Historia reciente del imperio

Historia reciente del imperio

Alfredo Gonçalves


La expansión de la economía capitalista hunde sus raíces en los siglos XIII y XIV, cuando tiene lugar en Europa un florecimiento del comercio con Oriente. Antiguas rutas se restablecen, mientras se abren nuevos accesos por tierra y mar. Especies de la India, tejidos de la China, entre otros productos, cruzan los caminos y el mar mediterráneo. Ciudades como Venecia, Florencia y Génova se convierten en puertos y en encrucijadas importantes de esos intensos intercambios. Poco después, ya en los siglos XV y XVI, los grandes descubrimientos, precedidos por el del camino marítimo a la India, amplían enormemente los lugares de origen de las mercancías y la diversidad de las mismas. Del otro lado del Atlántico, el nuevo continente americano proporciona, en abundancia progresiva, oro, plata, cobre, palo-brasil, azúcar, cacao, café... entre tantas otras novedades.

Se consolidaba así la fase del capitalismo mercantil. Evidentemente, el uso de la pólvora, de la imprenta, de la brújula y de la industria naval demostró enseguida la superioridad bélica de las naciones europeas sobre los pueblos de ultramar. La economía de trueque entre los productos europeos y las novedades del nuevo mundo gana entonces un fuerte impulso.

Los lucros obtenidos y acumulados con el incremento del comercio hicieron surgir una nueva clase, la de los burgueses. Estos nuevos ricos, totalmente independientes y al margen de los señores feudales, colocan su capital al servicio de los nuevos inventos tecnológicos. Una serie de transformaciones sacude a Europa en los siglos siguientes, culminando en la Revolución Francesa y en la revolución industrial.

Ésta tuvo como epicentro Gran Bretaña, pero rápida y progresivamente se extiende a los demás países del viejo continente y no tarda en cruzar el Atlántico. Modificaciones científico-tecnológicas conducen a la Era de la Máquina, la cual venía madurando lentamente desde la aurora de la modernidad, en los tiempos del Renacimiento, de la Reforma y de la Contrarreforma, pasando por el siglo de las luces. Así, el comercio mercantilista, el surgimiento del Nuevo Mundo y una serie de innovaciones tecnológicas, figuran como los precursores de un proceso revolucionario de las fuerzas de producción.

Se trata, en verdad, de una revolución en cuatro dimensiones: una de orden socioeconómico, con el surgimiento y la consolidación de la industria; otra de orden político, a través del fortalecimiento de los Estados-nación a partir de la Revolución Francesa; otra, de orden científico, que se afirma por la profundización y sistematización del conocimiento y del método experimental; otra, finalmente, de orden filosófico, fundada en el pensamiento de la razón ilustrada y en la emergencia de la subjetividad. Con el desarrollo de ese proceso, el paradigma del cambio gana preeminencia sobre la idea medieval de la estabilidad y del mantenimiento del orden establecido. Lo nuevo pasa a ser reverenciado, en detrimento de lo antiguo. El Ancien Régime entra en la fase terminal de su agonía. La historia iniciaba una nueva etapa de su desarrollo, un mundo nuevo venía a la luz, o, en expresión de Hegel, estaban maduros los «tiempos modernos» .

Según Hobsbawm, el gran historiador inglés, la «era de las revoluciones» va de 1789 a 1948, con el lanzamiento del Manifiesto Comunista . Desde el punto de vista político y económico, la filosofía liberal se encarga de aplicar a la economía la lógica darwiniana de la selección natural. En la competencia entre fuerzas desiguales, los fuertes van devorando a los flacos. El mercado -dios mágico- usa su mano invisible para regular naturalmente la oferta y la demanda, como creía Adam Smith.

Comienza así la fase del capitalismo industrial, el cual -también según Hobsbawm- registra un vigoroso impulso a partir de la «era del capital: 1848-1875» . Si en la fase mercantil el capitalismo tenía el mediterráneo como eje de su desarrollo, el océano atlántico será el escenario de esta segunda fase. La industria naval británica supera a la de las demás potencias europeas, especialmente de la península ibérica, y pasa a comandar el comercio internacional entre los continentes, incluyendo ahí el tráfico de esclavos.

Se instaura gradualmente un nuevo orden mundial, que también Hobsbawm llamará «era de los imperios», la cual, según él, se extiende desde 1875 a 1914 . El imperialismo presupone una relación de dominación y dependencia entre las naciones europeas más desarrolladas y los pueblos recién «descubiertos» o dominados. De un lado, la metrópoli, ávida de los artículos exóticos y novedades que el Nuevo Mundo puede proporcionar; de otro, la colonia, subordinada a la matriz, pero también ávida de las innovaciones del progreso.

Desde el punto de vista económico y político, la metrópoli somete y explota a sus varios satélites. Mientras éstos proporcionan materia prima y mano de obra barata, aquella procura vender sus manufacturas, cada vez más numerosas, dada la enorme capacidad de producción. Como los productos industrializados tienden a ser cada vez más caros y la materia prima cada vez más barata, el resultado es una creciente profundización de la dependencia y las desigualdades entre un polo y otro. Metrópoli y colonia se distancian cada vez más desde el punto de vista del progreso y del desarrollo. Países como Inglaterra, Holanda, España, Portugal, Francia, Alemania, Estados Unidos, entre los principales, se beneficiaron de ese intercambio desigual a lo largo de varios siglos.

El orden imperialista, como bien sabemos, efectuó un verdadero saqueo de las riquezas naturales de las nuevas tierras, las cuales acabaron concentrándose en los países centrales. En esta perspectiva, el desarrollo de unos y la miseria y abandono de otros, constituyen dos lados de una misma moneda. Bajo el imperialismo, muchos pueblos se convirtieron en «mendigos sentados sobre montañas de oro», al decir de Eduardo Galeano. No raramente, donde la tierra fue más rica, el ser humano se volvió más pobre, dada la codicia y la voracidad de la expansión capitalista.

Los siglos XIX y XX serán testigos de la lucha por la independencia de numerosas naciones en América Latina, Asia y África. En gran parte de los casos tal independencia no pasa de ser una farsa o una maniobra política. Muchos países se constituyen en repúblicas federativas, crean sus instituciones políticas, aprueban una constitución, toman una bandera y un himno nacional propios... pero en términos económicos permanecen atados a los mecanismos de extorsión por parte de las antiguas metrópolis. Otros, simplemente cambian de metrópoli, dejando intacto el proceso de dominación y explotación. Las dos grandes guerras mundiales alteraron el escenario y la geopolítica de las naciones europeas. Éstas se levantarán de las ruinas con enormes dificultades, es verdad, pero su política en relación a los países del Tercer Mundo no cambia sustancialmente. Los mecanismos de transferencia de la renta y riqueza se mantienen y se perfeccionan. Tanto, que los años que van de 1945 a 1970 son considerados los años de oro de la economía capitalista.

No obstante, hacía décadas que la crisis rondaba sus fábricas y sus cuentas bancarias. Da las primeras señales al final del siglo XIX, se agrava en las décadas de 1920/30, para volver con toda fuerza a partir de los años 70. La crisis de rentabilidad obliga a las grandes corporaciones transnacionales y a los países centrales a una guerra sin precedentes. El liberalismo consigue un nuevo ropaje y una nueva energía. Se trata de superar de cualquier forma los perjuicios a través de diferentes estrategias, todas ellas convergentes: ampliación de mercados, innovaciones tecnológicas, nuevas áreas de inversión, búsqueda de mejores materias primas y disminución de cargas sociales y beneficios al trabajador. De ahí el discurso de la flexibilización y de la tercerización, que son sinónimos de una creciente precarización de las relaciones de trabajo. Con el neoliberalismo, los trabajadores pierden derechos que representan dos siglos de lucha sindical, al mismo tiempo que ven debilitadas sus formas de organización.

Todo eso es posible gracias a la revolución tecnológica en curso. Innovaciones profundas y aceleradas en la biotecnología, en la ingeniería genética, en la informática, en la micro-electrónica, en la robótica, en las telecomunicaciones... entre otras áreas, conducen a un nuevo orden mundial. Es lo que Antonio Negri y Michael Hardt llaman Imperio, en un libro del mismo nombre .

En el imperio contemporáneo el Estado-nación pierde su autonomía o modifica su función. Mientras en los países ricos se convierte en gestor de grandes empresas, especialmente en la industria bélica, en los países periféricos se convierte en rehén de los organismos internacionales como el FMI, por ejemplo. Las relaciones de la economía globalizada se sobreponen a la soberanía de cada pueblo o nación. Cualquier decisión de orden política está subordinada a los intereses de los grandes conglomerados económicos. El intercambio bipolar entre metrópoli y colonia es sustituido por la organización en red, donde superestructuras económicas dominan más allá del poder de los Estados. Las relaciones internacionales son comandadas por la lógica del comercio y del lucro. El «sistema-mundo» toma el lugar de los bloques autónomos. Toda la economía, mundializada, se integra en una enorme red con mutuas interdependencias. Con la velocidad de un toque en la tecla del computador, enormes cantidades de capital se desplazan de un extremo del planeta a otro. Megafusiones e incorporaciones forman parte de este nuevo cuadro.

En el corazón económico del imperio está la hegemonía del capital especulativo, o capitalismo financiero y a escala internacional. El endeudamiento externo se convierte en nuevo mecanismo de extorsión de la riqueza, la cual es sistemáticamente transferida de los trabajadores y contribuyentes para los grandes inversores internacionales. Los resultados de ese juego perverso afectan a la población más pobre, en la medida en que el presupuesto para la implantación de políticas públicas es reducido a favor del pago de intereses y servicios de la deuda. Podemos decir que la deuda externa es hoy la «gallina de los huevos de oro» de los megainversores internacionales.

En el corazón político del imperio se encuentran EEUU, con sus aliados europeos y Japón. Al dominio imperial se añade el control policial, con el pretexto del combate al terrorismo, y para desmantelar el crimen organizado a nivel planetario. A contracorriente de este poder sin límites en términos económicos y militares, proliferan por todas partes movimientos y organizaciones de resistencia a la globalización neoliberal y al nuevo sistema imperial. Fuerzas sociales que, poco a poco, van mostrando que todo imperio tiene tejado de cristal y que otro mundo es posible.

Alfredo Gonçalves

São Paulo, Brasil