Invitación a la Ecología Integral

Invitación a la Ecología Integral

Agenda Latinoamericana


Este año 2017 nuestra Agenda invita a los lectores, los militantes y las comunidades, a asumir este desafío: confrontémomos con una actitud ecológica integral. Es verdad que estamos preocupados por la ecología hace mucho tiempo. Pero ahora estamos siendo desafiados a dar un paso más: asumir esta Causa de un modo tan consciente y coherente, que se convierta en un marco de referencia central, de modo que nuestra vida y nuestra praxis sean integralmente ecológicas, estructuralmente integradas en la armonía con la naturaleza que somos, con la comunidad de la vida a la que pertenecemos, con el planeta que habitamos. Lo ecológico no será sólo un elemento en nuestra vida, sino el marco más amplio en el cual queden integradas todas nuestras demás vivencias y preocupaciones.

¿Será demasiado pedir? A primera vista podría parecer que sí, que es demasiado, que los seres humanos somos más que «ecológicos», y que por tanto esta dimensión no puede dar razón integral de nuestra vida y nuestro sentido... Y, según desde qué trasfondo cosmovisional se haga esta objeción, hay que responder, con todo respeto, que sí, que a muchas personas la «ecología integral» puede parecerles demasiada pretensión.

Bien, pero aun así, a esas personas la Agenda Latinoamericana quiere pedirles un voto de confianza: vengan con nosotros, recorran este camino, esta propuesta, y vean cómo, en efecto, es posible ampliar nuestra mirada y descubrir que lo ecológico sí tiene capacidad para abrazar y reorientar todas nuestras dimensiones humanas –incluida la espiritual–, enmarcándolas precisamente en la realidad más real: la naturaleza que somos, el planeta que habitamos, la sacralidad de la que hemos brotado.

A todos/as pide la Agenda Latinoamericana ese voto de confianza, y nos invita a asumir el desafío: confrontar nuestra vida con el desafío ecológico de un modo integral.

Vivir, ser, sentir... de un modo integralmente ecológico, es, sobre todo, un problema de «visión», de forma de ver, de educación de los ojos y del corazón. Se trata de revisar cuidadosamente las ideas anti–ecológicas que podamos seguir arrastrando del viejo paradigma (el que precisamente nos ha llevado a vivir antiecológicamente), y abrir la mirada a la nueva visión que la humanidad está alcanzando. Porque –todos los observadores coinciden– lo que más nos está transformando y nos esta llevando a asumir esa actitud integralmente ecológica, es precisamente el cosmos mismo, su historia ahora descubierta, la naturaleza, su fuerza transformadora evolutiva hasta ahora muy desconocida.

En definitiva, la ciencia, la nueva cosmología, tanto la astrofísica como las nuevas ciencias de la vida, es la que nos está diciendo que estábamos equivocados, que estábamos de espaldas al mundo, mirando tal vez a un cielo sobre nosotros que ahora cuesta saber dónde está. La nueva ciencia nos dice que tenemos que despertar, que hemos vivido soñando al margen y en contra del mundo, y que es al revés como debemos vivir, en plena armonía e integración con lo ecológico. Cosmocentrados, con los pies en el suelo, y con las raíces en la Vida.

Antes de ofrecernos la reflexión y el testimonio de los militantes latinoamericanos que este año se dan cita en sus páginas, la Agenda nos ofrece, en 15 páginas iniciales, una propuesta esquemática de ideas para adquirir esa visión integralmente ecológica. Es el «carisma» de la Agenda: un sencillo instrumento de educación popular que trata de «provocar transformaciones de conciencia necesarias para que surjan prácticas nuevas», prácticas que surjan desde otra visión sistémica, integralmente ecológica en este caso, que ayude a salvar la vida y el planeta.

Esta Agenda de papel continúa en el ciberespacio con su «Página de información y materiales complementarios». Allí pueden tomar esta misma «Propuesta», pero en formato digital, y notablemente ampliada, con más ideas y sugerencias prácticas: latinoamericana.org/2017/info

 

1. ECOLOGÍA INTEGRAL, MUCHO MÁS QUE AMBIENTALISMO

En general los lectores de esta Agenda están todos/as preocupados por el ambiente, por la ecología; son lo que solemos llamar «ambientalistas»: están comprometidos en cuidar el ambiente, la naturaleza, el planeta... Llamamos «ambientalismo» a esa actitud, que afortunadamente ha ido creciendo en los años pasados. Pero ahora se nos pide ir más allá del ambientalismo y pasar a una actitud de «ecología integral»... ¿Cuál es la diferencia entre las dos actitudes?

<

El ambientalismo, una actitud ecológica incompleta

Los «ambientalistas» estrictamente tales actúan como bomberos, apagando fuegos: hoy piden que un parque sea declarado nacional, mañana protestan contra la construcción de una represa, pasado mañana contra una mina... Está muy bien lo que hacen, y es necesario hacerlo, pero no basta, no resuelve los problemas; simplemente cura síntomas, pone parches, pero permite que el problema principal, la causa más profunda, continúe ahí.

Este ambientalismo superficial identifica los problemas en aquello que impide el funcionamiento de la «sociedad moderna desarrollada» (agotamiento o contaminación de los recursos, desastres...). Confía en que las soluciones tecnológicas podrán mantener los daños dentro de límites soportables. No se le ocurre cuestionar el mito del desarrollo ilimitado, del crecimiento económico constante... Es decir, mentalmente, el ambientalismo continúa dentro del sistema, es deudor de la misma mentalidad que ha causado los problemas ecológicos. Propone una política de soluciones que no cortan el mal, sino que simplemente tratan de aliviar sus consecuencias, y con ello lo prolongan... Decía Einstein que un mal no se puede arreglar con una solución que está dentro de la misma mentalidad que causó el problema: la actitud ecológica ambientalista –también llamada reformista o superficial– está bien intencionada, pero no deja de ser parte del problema; no es la solución radical; consiente que el problema continúe.

La actitud ecológica radical

Otra actitud es la radical, porque quiere ir a la raíz del problema. Las varias corrientes ecológicas que aquí se agrupan coinciden en identificar esa raíz en las ideas y representaciones que han posibilitado la depredación de la naturaleza y han llevado al mundo occidental hacia la autodestrucción. Ésta es la raíz del problema, porque es la raíz del sistema que lo ha causado.

Por eso, estos ecologistas proponen luchar por un cambio en las ideas profundas que sostienen nuestra civilización y configuran nuestra forma de relación con la naturaleza, relación que nos ha llevado al desastre actual y a la posible catástrofe.

La actitud ecológica radical implica una crítica a los fundamentos culturales de Occidente. Cuestiona fundamentalmente: la primacía absoluta que damos a los criterios económico-materiales para medir la felicidad y el progreso; la creencia en la posibilidad de un crecimiento constante e ilimitado tanto en economía como en comodidades y en población humana, como si no hubiera límites o no los estuviéramos ya sobrepasando; la creencia de que la tecnología y el crecimiento solucionarán todos los problemas; el absurdo de una economía que todo lo cuantifica menos los costos ecológicos, y sobre todo, la ignorancia crasa sobre la complejidad de la vida, la sacralidad de la materia y la fuerza espiritual del Universo.

Esta forma tradicional de pensar, este viejo paradigma, que tiene raíces filosóficas y hasta religiosas, es lo que nos ha puesto históricamente en guerra contra la naturaleza, contra la biodiversidad, contra los bosques, los ríos, la atmósfera, los océanos... Sólo cambiando esa vieja forma de pensar nos podremos reconciliar con el planeta. Si no erradicamos la forma de pensar que es la causa de que estemos destrozando el planeta, no servirán de mucho las actitudes ambientalistas, apagando los fuegos causados por esa mentalidad, dejando que siga en pie la mentalidad vieja, haciendo desastres ecológicos todos los días.

Comparación entre las dos actitudes ecológicas

La ecología integral, radical, busca:

No sólo los síntomas (contaminación, deforestación, destrucción...), sino sobre todo las causas (nuestras ideas, nuestra relación con la naturaleza...).

No sólo el bien de los humanos, sino el bien de la vida, de toda vida, por su propio valor, al margen de que nos sea útil o no a los humanos.

No sólo acciones paliativas (apagafuegos), sino cambio de ideas, de presupuestos filosóficos, de valores éticos, autocomprensión de nosotros mismos... o sea, mentalidad nueva, «cambio de paradigma».

No tanto cambiar la naturaleza, actuando sobre ella, cuanto cambiarnos a nosotros mismos (una ecología también «interior»).

No sólo cambiar el hardware (acciones sobre la naturaleza) cuanto también el software (nuestra cosmovisión, las ideas que tenemos sobre la naturaleza, que dirigen nuestra forma de habérnoslas con ella).

No considerarlo todo en función del ser humano (antropocentrismo), sino respetar el centro real de la realidad, que es la «Comunidad de la Vida» en este planeta, de la cual nosotros mismos dependemos; respetar el cosmobiocentrismo real.

No perder de vista la precedencia de la Vida y de la biosfera de este planeta sobre el bien de los intereses particulares de la especie humana, pues ésta no es posible fuera de esa comunidad de la vida de este planeta (valoración conjunta de todos los seres).

Reevaluar nuestra «superioridad» humana, superando nuestra clásica infravaloración de la naturaleza (por considerarla «materia» inerte, mera despensa o almacén de objetos y recursos a nuestro servicio...), y dejar de considerarnos sus dueños y señores absolutos.

Revisar las creencias religiosas que de hecho nos han alejado de una sintonía profunda con la naturaleza, o nos la han hecho minusvalorar.

Obviamente, estas dos actitudes no son mutuamente excluyentes: se puede asumir las dos a la vez.

Una actitud ecológica integral

No basta, pues, una actitud de «cuida-do» de la naturaleza (no derrochar, ahorrar, calcular e integrar a partir de ahora los costos ecológicos...). Eso está muy bien, pero hace falta mucho más. Es necesario llegar a redescubrir a la Naturaleza...:

-como nuestro ámbito de pertenencia,

-como nuestro nicho biológico, nuestra placenta,

-como camino de desarrollo y camino espiritual,

-como «revelación» mayor para nosotros mismos.

Es una nueva forma de entender no sólo al cosmos, sino a nosotros mismos dentro de él, una verdadera «revolución copernicana». Un nuevo paradigma.

Una visión holística

Todo ello es una visión nueva, no antropocéntrica, sino holística: miramos ahora desde el todo (naturaleza), y no desde la parte (el ser humano). Y creemos en la primacía del todo sobre la parte. El ser humano necesita de la Naturaleza para subsistir, la Naturaleza se las arregla muy bien sin el ser humano. El humanismo clásico postulaba que el ser humano era el único portador de valores y significado, y que todo lo demás era materia bruta a su servicio... Ha sido una visión gravemente equivocada, que nos ha puesto en contra de la naturaleza, y que ha de ser erradicada.

No se trata sólo de «cuidar» el planeta porque nos interesa, o porque está amenazada nuestra vida, o por motivos económicos, ni siquiera para evitar la catástrofe que se avecina... Todos estos motivos son válidos, pero pertenecen todavía al sistema que ha causado el daño, y no van a arreglar la raíz del problema. Sólo si abordamos una «reconversión ecológica» de nuestros estilos de vida, de nuestra mentalidad, incluso de nuestra espiritualidad... estaremos en capacidad de «volver a nuestra Casa Común», a la Naturaleza, de la que, indebidamente, nos autoexiliamos en algún momento del pasado.

Captar estos motivos más profundos, los motivos que van a la raíz, descubrir la ecología como camino integral de sabiduría para nuestra propia realización personal, social y espiritual, eso es lo que significa llegar a descubrir la «ecología integral». Con ella podremos vivir en plenitud la comunión y la armonía con todo lo que existe, y con todo que somos, sabiéndolo y saboreándolo, de una manera integralmente ecológica, sin quedarnos en actitudes cortas, simplemente ambientalistas, a medio camino.

 

2. La nueva cosmología, lo que más nos está cambiando

¿Cuál es el factor más importante que ha causado este crecimiento de conciencia ecológica que la humanidad está experimentando? La mayor parte de los analistas coinciden: es la ciencia, la revolución científica que la humanidad ha realizado en los últimos siglos, a un ritmo acelerado. Y cuando decimos «ciencia» no nos referimos sólo a la cosmología, sino a la nueva física, la física subatómica y la cuántica, la nueva biología, la astrofísica... y los más de mil millones de computadores que hay en el mundo y que trabajan para nosotros, y los supercomputadores, y las más de 17.000 universidades que desarrollan la ciencia en todo el mundo...

Necesitados de explicación y de sentido

En efecto, somos una especie emergente en este planeta. Somos además unos recién llegados. Parece que «Dios no nos creó» como habíamos imaginado, al principio del todo, y de un modo expreso, mediante una pareja primera a la que le habría explicado su voluntad de que no comieran del árbol de la ciencia del bien y del mal... Si Dios nos ha creado, lo ha hecho haciéndonos evolucionar a partir de otras especies, en el mismo proceso evolutivo en el que han surgido todas las especies que han aparecido en este planeta. Sobre esta base, plenamente científica hoy, podemos/debemos reinterpretarlo todo.

Somos un primate que se ha caracterizado por la admiración, el deseo de saber, el preguntar (Aristóteles dijo que éste es el comienzo de la sabiduría). Un primate al que no le basta vivir, sobrevivir... sino que piensa, reflexiona y sabe –y sabe que sabe–. Es una especie en la que el saber se ha convertido en constitutivo (homo sapiens): necesitamos explicarnos lo que vemos, lo que pasa, lo que sentimos, lo que es. Nuestra especie ha echado mano tanto del pensamiento mítico (mythos) como del racional (logos). Con el mythos creamos sentidos para nuestra vida –aunque sea creándolos literalmente de la nada, sin otra base que nuestra propia intuición–; con el logos nos aplicamos sobre todo al pensamiento que busca producir cambios en el exterior de nosotros mismos: cómo manipular la realidad que nos rodea para hacerla más habitable, para ponerla a nuestro servicio.

Pero no teníamos medios. Y lo suplimos con intui-ción, con sentido místico, con corazonadas, con sentimiento religioso... Cada religión elaboró dentro de su cultura su propia explicación, con sus mitos, creencias, reflexiones, ritos, prácticas de sabiduría... no sólo para explicar, sino sobre todo para dar sentido, misión, esperanza y alegría a la vida humana, y para hacerla posible, para hacernos animales viables. Con sus más y sus menos, aquello funcionó; aunque, a la distancia del tiempo y a la altura de la ciencia que hoy tenemos, veamos ahora las grandes limitaciones que tuvieron aquellas representaciones (que nos marcaron indeleblemente, por cierto; aún hoy llevamos esas marcas en nuestra herencia cultural).

Por más que hubiéramos querido, no hubiéramos podido saber más: no teníamos ciencia, no conocíamos realmente, sólo intuíamos, imaginábamos, y con frecuencia, lo hicimos con genialidad respecto a los grandes valores que necesitábamos para vivir y para convivir. Pero en lo que es conocer nuestra propia casa, la naturaleza, la Tierra, el cielo, el cosmos... no podíamos; no podíamos adivinar. Nadie podía adivinar que estábamos sobre una esfera errante que giraba en torno a un eje inclinado sobre el plano de nuestra órbita. Hasta el siglo XVII no tuvimos los instrumentos necesarios para observarlo. Galileo consiguió 20 aumentos con su telescopio; hoy conseguimos varias decenas de miles de aumentos. Él sólo contaba con la luz visible a los ojos; hoy los telescopios son radiotelescopios, utilizan otras muchas luces (infrarroja, rayos alfa, gamma... y desde 2015 las «ondas gravitacionales»); son medios complementariamente combinados para observar todas las luces, incluso las que nuestros ojos no son capaces de captar...

La nueva visión que la ciencia nos da sobre el Universo implica para nosotros algo como un nuevo nacimiento, porque vemos el mundo de otra manera, o, en realidad, vemos otro mundo. El mundo que hoy conocemos es totalmente diferente del mundo en el que pensábamos que estábamos. Si somos unos «seres-en-el-mundo», la ciencia nos ha transformado, porque nos hace conscientes de que estamos en otro mundo. Y este otro mundo no sólo se diferencia en sus dimensiones (infinitamente mayores en espacio, en tiempo), sino en su historia, y sobre todo en su naturaleza y en su complejidad. Es «otro mundo». Y por eso, nosotros, que somos parte y fruto de esta nueva visión del mundo, resultamos ser otra cosa que lo que pensábamos. La ciencia nos ha transformado.

Este cambio no ocurrió en un momento, ni en un siglo. Llevamos cuatro siglos en los que los nuevos conocimientos científicos han sido tantos, tan rápidos y tan revolucionarios, que no ha dado tiempo a la sociedad a socializarlos y asimilarlos debidamente en la profundidad de la cultura. Las teorías, las costumbres, la moral, las religiones, la sabiduría popular... todavía son deudoras en gran parte de la visión tradicional precientífica. Sobre todo en las religiones, que tienen especial resistencia a los cambios.

Estamos en la «edad de la ciencia», un tiempo cultural nuevo marcado por el conocimiento científico, que lo impregna y transforma todo. Es la primera vez que tenemos un relato único del origen del Universo y de nuestro planeta, para todas las culturas y todas las religiones, para toda la humanidad; y también por primera vez, se trata de un relato no mítico ni religioso.

Si la época de la ciencia mecanicista reduccionista desencantó el mundo y nos lo presentó como una mera despensa de recursos materiales, sin alma, sólo valiosos en cuanto puestos a nuestro servicio, listos para comer, comprar o vender, la ciencia actual es muy distinta, y descubre por todas partes los rasgos de su belleza admirable, la sacralidad del misterio que lo atraviesa todo, y nuestro mismo enraizamiento en el misterio cósmico. Ya no estamos decepcionados ante aquel mundo desencantado y totalmente explicable; tampoco necesitamos echar mano de nuevos mitos para reencantarlo; es sobre todo la nueva cosmología la que nos devuelve a horizontes mucho más encantadores y extasiantes, y con profundo fundamento científico. La ciencia y la espiritualidad hace tiempo que vuelven a caminar juntas, de la mano.

Ya no cabe el conflicto entre la ciencia y la fe religiosa, desde que la epistemología actual reconoce que están en diferentes planos, entre los que no puede haber choque. La fe debe saber que ya no puede contradecir nada de lo que corresponde al plano de la ciencia y a su método científico. Alguna religión mundial mayor, como el budismo ha dado ya públicamente su beneplácito anticipado a la ciencia, reconociéndola como incuestionable en principio para la religión. Por su parte, las nuevas informaciones que la ciencia nos proporciona entran muchas veces en confrontación con lo que ya sabíamos, o con lo que «creíamos saber». Experimentamos así la necesidad de replantear, rehacer, recomponer, reelaborar las «explicaciones y los sentidos» con los que hasta entonces veníamos manejándonos. De hecho, la continua recepción de nuevas informaciones de la ciencia en los últimos siglos ha mantenido y probablemente continuará manteniendo a las religiones y a la Humanidad en general en la necesidad de una continua reelaboración de explicaciones, en una permanente recreación de sentidos, en un proceso continuo de reinterpretaciones por causa de los incesantes cambios de paradigma.

No por ese desafío constante vamos a renegar de la ciencia... En realidad, conforme avanza la ciencia, más claro vemos que se trata de un camino sin retorno, sin vuelta atrás.

Para la acción

• Primer imperativo: ya no es posible en estos tiempos vivir de espaldas a la ciencia. Estamos en una sociedad adulta, crítica, profundamente marcada por la ciencia. Debemos ser coherentes con ello.

• Es muy importante leer, estudiar, acompañar los avances científicos. Y no será demasiado difícil, pues hay muchos medios divulgativos hoy día (internet, libros digitales, televisión cultural...) que nos permiten conocer, incluso sin movernos de nuestra casa y con lujo de detalles e imágenes reales maravillosas, los temas científicos antes reservados a los estudiantes de las mejores universidades.

• Fritjof Capra habla de la necesidad de una «alfabetización ecológica» que dé a los ciudadanos una conciencia ecológica y una nueva visión a la altura de la ciencia actual. Ciencia y espiritualidad siguen siendo lo que más nos va a cambiar.

Reconvertirlo todo

Desde esta nueva visión que la ciencia hace posible hoy día –por primera vez en la historia de la humanidad– es preciso ahora «re-convertirlo todo», replantear y reformular todo lo que hasta ahora creíamos: nuestra idea del mundo, del cosmos, de la materia, de la vida, de nosotros mismos, de lo espiritual... Todo es diferente desde la nueva visión.

Nos tenemos que reinventar, reconvirtiéndolo todo, desde la nueva visión de la ecología integral.

 

3. Una nueva visión del mundo

Una única «Comunidad de la VIDA» EN ESTE PLANeTA...

Hasta hace unas décadas, y hasta hoy mismo, allí donde no ha llegado el influjo de la nueva ciencia, las personas y la sociedad son deudoras de la visión tradicional del mundo, que lo concebía como un aglomerado de objetos (no como una comunidad de seres vivos ni, mucho menos, como un cuasi-organismo vivo). Durante los últimos siglos ha sido enteramente dominante la división cartesiana de la realidad en cosas materiales, extensas (físicas, inanimadas, materiales, organizadas mecánicamente) y entidades espirituales, pensantes, con conciencia, incorpóreas. Todo el mundo extenso estaría compuesto de materia, esa realidad física compacta, inanimada, pasiva, sin vida, estéril por sí misma. Los animales mismos no dejarían de ser máquinas bien organizadas, pero desprovistas de entidad mental o espiritual. Todo sería objetos, todo un mundo de objetos, en el que estaríamos decepcionantemente solos, sin nadie con quien compartir fuera de nosotros mismos.

La física actual ha roto los conceptos cartesianos sobre la materia. En realidad, la materia no existe. Lo que existe es la energía. La materia no es sino una forma o estado que puede revestir la energía en la que todo consiste, dándose entre masa y energía una permanente convertibilidad mutua. Por eso, la materia es todo lo contrario a pasividad y esterilidad: tiende naturalmente a la auto-organización, hacia la complejificación, es decir hacia la vida, hacia formas superiores que acaban apareciendo como sensibilidad, conciencia y autoconciencia. La idea de materia ha sido redefinida por la ciencia como «campos y fuerzas inmateriales»; algunos científicos han declarado el concepto clásico de materia como una «idea extinguida»; otros han dicho que en el nivel cuántico el concepto de materia queda transcendido. «La materia parece ser nada más que una energía efímera fluyendo de manera uniforme y con maravillosa coherencia, produciendo tipos de ondas con una estabilidad dinámica y una apariencia sólida...» (Elgin).

Lo mismo ocurre con el espacio y el tiempo, como partes de una continuidad. Para Einstein el tiempo es como una cuarta dimensión que interactúa con el espacio y con la gravedad, que viene a ser una deformación o curvatura del espacio-tiempo. El buen sentido de la visión de la física clásica, tan lógica y razonable, se acabó. El premio Nobel Richard Feynman expresó autorizadamente lo que todos sentimos: «Nadie entiende realmente la mecánica cuántica».

Otro tanto ocurre bajo el nivel atómico. Ya al final del siglo XIX las ciencias demostraron que en el átomo newtoniano, aquel dibujo esquemático de sus órbitas, era pura simplificación. «Los átomos son como galaxias», ha dicho Timothy Ferris.

Otra visión de la vida

La visión tradicional que hemos tenido de los seres vivos es la de seres inferiores a nosotros, clasificados en especies y familias separadas «creadas» de un modo fijo y estable desde el principio, independientes, sin parentesco. Hoy las ciencias ecológicas nos dan una visión totalmente diferente.

Sin que sepamos todavía si la vida brotó en nuestro planeta o llegó aquí desde fuera traída por meteoritos, lo cierto es que toda la vida del planeta está emparentada. Es sólo una, porque es la misma, sólo que evolucionada con una creatividad inimaginable. Surgió hace 3500 millones de años, en aquella primera célula, Aries, en aquel primer mundo de las bacterias que se reproducían por simple división, prácticamente inmortales, que todavía viven hoy. Desde aquellos organismos procariotas se produjo un salto cualitativo descomunal cuando aparecieron las células eucariotas, con núcleo; después los organismos multicelulares, y finalmente los grandes organismos, que ensayaron todas las fórmulas posibles de organización de la vida.

La ciencia hoy nos hace ver que no existen familias vegetales y animales sueltas, independientes, que compartan sólo apariencias externas... sino que todos los seres vivos de este planeta son miembros de una misma y única familia. Sólo hay un árbol genealógico en este planeta, que agrupa e incluye a todos los seres vivos (incluidos los humanos).

No hay ninguna especie vegetal o animal que fuera «creada», originada un día a partir de cero (la afirmación religiosa de la creación por parte de Dios está en otro plano, y no contradice la materialidad del proceso biológico que hoy conocemos científicamente). Ninguna especie ha aparecido en este planeta «un día», como caída del cielo. Hoy sabemos que toda especie ha surgido a partir de otras especies anteriores, por evolución. La Vida, el conjunto de los seres vivos, es en realidad como el gran protagonista histórico-evolutivo que se va transformando a sí mismo, trasmutándose de especie en especie. Toda especie tiene en sus ancestros otras especies. Las actuales aves han sido antes reptiles... y antes anfibios, y antes peces y formas marinas más simples. La Vida no es estática, sino que ha estado siempre evolucionando, metamorfoseándose. Más del 98% de las formas que la Vida ha ensayado en este planeta, desde siempre, tratando de mejorar diseños anteriores, ya desaparecieron. Todas las formas de vida que permanecen, todos los seres vivos actuales, están emparentados, son «de la misma carne»: están hechos de la misma materia viva; comparten la forma nitro-hidro-carbonatada de vida, con los mismos 20 aminoácidos básicos; y se constituyen de la misma manera, replicando en el núcleo de cada una de sus células la información necesaria para funcionar y reproducirse (¡4 gigabytes en 7 billonésimas de gramo!).

Más: el lenguaje o codificación de esa información es el mismo desde el principio, y todavía hoy lo tenemos también los humanos, de manera que la ameba, la medusa, los helechos, el roble, la libélula, el cocodrilo y el orangután llevan su información genética expresada en una idéntica codificación a base de «cuatro letras» en el ADN de todas y cada una de sus células, y partes de mi ADN de ser humano coincide con parte de la información propia del ADN de los árboles, porque se trata, por ejemplo, de la información necesaria para el procesamiento de los hidratos de carbono, que fue una conquista de la vida antes de que los árboles y nuestros ancestros se separaran en el único árbol genealógico de la Vida de este planeta.

La biosfera

No es un aglomerado de seres vivos amontonados en la superficie de este planeta. Es una red de sistemas, de sistemas de sistemas, interdependientes, retroalimentados, que dependen de interacciones de variables sutiles que mantienen estables los equilibrios de los que depende el bienestar común.

La famosa primera fotografía de la Tierra desde el exterior, desde el Apolo 8, en 1968, sobrecogió a la opinión publica, y la hipótesis «Gaia» de James Lovelock nos hizo pensar: ese planeta azul revestido de esa capa sutilísima de vida, la biosfera, está vivo, a su manera, pero manteniendo lo sustancial de lo que llamamos «ser vivo»: una capacidad autoorganizativa y autorreguladora que permite la continuidad estable de la vida dentro de sus propios límites, sin deteriorarse, manteniéndose contra el tiempo.

En un mundo nuevo

Una mirada al mundo, pues, desde una perspectiva integralmente ecológica nos da una visión radicalmente distinta de todo. Todo es diferente a aquella visión cartesiano-newtoniana por la que nos considerábamos subidos a bordo de una roca esférica enorme, errante por el espacio, llena de objetos y de cosas (incluso de máquinas vivientes, como las plantas y los animales) de las que podíamos disponer sin ningún miramiento porque al fin y al cabo eran recursos materiales a nuestra disposición. Al pensar el mundo como lleno de meros objetos, nos convertíamos a nosotros mismos en sujetos desencantados, separados de raíz de la Comunidad de la Vida.

La visión integralmente ecológica, por el contrario, nos ofrece una visión enteramente distinta: un mundo sin objetos, sin «materia inerte», llena de vacío fecundo, de vibraciones subatómicas, de energía autoorganizativa, de vida enteramente emparentada, organizada en redes de sistemas encajados unos dentro de otros, en un conjunto global vivo, Gaia, nuestro hogar, nuestra placenta en la que hemos sido engendrados y vivimos.

La visión ecológica integral nos traslada del viejo mundo desencantado de objetos-recursos, a una Tierra Viva, vibrante de energía autoorganizadora y autoconcienciadora. Ya no estamos solos, rodeados de meros objetos, de puras cosas sin alma. Con esta nueva visión estamos volviendo a nuestro verdadero hogar: una