Justicia como equidad

Justicia como equidad

Marc Plana


En la sociedad mundial a la que estamos entrando, intercultural, pluralista, crecientemente laica, del conocimiento... la Teología de la Liberación no puede continuar haciendo su aportación encerrada estrictamente en su mundo judeocristiano de referencias bíblicas. Debe preguntarse por la posibilidad de un replanteamiento teórico y laico del «principio liberador», en diálogo con la filosofía política actual.

p>Fue John Rawls quien, en 1971, puso el tema de la justicia en el foco de la filosofía política. En Teoría de la justicia, Rawls propuso una teoría para fundamentar «una sociedad democrática entendida como un sistema equitativo de cooperación social a lo largo del tiempo». Se trata de un sistema comprehensivo cuyo sujeto son las instituciones, que deben dilucidar y responder a aquello que nos debemos los unos a los otros por el mero hecho de vivir en grupo. Lo justo no sería entonces aquello que es bueno hacer, sino aquello que tenemos la obligación de hacer: no deberíamos tener libertad sólo si la ganamos a pulso, ni acceso a asistencia médica sólo si la compramos o el gobierno está de buenas. Se trata de los derechos que como comunidad debemos garantizar.

Rawls deduce que una sociedad justa sería aquella donde sus ciudadanos pueden escoger su propio proyecto de vida (dada su facultad de racionalidad) y a la vez son capaces de ser sensibles a las exigencias de la cooperación social (dada su razonabilidad). Esta sociedad permitiría el desarrollo de dos principios. El primero regula aquellos bienes sociales que en ningún caso pueden ser distribuidos de manera desigual: las libertades y los derechos básicos de ciudadanía. Un determinado grado de autonomía innegociable es necesario para que cada persona o pueblo pueda generar y seguir su propio proyecto de vida. La autonomía individual también es entendida aquí como garantía de dignidad humana. Kant decía que los humanos debemos tratarnos siempre como finalidad y no solamente como medios.

Hasta aquí podríamos estar hablando de meras abstracciones académicas si no fuera porque un simple repaso al panorama actual pone en duda la realidad de dicha autonomía: la globalización impone modelos restringidos a sus directrices económicas; el ser humano no es sólo literalmente un simple medio en maquilas o en redes de tráfico; también parece ser una pieza más de un tablero donde la aceptación paulatina de las reglas del juego redefine cada vez más a la baja su autonomía y redistribuye las libertades efectivas de manera muy desigual. Pues bien, según el concepto de justicia de Rawls, cualquier desigualdad en ámbito de derechos no sólo es moralmente reprobable, sino también injusta; por lo que debería implicar a las instituciones en su regulación. Sin embargo, Rawls no predica la simple igualdad material y acepta una distribución desigual de bienes materiales siempre que ésta no entrara en contradicción con el primer principio y bajo las condiciones que define el segundo: sólo se aceptarían las desigualdades vinculadas a cargos accesibles a todos en igualdad de oportunidades y las que beneficiaran estructuralmente a la parte más desaventajada. El principio vuelve a suspender el modelo actual: las diferencias económicas crecen no sólo entre los países, sino también dentro de ellos.

Una alternativa opuesta a Rawls es pensar la justi-cia como una garantía para que las instituciones no decidan qué hacer con el individuo (y con sus bienes). La protección que Rawls presenta para con el individuo se vuelve absoluta en esta propuesta, hasta el punto que el poder es concebido como opuesto al individuo. Desde esta perspectiva, crear un espacio de igualdad de condiciones es evitar sobrecargar al individuo con restricciones que impidan seguir su libre voluntad (y menos, en nombre de una justicia redistributiva que obligue a desprenderse de lo que uno tiene). Se trata de un argumento importante, pues es el fundamento del estado actual de las cosas y de la confianza en la libertad como fuente de moral. Ante este argumento, la crítica explica que no podemos llamar igualdad de oportunidades a la simple desregularización o liberalización, sino meritocracia. En el camino a la igualdad, no sólo hay que evitar imposiciones, sino también promover acciones para disolver las circunstancias sociales y naturales que afectan a determinados seres humanos. De lo contrario, la meritocracia será sólo una manera efectiva de legitimar la nueva desigualdad resultante. «Lo injusto no es haber nacido pobre o con deficiencias físicas. Lo injusto es que la sociedad no haga nada para impedir que estas contingencias moralmente arbitrarias perjudiquen socialmente a los individuos» (Ángel Puyol).

El acceso a una igual libertad y ciudadanía para todos, por tanto, debe ser promovido por las instituciones incluso cuando implica regulación social. Como dice el filósofo Owen Fiss, no sólo se trata de dejar hablar sino de repartir altavoces, por lo que serán necesarias medidas como la educación o impedir una excesiva concentración de poder y recursos. Una consideración cabría hacer al respeto ¿Se comprometen estas propuestas con una cierta idea sustantiva del bien (es decir, con una cierta idea y promoción de cómo debe ser la ciudadanía)? Sin duda. Pero pensar, desde nuestra perspectiva histórica, que la desregularización es una regla de juego imparcial es sencillamente ingenuo. Por otro lado, ¿debe esta idea sustantiva del bien ser vista como una imposición? El ser humano siempre es resultado de una «imposición» social, pero no es lo mismo que el diseño de esta ciudadanía dependa de un poder interesado y alejado a nosotros que de un debate abierto, razonado, plural y libre. Ni debemos aceptar que otros piensen por nosotros ni desertar (y dejar de ser conscientes) de nuestra cuota social de poder.

La globalización ha planteado un desafío importante a Rawls. Hoy en día, las interacciones individuales van mucho más allá de lo estatal. La pregunta, entonces, es saber si se puede hablar de justicia global cuando no existen instituciones que puedan garantizarla más allá de los Estados. Los llamados cosmopolitas piensan que la nacionalidad es moralmente irrelevante y que hay obligaciones morales previas y más fuertes entre todos los individuos. Estas obligaciones deberían ser capaces de organizarnos a favor de la igualdad global. Los estatalistas, en cambio, piensan que el Estado es la única fuente de moral pública. La desigualdad existe más allá, pero acabar con ella es más un tema de solidaridad (obligatoria sólo en conciencia) que de justicia (que implica a las instituciones). Los debates entre unos y otros son ricos. ¿Es aceptable tener un diferente nivel de deber con nuestro vecino, a quien mis impuestos financian su operación, que con el campesino tanzano con quien sólo me unen los lazos voluntarios de la solidaridad? ¿Qué tipo de igualdad global se crea a través de las relaciones siempre tamizadas por la nación? ¿Es posible crear instituciones globales y una idea de ciudadanía global? El debate incluso ha fundamentado propuestas concretas como la alternativa a las patentes farmacéuticas del filósofo alemán Thomas Pogge.

Sin embargo, la crítica más consistente a Rawls es la referida a las condiciones de razonabilidad. Decía que la justicia se basa en una idea de ciudadano sensible a los deberes de unos con los otros. Pues bien, no está tan claro que, a pesar de encontrar una situación ideal de diálogo y de pacto, los seres humanos no generemos siempre estructuras de poder que supediten la razón y las necesidades de los demás a nuestra manera de ver el mundo (y a nuestra capacidad de imponerla). Dicho de otro modo, una de las preocupaciones de la filosofía política actual es la disgregación de la sociedad, su falta de cohesión, la poca capacidad de la razón para fundamentar adhesión a pactos de vida aceptables para todos. Ante tal situación, -que algunos temen estructural- ¿es posible que surja la conciencia social por el simple hecho que se espera esto de nosotros en una sociedad justa? ¿Qué impedimentos encontramos para dicha conciencia y para la confianza social? Ésta es una de las preguntas que la filosofía política trata de responder para evitar un mundo donde las necesidades ajenas no sean capaces de justificar soluciones políticas consensuadas cuando, a cambio, exigen ceder parte de mi libertad. En este sentido, Amartya Sen (La idea de la justicia) propone partir de casos concretos para llegar a una praxis de justicia más ligada a necesidades reales y menos dependiente de la adecuación de la realidad a teorías comprehensivas como la de Rawls.

Escribe Joan Vergés que la filosofía política debe promocionar «un ideal factible, una utopía realista que pueda hacernos creer que puede haber más justicia social». Rawls es una cita imprescindible en este camino. Nozick, su principal crítico, dijo: «Hoy en día, los que hacen filosofía política han de trabajar según la teoría de Rawls o bien explicar por qué no lo hacen»; por lo que su pensamiento, -y los debates que suscita y que se renuevan con el avance de la -sociedad-, deberían ser para la Teología de la Liberación un desafío y una oportunidad para el diálogo.

Marc Plana

Mataró, Cataluña, España