlandés de la población de Kindale.

La humanidad siempre ha encontrado soluciones a los grandes retos; ¿tendremos ahora suficiente coraje para pasar ordenadamente a un nuevo modelo económico sin esperar a que una catástrofe nos obligue a ello?

Véase una bibliografía específica sobre «Decrecimiento» en la página complementaria de recursos: latinoamericana.org/2010/info

 

Joan Surroca I Sens

Torroella de Montgrí, Cataluña, España