Jesús y el socialismo

Jesús y el socialismo

Jon Sobrino


1. “Jesús” fue un judío de contornos suficientemente claros. Tuvo una profunda experiencia de Dios, con confianza en lo real, y por eso lo llamó “Padre”. Y con disponibilidad ante lo imprevisible y exigente de la realidad, y por eso lo llamó “Dios”, y lo dejó ser Dios. Coherente con esa experiencia, tuvo una esperanza y una práctica: cambiar la maldad de este mundo y transformarlo en el reino de Dios. Fue claro defensor de pobres y oprimidos, y se enfrentó a poderosos y opresores, sobre todo la aristocracia sacerdotal del templo. Fue difamado y perseguido, y acabó ejecutado en cruz por orden del imperio. Tras su muerte, sus discípulos dejaron constancia de que “Dios lo resucitó”. Habría que matizar muchas cosas, pero pienso que para este breve texto lo central queda suficientemente claro.

Más difícil nos resulta decir qué se entiende por “socialismo”, pues sus contornos no son, como los de Jesús, claros y permanentes. Ha habido socialismos utópicos, marxistas, científicos. El socialismo puede ser comprendido como ideología y utopía, y también como partido político en sistemas democráticos. Ha llegado a configurar gobiernos, unos más decididamente a favor de los trabajadores, otros manteniendo sólo reminiscencias de esa opción. A veces, aceptando las reglas de la democracia, con lo positivo y con lo negativo, llegando a ser uno más de los partidos en un régimen capitalista. Y a veces ha configurado gobiernos y estados despóticos, despiadados, crueles, violadores de los derechos humanos fundamentales.

No es fácil, pues, relacionar una figura histórica coherente consigo misma con una idea que ha tomado infinidad de formas históricas, diferentes y aun contradictorias. Con todo haremos algunas reflexiones sobre “Jesús y el socialismo”. Y comenzamos con dos aclaraciones.

La primera es que el mundo necesita que trabajen juntos los que siguen la tradición de Jesús y los que siguen la tradición de lo mejor del socialismo. En lenguaje sencillo, que cristianos y socialistas trabajen, luchen y sufran juntos, a veces hasta la entrega de la vida para cambiar ese mundo y hacerlo más humano. Todavía no hace mucho tiempo ocurrió en América Latina. Con problemas y ambigüedades, fue una gran cosa para los pobres.

La segunda es que pobres y oprimidos son centrales en la tradición de Jesús y en los socialismos fundantes. Pero hoy hay que insistir en la variedad de sus rostros. Siguiendo la tradición de Jesús, Puebla y Aparecida han recalcado que son niños y mujeres, indígenas y afroamericanos, jóvenes sin rumbo y ancianos sin acogida, desempleados y excluidos. Y la madre tierra. Los partidos socialistas han incluido también, de una u otra forma, a grupos humanos a quienes la globalización despoja del fruto de su trabajo, de su tiempo, de su cuerpo, y de la plusvalía de su dignidad. Obviamente no podemos tratar todos estos temas, pero hay que tenerlos en mente. Nadie que se sienta perdedor y despreciado en la globalización, debiera sentir ni a Jesús ni al socialismo como ajenos y lejanos. Dicho esto comencemos un breve análisis de Jesús y el socialismo.

2. El parentesco. No me parece correcto hacer de Jesús, pura y simplemente, un socialista, aunque sí puede ser considerado con razón inspirador y simpatizante de sus mejores sueños, y aunque es un mínimo, es importante. No puede decirse lo mismo del capitalismo, a pesar de los esfuerzos de Michael Novak, ni del imperialismo en ninguna de sus formas, estadounidense o soviético. En Jesús lo central es la idea y el ideal del socio-hermano, no la del capital-dinero, ni la del poder-sometimiento. Ambas cosas son rechazadas frontalmente. Ante Jesús no hay componendas.

El socialismo no es lo mismo que Jesús de Nazaret, pero al ponerlo junto a él chirría menos que el capitalismo y el imperialismo. Hasta comparte “un cierto aire de familia”. “Obreros” -“y campesinos”, se añade en la misa nicaragüense- no han solido ver en Jesús a un extraño, y menos un enemigo -otra cosa es cómo ven a las iglesias. En el muy católico país vasco, una mujer entrada en años, católica de toda la vida, decía con convencimiento y entusiasmo: “Cristo fue socialista”. Y si no recuerdo mal, Bonhoeffer decía que los obreros, que poco o nada sabían de dogmas, “entendían a Jesús”. Teólogo de familia de extracción burguesa dio testimonio de que hay cosas por las que merece la pena comprometerse del todo. Y en un mismo aliento, juntaba el sermón de la montaña y la justicia social.

Y no se puede ignorar que Marx, como Jesús, provenía de los profetas de la tradición judía. En ellos Dios apostrofaba a reyes y ricos con el “ustedes, los que venden al pobre por un par de sandalias”. Mientras que a los débiles, pobres y forasteros llamaba “mi pueblo”. La parábola sobre “epulón y Lázaro” y el “no se puede servir a Dios y al dinero” pueden pasar desapercibidos -y de hecho son olímpicamente despreciados- más en el capitalismo que en el socialismo. Las bienaventuranzas, el compartir solidariamente, la compasión, el trabajo por la justicia hasta la entrega de la vida, pueden encontrar mayor parentesco en el socialismo. Raramente ocurren en nombre del capitalismo.

Aquí en El Salvador, hace unos 30 años, muchos hicieron una opción por los oprimidos, también izquierdistas de diversa índole, con gran generosidad. En 1985 el Padre Ellacuría, hablando de los marxistas, dijo con toda claridad y en lenguaje provocativo: “Esta fundamental eticidad [del marxismo]… suscitó entre los cristianos un cierto sonrojo por lo que suponía de olvido de algo esencial a la fe y un cierto complejo de inferioridad al comparar el compromiso ético de los marxistas revolucionarios con los más pobres frente al compromiso, en el mejor de los casos puramente verbal y cauteloso -no riesgoso-, de los hombres de Iglesia”.

3. El socialismo no tiene por qué chirriar, pues, al ponerlo en comparación con Jesús. Al menos no de la forma estrepitosa como lo hace el capitalismo. Pero, comparado con Jesús, hay diferencias y a veces contradicciones. Intentemos decirlo en una breve síntesis.

En primer lugar, es evidente la contradicción con Jesús cuando el socialismo acaba en formas políticas de imperio, dictatoriales, crueles. Obviamente. Pero también cuando, más allá de las palabras, queda configurado como una fuerza política, en connivencia esencial con el capitalismo, aunque en ello esté presente algún porcentaje de democracia convencional. Socialmente, esto significa fomentar activamente el individualismo personal y el egoísmo antisolidario. Lo que busca y ofrece, en elecciones por ejemplo, es “el buen vivir” y el “éxito”. Desde la perspectiva jesuánica hay aquí deshumanización.

En segundo lugar, a esto, que es evidente, hay que añadir, la búsqueda del poder. Es inevitable, y puede ser buena por sus frutos, pero siempre es cosa delicada, pues no por ser político deja de ser poder -reflexión que se extiende a todo poder, y recordemos, ya que hablamos de Jesús, que se extiende también y con mucha crudeza al poder sagrado, religioso, eclesial-.

Jesús no fue indolente, ni meramente contemplativo. Habló con autoridad, actuó con energía y se encaró a poderes reales. Se llegó a decir que de él salía “fuerza”, pero no se dijo que usaba “poder”. No fue eso lo suyo. No lo buscó ni lo fomentó. Le horrorizaba la tendencia del poder a la dominación y el sometimiento. Rechazó que la gente lo coronase rey y que Pilato lo tuviese por tal. La figura de Jesús puede remitir a la “fuerza” de un profeta o a la “sacudida” que produce el siervo doliente de Jahvé, pero no al “poder” de un Moisés caudillo.

Y esto es sumamente central en su visión del mundo y en su actuación personal. Su juicio sobre el poder es lapidario y sin escapatoria: “Los príncipes de las naciones las tiranizan y los grandes las oprimen con su poder. No sea así entre ustedes”. Esto se aplica a todo poder: capitalista y socialista, económico y militar, religioso y eclesiástico. La tentación de caer en ello -a lo que Jesús añadirá la de caer en la seducción de las riquezas y de los honores, y la insensibilidad ante las víctimas- amenaza todo lo humano. Vicia las relaciones de los seres humanos entre sí.

Esto no significa obviamente que los socialistas no puedan buscar poder político, ganar elecciones, promulgar leyes -ojalá en beneficio de los pobres y los débiles. Pero Jesús insiste, con absoluta seriedad, en el peligro de que el poder termine en prepotencia y corrupción -como si éste fuese su lugar natural, que diría sabiamente Aristóteles.

Por último, aunque pueda sorprender hablar de ello, hay que analizar la experiencia religiosa de Jesús, o su equivalente, en el socialismo. Esto puede extrañar, pues el socialismo no tiene por qué ser formalmente religioso o cristiano. Muchas veces no lo es, e históricamente ha sido anticlerical; con frecuencia con razón, a veces sin ella. Pero lo religioso sí fue en Jesús una fuerza profunda, sin la cual no se entiende su visión y actuación positivas, no sólo personalmente sino con relación a la sociedad.

Para Jesús la nueva sociedad que hay que construir no viene acompañada de grandes signos, apocalípticos se decía entonces; no se identifica con la fuerza histórica de un grupo, ni con la victoria sobre enemigos y su aniquilación. En una concepción pos-maquiavélica de la política nada de esto tiene por qué ser positivo para la polis. Pero sí puede serlo una experiencia religiosa, adecuadamente socializada en una comprensión de la política como cuidado de la polis. Esta puede crecer en humanización al aceptar la realidad que podemos llamar misterio, la superación del mero positivismo, de la infantilización, la cosificación, la trivialización de lo real. Ese misterio es lo que otorga aliento a la existencia.

El socialismo no tiene por qué ser religioso -ni tiene por qué nombrar el misterio de la realidad Abba, como lo hacía Jesús- pero no hay que dar por descontado que la dimensión religiosa de la existencia humana no configura a la persona y a la polis. Es una opinión personal, pero los socialismos democráticos occidentales, con todo lo que han ganado para los ciudadanos y los obreros, muestran que algo importante se ha perdido. Quizás lo pueden reencontrar en el pathos de socialistas y comunistas que fueron humanizadores. Mi esperanza es que no excluyan la posibilidad de poder encontrarlo también en tradiciones religiosas, como la de Jesús.

No se trata de una sutil recaída en el clericalismo, sino en tomar en serio la dimensión más profunda de la realidad de los seres humanos. Se puede discutir si la profundidad puede acaecer con religión o sin religión. Unos pueden hablar con Ernst Bloch de “ateísmo en el cristianismo” o con Alfonso Comín de “cristianismo dentro del comunismo”. Lo que no debiera ser debatible es tomar en serio la profundidad de lo humano, sin lo cual degeneramos, aun cuando aumente la calidad de vida y las libertades constitucionales. Esto es en mi opinión problema fundamental del socialismo de hoy en sociedades occidentales de abudancia -y, por supuesto, del capitalismo. Y también lo es para las iglesias. No basta con moverse en un ámbito formalmente religioso. Hay que practicar la religión que surge de y lleva a lo profundo. Salirse de sí mismo, para no acabar encadenado en uno mismo, como nos diría Pablo. Y visitar huérfanos y viudas, a lo que Santiago llamaba la verdadera religión.

4. Qué hagan hoy los socialistas con Jesús de Nazaret, es cosa a averiguar, pero no es difícil encontrar en Jesús el aliento a la utopía del viejo socialismo que debiera seguir viviendo en los nuevos. Es la utopía de la que está ayuno el mundo de abundancia.

No se usa ya la palabra, y pienso que, subliminal o descaradamente, nos dicen que ya no es necesario invocarla porque, si no ha llegado ya, está por llegar. Se trata de la “globalización”. La materia de la que está hecha es un increíble progreso en tecnología, en el manejo del espacio, el tiempo, la imagen, la velocidad. Formalmente sería una utopía. Globalización viene de “globo” -la “esfera” de Platón en el Banquete- que expresa la perfección, que nos presentan como cada vez más real y hacia la cual nos dirigimos sin que nos pueda frenar ningún obstáculo. Es una “utopía”, mezcla de ilusión y optimismo, que no de verdadera esperanza, basada en el progreso y el capital como motor de la historia. En ese mundo viven también los socialismos de hoy. Pero ojalá ellos, y las tradiciones de Jesús, nos devuelvan una utopía, el concepto al menos, que nos humanice.

Con una utopía empieza y termina la Biblia: el paraíso, y una nueva creación, el nuevo cielo y la nueva tierra. Esa utopía responde no simplemente al progreso sino al más de lo humano. Suele ser visualizada como mundo ideal, y de tal manera que, por experiencia acumulada, se sabe que para ella no hay lugar: es ou-topia. Por ella hay que trabajar, aunque también, al ver que no se hace realidad, se puede pactar con lo pasajero y provisional, el carpe diem, y se puede aceptar la resignación del absurdo. De todas formas, lo más importante a tener presente es que la utopía pertenece a la constitución del ser humano como ser de la esperanza.

Qué sea hoy utopía, cuál sea la utopía necesaria, es cosa a investigar. En la tradicción de Occidente, por utopía, se ha podido entender la República de Platón o la utopía de Tomás Moro. En lenguaje más humano, sigue siendo válido lo que decía Ernst Bloch: “que el mundo llegue a ser un hogar para el hombre”.

Sin embargo, creo que, dado el proceso mundial de los últimos años, la utopía necesita una precisión esencial: debe ser utopía parcial, lo cual para nada quiere decir “elitista”, pues afecta a la mayoría de la humanidad: utopía es que la vida, digna y justa, sea posible para pobres y víctimas. Es la utopía de Isaías y de Jesús de Nazaret. No es utopía la abundancia, escandalosa -hasta obscena- de las minorías, sino el mínimo-máximo de hacer desaparecer el hambre, enterrar el silencio que se cierne sobre las víctimas, y la indignidad y el desprecio a los que se las somete. Esta utopía es indefensa. Pero a diferencia de las utopías de la tradición, no hay que decir de ella que no es posible, sino que tiene que ser posible. Es eu-topia, lo bueno, mínimo, pero indispensable. Para ello tiene que haber lugar en este mundo.

Terminamos como empezamos. Entre Jesús y el socialismo hay aire de familia. Para conseguir hoy un mundo más humano bueno será que ambos se junten en una “internacional de lo humano”. Como hemos dicho muchas veces, para sanar a nuestro mundo “gravemente enfermo”, que decía Ignacio Ellacuría, “enfermo de muerte”, que dice Jean Ziegler, es necesaria una civilización de la pobreza cuyo motor es el trabajo, que ve el fundamento de humanización en la satisfacción universal de las necesidades básicas y el acrecentamiento de la solidaridad. Evidentemente, esto, con ser difícil, resuena más en la tradición del socialismo que en la del capitalismo, para la cual el motor de la historia es el capital y en la que la posesión-disfrute de la riqueza se ofrece como principio de humanización.

Y una formulación, todavía más provocativa, de la utopía. En una civilización de la pobreza la pobreza es “lo que realmente da espacio al espíritu”. El ser humano ya no se verá ahogado del ansia de tener más que el otro, lo que es una deshumanización clamorosa cuando a la mayor parte de la humanidad le falta lo necesario. En esa civilización podrá florecer el espíritu, “la inmensa riqueza espiritual de los pobres y de los pueblos del tercer mundo”.

5. En diversos países de América Latina hay movimientos importantes que de una u otra forma se relacionan con el socialismo. No es poco que frenen algo la crueldad del imperialismo capitalista. Bueno también será que den pasos positivos, aunque sean pequeños, hacia la idea-ideal del socialismo. En ello, como ocurrió en décadas pasadas, el socialismo podrá coincidir con el cristianismo. En la tarea habrá cristianos y socialistas.

Para nosotros la esperanza es que Jesús los configure a todos ellos. Y la utopía es que la civilización de la pobreza, o dicho en palabras más aceptables, “una civilización de la austeridad compartida y solidaria”, sea el reino de Dios.

 

Jon Sobrino

San Salvador, El Salvador