La bondad como poder

La bondad como poder

Ivone Gebara


El poder de la bondad tal vez no sea un tema nuevo en la ética, pero, hace poco, tomé conciencia de forma más aguda del uso de la bondad como forma de poder sobre las personas. Es decir, tomé conciencia de lo enmarañado de las cuestiones subyacentes a la bondad, y la dificultad de desentrañar las motivaciones, los juegos de la subjetividad y la complejidad de nuestra historia personal. El bien que hacemos es más complejo de lo que imaginamos.

Pero ¿por qué ese trabajo de análisis cuando la vida ya es tan complicada?, dirán algunas personas. Creo que estos tiempos nos están invitando a ser más humildes con los grandes ideales y con las grandes utopías sociales. Se trata de una humildad que, aliada a una siempre nueva comprensión de nosotros mismos, podrían ayudarnos en la desafiante tarea de vivir en común. Muchos pensadores contemporáneos, como Iris Murdoch, han afirmado que el bien no puede ser pre-definido, porque implica continuamente juicios de valor y elecciones individuales. El concepto de bien o de bondad es una especie de idea universal que nos mueve en diferentes contextos y situaciones. La bondad es una idea, una acción en movimiento, y ya ese hecho la hace compleja en la práctica cotidiana. En esa línea, me atrevo a decir que mi conciencia actual sobre la cuestión de la bondad vino de mi propia práctica y de la reflexión surgida en las sesiones de psicoanálisis.

En muchos momentos empecé a percibir que me sentía molesta no tanto por el hecho de ser buena con las personas, sino por sentirme mal cuando ellas no correspondían a mi bondad. Me di cuenta de que quería que aceptaran mi bondad, mi buen consejo, mis buenas ideas, mi actitud comprensiva, y que actuaran de acuerdo con lo que yo había sugerido. Si lo hacen, eso significa, en palabras claras, que acogen mi poder sobre ellas, poder expresado en mi acto bueno o justo, y que, a cambio de mi bondad o de mi justicia, recibo su gratitud y hasta su obediencia. Yo esperaba recibir el reconocimiento de mi acto y la apreciación de mi comportamiento.

Nunca había pensado en mi bondad, en el bien que hago en términos de poder, sobre todo de poder sobre otras personas. Poder hacer un bien es una forma de poder. Y al hacerlo siempre tomamos algún partido, somos movidos por emociones, creencias, valores, ideales y expectativas.

Las ilusiones de la educación y la práctica de la religión muchas veces nos impiden pensar la bondad de forma crítica, sobre todo cuando esconde motivaciones que no quisiéramos que aparecieran. Vivimos en una cierta ilusión en relación a nuestra bondad, ilusión que nos esconde de nosotros mismos. Querer ser buena, querer el bien de todos, no es tan simple como parece.

De la misma forma, muchas veces atribuimos a las instituciones que parecen edificarse en valores humanos una altísima expectativa en relación a su eficacia en hacer el bien. Pienso en las Iglesias, en las organizaciones de solidaridad internacional, en las organizaciones en favor de las relaciones justas y otras. Caí del caballo, o algunas escamas cayeron de mis ojos, o desperté a un nivel de mi vida muy poco conocido cuando empecé a pensar en los intrincados movimientos del bien que hacemos. Entendí algo de lo que decía Jesús de que ‘nadie es bueno’, sólo Dios que hace llover sobre justos y pecadores. Esta especie de pretendida igualdad del bien, incluso cuando se trata de Dios, puede indicarnos la carga de dudas y deudas que siempre acompañan nuestras acciones. De antemano, más allá de responder a una necesidad inmediata, no sabemos qué van a provocar nuestras buenas acciones. Y además, descubrimos que la bondad no es espontánea. Exige un proceso educativo que comienza desde la más tierna infancia. En otras palabras: la bondad, la atención a los demás, el compartir, el cuidado de sí y de los demás son valores que se aprenden.

Reflexionando sobre mi propia vida, me di cuenta de que también yo usaba la bondad como forma de poder. Mi salida para muchas situaciones impositivas era que yo tenía que ser buena y, por lo tanto, creer que mi bondad era la forma privilegiada de relación con las personas. Tenía que ser buena de esa manera por el Evangelio, por mi educación cristiana, por mi educación familiar, porque había dirigido mi vida en la práctica del bien. Tenía que ser buena según los criterios que creía que eran los de la bondad. Sin darme cuenta, estaba absolutizando, incluso imponiendo, mi forma de comprender la bondad, en mi vida y en la de quienes me rodeaban. Mi comprensión de bondad era limitada a las formas que yo había aprehendido, a los juicios morales, sociales y políticos que yo misma hacía ante varias situaciones.

Ser buena era una forma de vida, una opción para sobrevivir, una ideología que dirigía mis pasos, una religión que exigía prácticas que yo imaginaba siempre en favor de los demás. Aunque tuviera conciencia de la relación íntima entre bien y mal en todas las acciones humanas, una nueva percepción pareció despuntar en lo más recóndito de mi yo. Me alegro por el descubrimiento, y al mismo tiempo tengo cierto temor. Me abre la posibilidad de salir de un montón de suposiciones y certezas que había construido en relación a mí y a los demás. Alarga mis posibilidades de entender el mundo humano más allá de los juicios de valor prefabricados o marcados por una visión dualista del mundo. Muchas veces esos juicios eran implacables, sin la flexibilidad y el humor necesarios para convivir mejor.

Mucho he hablado y escrito sobre la «mezcla» de que está hecho el ser humano. Pero, captar esa mezcla, en medio de la bondad que siempre quise vivir, me pone en terreno movedizo, me hace menos pura a mis propios ojos. Vivir la «mezcla» de forma tranquila en la relación con los demás es algo que casi siempre afirmo como un «deber ser», ya que estoy lejos de vivir las tesis en las que creo. Esta distancia entre el ideal y lo real es una trampa que nos sorprende. No me parece que las instituciones educativas y las Iglesias en particular eduquen para la superación de la distancia entre lo ideal y lo vivido. Por eso, en un momento crítico como éste, esas preguntas emergen y no podemos dejarlas de lado.

No sé ser buena, tal como pienso para mí que es la bondad. Y no sé ser buena, tampoco, obedeciendo a modelos de bondad o justicia personal y colectiva. Comienzo a percibir las trampas que preparo y las que se preparan para mí en ese complejo mundo del ideal y de la bondad real, y de otros valores que nos sostienen. La elección de la bondad me llevó a vivir una doble cruz, cargada por el mismo cuerpo, pero sin ninguna posibilidad de fusión entre ellas. La cruz de idealizar un modelo de bondad y de sociedad, y la cruz de aprender, como ciudadana del mundo, las dificultades cotidianas que se imponen a nuestros ideales. Doblando la esquina encuentro una mendiga cargando junto a su casa de cartón. Más adelante un señor que duerme protegido por su perro guardián. Y apenas cruzando la avenida, me encuentro con un hombre tirando de un carromato, en el que además del cartón había cuatro niños pequeños. Paré y él me dijo: ‘¡todavía no he encontrado escuela para mis hijos!’ ¿Qué bien podría hacer? ¿Quién hace el bien más allá de la ayuda del momento?

Una expresión de esa compleja problemática del bien es oponer el bien individual al colectivo, o clasificar a partir de jerarquías aquellos que deben ser los primeros beneficiarios de nuestro bien. Se puede entender que cuando nos referimos a un mundo donde la mayoría son pobres y miserables, afirmemos la prioridad de los pobres. Pero, esa prioridad, es, además de cristiana, una prioridad política que tiene que ver con nuestras relaciones sociales amplias o con las instituciones sociales que facilitan el bien individual colectivamente.

En lo pequeño de nuestras relaciones, en lo cotidiano, las cosas son diferentes. En lo pequeño de la vida lo individual es colectivo, y lo colectivo, individual. La institucionalización del bien y de la justicia son exigencias de la complejidad social, pero no me eximen de mi responsabilidad. No revocan la interpelación que se me ha hecho, el encuentro triste con alguien hambriento o drogado, la invitación de un niño a darle mi mano. La invitación para compartir mis cinco panes y cinco peces tiene que ver con las estructuras sociales amplias, pero también tiene que ver con la organización de mi vida capaz de acumular panes y peces, dejar que se pudran y no compartirlos con quien de hecho los necesita. Somos al mismo tiempo uno y muchos, y por eso todo lo que somos y hacemos lleva esa marca de interdependencia que nos habita desde los procesos más remotos de nuestra vida.

 

Ivone Gebara

São Paulo, SP, Brasil