Hemos vivido mucho más tiempo con diosa que con dios

Hemos vivido mucho más tiempo con diosa que con dios

Arqueología de la diosa y de la religiosidad

José María VIGIL


Historia de la evolución de nuestra religiosidad

Hasta hace unos cien años los pueblos de Occidente hemos pensado que el mundo tenía unos 6000 años, los que relata la Biblia. Lo han creído científicos tan grandes y recientes como Newton y Kepler. Hoy sabemos que son 13.730 millones de años.

En el campo de la historia solemos pensar que ésta comenzó con Sumer, Mesopotamia y Egipto, hace unos 5500 años. Todo lo anterior quedaría en la noche de los tiempos, sin valor para nosotros...

Obviamente, el ‘testimonio’ de la Biblia se remonta sólo hasta esas fechas; no nos dice nada sobre lo anterior; lo más antiguo de la Biblia surge ya bastante después del cambio radical de mentalidad que la revolución agraria provocó en la humanidad, y que además borró la memoria anterior. Por eso, lo que la ciencia hoy nos descubre de antes de esa época nos resulta muy valioso, porque es un pasado humano que nos puede decir mucho de nuestras raíces espirituales.

En efecto, lo que la antropología cultural y la arqueología han descubierto respecto a la religiosidad humana del tiempo del Paleolítico (conocemos más o menos hasta hace 70.000 años) es también nuestra «historia sagrada», que, sin duda, no puede dejar de estar presente en lo más hondo de nuestro subconsciente colectivo, en nuestra psiqué humana.

Varios milenios antes de que aparezcan Sumer y Egipto descubrimos un ser humano paleolítico con una religiosidad muy diferente a la que conocemos de los pueblos posteriores. Se trata de una religiosidad presidida por la veneración de la naturaleza concebida vagamente como Gran Diosa Madre, fuente de fecundidad y de vida, a la que los humanos se sienten profundamente vinculados. No hay dioses tribales, identitarios, de cada pueblo, sino una ‘divinidad’ femenina, materna, providente, que es representada universalmente en estatuillas de una mujer, madre, incluso en el acto del dar a luz o del amamantar. Decenas de miles de estas estatuillas testimonian la universalidad de esta visión religiosa asentada sin duda como un arquetipo en el instinto religioso de aquellos grupos humanos.

Es la Tierra, la naturaleza, sentida y considerada como divina, femenina y materna, que tanto da la vida como nos acoge en su seno con la muerte, y que se revela como ‘transcendente’, pero no hacia afuera o hacia un más allá del mundo, de sí misma, sino hacia adentro, hacia el misterio interior mismo de la realidad cósmica.

Esta religiosidad paleolítica pre-agraria no la descubrimos hoy como peculiaridad de algunos lugares concretos, sino como un (¿primer?) estadio de la religiosidad humana que se ha dado en toda la extensión actualmente atribuida a la humanidad prehistórica: en las culturas indígenas, autóctonas, originarias, antes de ser afectadas por la revolución agraria y su consiguiente revolución urbana. Aún hoy, en todos los continentes se hallan todavía grupos humanos y pueblos indígenas que quedaron al margen de la revolución agraria y conservaron esa religiosidad humana originaria. Pues bien: en esa espiritualidad centrada en una naturaleza divina y materna hemos vivido mucho más tiempo que el que ha pasado desde que la abandonamos. Podríamos decir gráficamente que hemos pasado mucho más tiempo con diosa que con dios.

Uno de los lugares actualmente más documentados a este respecto es la Antigua Europa, puesto al descubierto por la arqueóloga Marija Gimbutas. Su trabajo sacó a la luz innumerables yacimientos arqueológicos en esa área, que evidencian la línea matrilineal de las civilizaciones a las que pertenecen, la ausencia de vestigios militares, sin muros de defensa, sin guerras ni conflictos, con notable equidad entre las clases sociales, florecientes en el arte, y siempre con esa religiosidad centrada en la naturaleza divina e ‘inmanente’. Anatolia, Creta, Macedonia, el Este de Centroeuropa... dan testimonio de esa larga época civilizacional caracterizada por este tipo de religiosidad. Es una zona exhaustivamente estudiada, que no parece ser una singularidad o excepción, sino que, al contrario, parece mostrar una estructura común de la religiosidad humana, que se conservó en todos los lugares que han quedado lejos de la revolución agraria, tanto en América como en África y Asia.

¿Qué nos hizo cambiar? ¿Dónde nos equivocamos?

Son varios los factores que posiblemente influyeron en nuestra evolución y nos desviaron.

• Tal vez el primero sea el descubrimiento del cultivo de la tierra. En vez de cazar los animales en sus migraciones, y de recolectar frutos de manera itinerante, aprendimos a cultivar las plantas y domesticar los animales para alimentarnos. Dejamos de ser nómadas y nos hicimos sedentarios, vinculándonos a la tierra que comenzamos a trabajar.

• Ello conllevó otra profunda transformación: dejamos de vivir en manadas o bandas y nos asentamos en aldeas, que con el éxito de la acumulación de excedentes agrarios, pronto pasaron a ser ciudades, y luego ciudades-estado, muchas de las cuales se constituyeron en cabezas de pequeños y de grandes imperios. Fue la revolución urbana. Estábamos pasando a vivir en sociedad, lo que según los antropólogos fue probablemente el trauma más difícil que hemos afrontado como especie: hubimos de reinventarnos. Por primera vez, tuvimos que ordenar la convivencia para pasar a ser una sociedad, creando el derecho para regular la propiedad, la familia, la autoridad... Pues bien, toda esa compleja organización la hicimos de hecho con las religiones, que aparecieron entonces precisamente; la religiosidad de la gran diosa madre quizá se vio desbordada por la revolución urbana.

• Un tercer factor, decisivo, y sin embargo muy poco tenido en cuenta, fue el fenómeno de las invasiones arias y semitas, que se dieron, procedentes del sudeste asiático y de los desiertos siro-árabes (llamadas «indo-europeas»), en tres oleadas, a partir del 4500 a.C. Las invasiones de los arios de las estepas del Sur de Siberia habían adoptado la agricultura y la ganadería, y habían domesticado al caballo; en un momento determinado, se lanzaron a la conquista de nuevas tierras, animados por una espiritualidad guerrera y dominadora, avasallando, destruyendo e imponiendo su nueva visión religiosa de un Dios transcendente, separado de la naturaleza y dominador de la misma, guerrero, y sobre todo masculino, servido por sacerdotes y autoridades masculinas.

Tres fueron las oleadas de las invasiones a partir del 4500 a.C., las de los kurgans y los arios por el norte del Cáucaso, y las de los semitas por el sur, por los desiertos siro-árabes. Los expertos antropólogos consideran que el testimonio de la espiritualidad guerrera que estos invasores impusieron a sangre y fuego nos ha llegado tanto por la literatura griega cuanto por el Antiguo Testamento. La Biblia judía –como las demás religiones de la época– surge dentro ya de esta nueva etapa espiritual humana de las religiones tribales, guerreras, de conquista, con dioses ahora masculinos, y «espirituales» (espíritus separados de la naturaleza), y con una visión de la naturaleza despojada de toda misteriosidad, como una naturaleza «fabricada» por Dios, meramente material, como un cúmulo de recursos a disposición de los humanos. Esta nueva comprensión de Dios propia de la revolución agraria y urbana, caló tan profundamente que borró de la memoria colectiva todo rastro de la anterior etapa espiritual, pasando a ser tenida como la primaria y original. Hoy sabemos bien que no lo es.

Cuestiones abiertas

En la actualidad la ciencia nos asegura que la vivencia espiritual primitiva que la Biblia recoge no es nuestra primera etapa religiosa humana, sino que antes hemos vivido otra anterior, muy diferente, y muy integrada con la Tierra; una religiosidad que, de haber perdurado, no nos hubiera traído al colapso ecológico actual. Esto cambia nuestros supuestos.

Y la constatación de que durante la mayor parte de aquel nuestro pasado remoto nos hemos relacionado con la dimensión transcendente de un modo encarnado en la naturaleza, percibiéndola femeninamente como Madre nutricia, providente y acogedora, no es una curiosidad científica, ni un dato irrelevante despreciable por haber sido ya olvidado de la memoria colectiva ancestral, sino que desafía nuestro axioma moderno de la masculinidad y la espiritualidad del Dios-theos, el «ente» en el que de hecho imaginamos depositada y personificada la dimensión divina de (toda) la realidad. Hasta en esta zona más honda de la religiosidad humana, las dimensiones masculina y femenina inciden decisivamente en la forma de entender, encarar y vivenciar tanto la realidad del mundo como a nosotros mismos.

 

José María VIGIL

Panamá, Panamá