Incluir a las personas con discapacidad intelectual
Incluir a las personas con discapacidad intelectual
Servicio Especializado de Salud Mental y Discapacidad Intelectual – IAS
El colectivo de personas con Discapacidad Intelectual (DI) o Trastorno del Desarrollo Intelectual, anteriormente «mal» llamadas con retraso mental, deficiencia mental, oligofrenia o idiotismo es muy heterogéneo, y abarca sujetos con diferentes necesidades de apoyo. Se trata de una condición caracterizada por una limitación de las funciones cognitivas, del aprendizaje y de las habilidades y conductas adaptativas que aparece durante el período del desarrollo, antes de los 18 años de edad. Diversos estudios han puesto en evidencia que aproximadamente la mitad de las personas con discapacidad intelectual presentaran en algún momento de su vida una enfermedad mental, en la mayoría de los casos no identificada y por tanto no tratada. Igualmente, la inherente dificultad para reconocer y comunicar los síntomas de una enfermedad somática dificultará su diagnóstico, circunstancia que explica, en general, la alta coexistencia de enfermedades orgánicas y, secundariamente, el envejecimiento prematuro de estos sujetos.
Según datos de la OMS en 2017, se estima que 130 millones de personas de la población mundial tienen DI. Los datos sobre la prevalencia estimada de DI varían en función de las condiciones socioeconómicas de cada país y de los métodos utilizados en la detección de la DI, oscilando entre el 1% y el 3%.
El nuevo paradigma de «apoyos» centra el valor que tiene la provisión de soportes en la reducción de la minusvalía asociada a la discapacidad, mejorando la inclusión social y empoderando a la persona para dignificar su vida, es decir, para que sea un actor y no un mero espectador en la sociedad. Pero lo cierto es que en la mayoría de países la persona con DI es estigmatizada por el hecho de ser diferente, ya sea por su inteligencia, considerada «anormal», muchas veces asociada a dificultades comunicativas que dificultan su comprensión, por su aspecto dismórfico y, especialmente, por las alteraciones conductuales que ponen en grave compromiso su vida en la comunidad generando una doble marginación.
Algunos estudios insisten además en la enorme vulnerabilidad de las personas con DI a ser víctimas de abusos (físico, psicológico, económico, sexual, negligencia, abandono) y señalan que hay otros factores que contribuyen a este mayor riesgo, a parte de la DI: ser mujer, menor de edad, tener una dependencia física, psíquica o emocional, un nivel socioeconómico escaso, antecedentes de abusos o historia de violencia en el entorno de convivencia y/o familiar, limitaciones cognitivas y de comunicación que dificulten la capacidad para expresar los deseos y necesidades afectivo-sexuales, establecer relaciones de dependencia y sumisión hacia el cuidador principal, no disponer de formación y de acceso a la información, carecer de intimidad y de accesibilidad en el entorno comunitario, o vivir en situación de aislamiento.
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU señala que ninguna persona será sometida a tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, y también, advierte que los Estados deberán adoptar medidas para proteger a las personas con DI, tanto en el seno del hogar como fuera de él, contra todas las formas de explotación, violencia y abuso, incluidos aspectos relacionados con el género. A pesar de estas buenas intenciones, en la práctica, se constatan obstáculos de diversa índole cuando una persona con DI accede a la justicia, especialmente si ésta muestra dificultades de introspección, y/o de expresión y fluidez verbal.
En referencia a la situación en América Latina y según publicación de Lazcano-Ponce et al., la carencia de políticas orientadas hacia la inclusión de las personas con DI, el respeto de los derechos humanos y la no discriminación desembocan en exclusión social (…) que incluye privación económica, social y política (…), lo que conduce a mayor pobreza y aumenta los gastos catastróficos de las familias. La exclusión y segregación que sufren son el resultado de la interacción entre su trastorno, la cultura de discriminación y la incapacidad de las instituciones sociales para brindar un acceso digno y universal a la educación, a los mercados laborales, a los servicios públicos y de salud. Esta dramática realidad es probablemente extrapolable a diferentes regiones del globo, siendo más evidente en algunas zonas de África y Asia.
La mayoría de las personas con DI, especialmente aquellas con mayores afectaciones, no tendrán la capacidad para comprender y expresar aquello que les sucede y les genera malestar, aumentando su irritabilidad y, en muchos casos, utilizando la propia conducta, que será considerada erróneamente como un problema, para comunicarnos su estado.
Siempre, pero especialmente en estos casos, se espera de los profesionales una actuación desde el sentido común, la empatía y la paciencia, con grandes dosis de sensibilidad y de profesionalidad. No se puede intervenir únicamente con la práctica de la buena voluntad, que también es necesaria; es preciso valorar las necesidades reales de este colectivo teniendo en cuenta las evidencias científicas sobre el tema. Los profesionales deben estar capacitados técnicamente, y en especial en habilidades sociales y actitudes basadas en valores para realizar su trabajo de forma ética. Para ello deben disponer de los recursos y condiciones adecuadas que eviten la elevada rotación laboral que, en definitiva, perjudicará a la persona con DI, la cual desarrolla un vínculo muy próximo con ellos.
Aunque en las últimas décadas se ha producido en general una mejora espectacular en la atención de las personas con DI, con la aplicación del modelo de Atención Centrada en la Persona y el Apoyo Conductual Positivo, queda mucho camino por recorrer. Es urgente reclamar que las políticas sociales y sanitarias contribuyan de forma patente y significativa a mejorar la equidad en lo referente al acceso a los servicios públicos en igualdad de condiciones que la población considerada normal.
A pesar de las mejoras, en muchos países todavía es palpable la escasez de recursos ocupacionales, laborales, residenciales y de ocio para personas con diferentes necesidades de apoyo. Esta coyuntura genera largas listas de espera y lleva a una situación que impide actuar proactivamente, lo que produciría mejores niveles de calidad de vida y de satisfacción, así como menor gasto económico. Las personas con DI sin apoyos formales generan mayor número de consultas en servicios de salud especializados, mayores consultas a urgencias, exceso de prescripción de psicofármacos sin un diagnóstico claro y meramente como estrategia de control frente a conductas desafiantes en ausencia de programas de abordaje conductual, y también problemas de salud mental que en muchos casos se resolverían con los citados apoyos en la comunidad. La saturación a la que están sometidos muchos servicios de salud y servicios sociales no favorece una mejora global en este sentido. Además de todos estos aspectos estructurales, en nuestra sociedad y en lo que hace referencia a la atención social y sanitaria, continúa siendo necesario hacer pedagogía y potenciar los valores universales y actitudes humanas que dan sentido a las vidas individuales.
En el caso específico de las personas con DI, emerge un continuum: desde el nacimiento pasando por la atención temprana, el seguimiento pediátrico, las etapas escolar y laboral hasta el envejecimiento y el retiro personal que lleva a la muerte. Precisamente, la muerte, que es lo que realmente iguala a todas las personas, deber ser digna y en un entorno que comprenda y vele también por los derechos de los más vulnerables.
Recordemos aquí la relevancia del Buen Morir que, como nos recuerda Pere Casaldáliga, implica inevitablemente el Buen Vivir. La ética y la reflexión pausada pueden contribuir a potenciar el respeto y cuidado mutuos, la creatividad y, en definitiva, el amor que nos mueve y nos llena como seres humanos. En el ejercicio profesional diario de atención social y sanitaria, las personas con DI, y todas aquellas sin DI pero también en situación de fragilidad, sienten que pequeños detalles pueden generar bienestar y calidad de vida. Estos gestos de calidez forman parte de las actitudes humanas que se requieren para este tipo de trabajos y que son la traducción del proverbio clásico «trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti». Tener en cuenta, atender, incluir a todas las personas que nos rodean con ésta y otras discapacidades semejantes, forma parte de nuestra lucha por las Grandes Causas, porque sólo entonces la Utopía del Buen Vivir, la Gran Causa por excelencia, será de todas y para todas las personas.
Servicio Especializado de Salud Mental y Discapacidad Intelectual – IAS
Núria Ribas-Vidal, Meritxell Baró-Dilmé, Susanna Esteba-Castillo, Ramon Novell-Alsina, Girona, Cataluña, España