La comunicación con el universo

Comunicarnos con la naturaleza.
Cuidar de la Tierra con comprensión, compasión y amor
 

 Leonardo Boff


Hace miles de años, el ser humano está explotando los recursos de la naturaleza. Como eran abundantes no se preocupaba de usarlos de forma que se pudiesen renovar.

Hoy ha despertado: o cuida de la Tierra, de su biodiversidad, del aire, de los suelos y de las aguas... o puede ir al encuentro de lo peor.

La ecología es expresión de esta nueva conciencia. Es más que el gerenciamiento de los recursos naturales escasos. Es una nueva relación con la naturaleza, con más benevolencia y respeto a los ritmos naturales; es un modo de consumir, con moderación y responsabilidad; es un sentido de responsabilidad para con las generaciones que vienen después de nosotros y con el futuro común de la Humanidad y de la Tierra.

El deber de cuidar de la Casa Común

Frente a los desafíos actuales, se impone el deber de cuidar de la Casa Común, pues no tenemos otra para vivir. Excelentes orientaciones proporciona la Carta de la Tierra, importante documento, verdadera carta de identidad de la Tierra, que surgió de la preocupación por el cuidado y la salvaguarda de nuestra Madre Tierra.

Queremos aprovechar aquí el primer principio de la Carta para proponer un relacionamiento nuevo y más adecuado para con la naturaleza y para con la Tierra. El principio reza: «cuidar de la comunidad de vida con comprensión, compasión y amor».

Vamos a profundizar cada uno de estos puntos, pues nos ayudarán a vivir una nueva alianza con la Tierra.

a) «Cuidar la comunidad de la vida con comprensión».

Cuidar es involucrarse con el otro o con la comunidad de vida, mostrando celo y hasta preocupación. Pero es siempre una actitud de benevolencia que quiere estar junto a, acompañar y proteger. La comprensión quiere conocer afectivamente la comunidad de vida. Quiere conocer con el corazón y no sólo con la cabeza. Por tanto, nada de conocer para dominar (el «saber es poder», de los modernos, como Francis Bacon), sino conocer para entrar en comunión con la realidad. Con razón decía San Agustín, siguiendo a Platón, que «conocemos en la medida en que amamos».

Cuidar con comprensión la comunidad de vida implica utilizar la ciencia y la técnica siempre en consonancia con esa comunidad, y nunca contra ella, o sacrificando su integridad y belleza. Cuidar, aquí, invita a rechazar acciones perjudiciales a los ecosistemas o que causan sufrimientos a los representantes de la comunidad de vida; implica mantener el consorcio de los seres, evitar las monocultivos como el de la soya, el del eucalipto y otros, pues perjudican la biodiversidad de la naturaleza.

b) «Cuidar la comunidad de la vida con compasión»

Para que entendamos correctamente la compasión, necesitamos antes hacer una terapia del lenguaje. Conforme a la comprensión común, tener compasión significa «tener pena» del otro, sentimiento que lo rebaja a la condición de desamparado sin potencialidad propia ni energía interior para levantarse. Entonces nos compadecemos de él y nos condolemos de su situación.

Podríamos también entender la compasión en el sentio del cristianismo originario como sinónimo de misericordia, un sentido altamente positivo. Tener misericordia equivale a tener un corazón (cor) capaz de sentir a los míseros y salir de sí para socorrerlos. Actitud que la propia filología de la palabra com-pasión sugiere: compartir la pasión del otro y con el otro, sufrir con él, alegrarse con él, andar el camino con él. Pero esa acepción históricamente no ha conseguido imponerse. Ha predominado aquella otra moralista y menor, de quien mira de arriba hacia abajo y deja caer una limosna en la mano del que sufre.

Diferente, por su parte, es la concepción budista de com-pasión. Compasión tiene que ver con la cuestión básica que dio origen al budismo como camino ético y espiritual. La cuestión es: ¿cuál es el mejor medio para liberarnos del sufrimiento? La respuesta de Buda es: «por la com-pasión, por la infinita com-pasión».

El Dalai Lama actualiza esa ancestral respuesta así: «ayuda a los otros siempre que puedas, y si no puedes, jamás los perjudiques». Esta comprensión coincide con el amor y el perdón incondicionales propuestos por Jesús.

La «gran com-pasión» (karuna en sánscrito) implica dos actitudes: desapego de todos los seres de la comunidad de vida, y cuidado para con todos ellos. Por el desapego nos distanciamos de ellos, renunciando a su posesión y aprendiendo a respetarlos en su alteridad y diferencia. Por el cuidado nos acercamos a los seres para entrar en comunicón con ellos, responsabilizarnos de su bienestar y socorrerlos en el sufrimiento.

He ahí un comportamiento solidario que nada tiene que ver con la pena y la mera «caridad» asistencialista. Para el budista, el nivel de desapego revela el grado de libertad y madurez que la persona ha alcanzado. Y el nivel de cuidado muestra cuánto de benevolencia y de responsabilidad ha desarrollado la persona para con toda la comunidad de vida y para con todas los seres del Universo.

El ethos que se compadece nos enseña cómo debe ser nuestra relación para con la comundidad de vida: respetarla en su alteridad, convivir con ella como miembro, y cuidar de ella, especialmente regenerando aquellos seres que sufren o están bajo amenaza de extinción. Sólo entonces nos beneficiaremos con sus dones, en la justa medida, en función de aquello que precisamos para vivir con suficiencia y decencia.

d) «Cuidar la comunidad de la vida con amor»

El amor es la fuerza mayor existente en el universo, en los seres vivos y en los humanos. Porque el amor es una fuerza de atracción, de unión y de transfiguración. El amor es la expresión más alta del cuidado, porque todo lo que amamos también lo cuidamos. Y todo lo que cuidamos es una señal de que también lo amamos.

Humberto Maturana, chileno, uno de los exponentes mayores de la biología contemporánea, ha mostrado en sus estudios sobre la autopoiesis -o sea, sobre la autoorganización de la materia de la cual resulta la vida-, cómo el amor surge desde dentro del proceso cósmico.

En la naturaleza –afirma Maturana- se verifican dos tipos de acoplamientos de los seres con el medio y entre sí: uno necesario, ligado a la propia subsistencia de los seres, y otro espontáneo, vinculado a las relaciones gratuitas, por puro placer, en el fluir del propio vivir. Cuando esto ocurre, incluso en estadios primitivos de la evolución, hace miles de millones de años, surge el amor, como fenómeno cósmico y biológico. En la medida en que el universo se expande y se complejifica, ese acoplamiento esponáneo y amoroso tiende a incrementarse.

A nivel humano gana fuerza y se vuelve el móvil principal de las acciones humanas. Ha sido esa relación de amorización y de cuidado lo que ha permitido a nuestros ancestros homínidos y antropoides dar un salto hacia la Humanidad. Al salir para recolectar alimentos y para cazar, no consumían el resultado individualmente: lo traían al grupo y ahí lo compartían fraternalmente entre todos, junto con sus afectos. El propio lenguaje, característica del ser humano, ha surgido en el interior de este dinamismo de amor y de cuidado recíproco.

El amor se orienta siempre hacia el otro. Significa siempre una aventura abrahámica: la de dejar su propia realidad e ir al encuentro del diferente y establecer una relación de alianza, de amistad y de amor con él. Ahí es donde nace la ética.

Cuando el otro irrumpe ante de mí, nace la ética. Porque el otro me obliga a tomar una actitud práctica, de acogida, de indiferencia, de rechazo, de destrucción. El otro significa una propuesta que pide una respuesta con res-ponsa-bilidad.

El otro hace surgir el ethos que ama. Paradigma de este ethos es el cristianismo de los orígenes, ligado directamente al mensaje y a la práctica de Jesús. Este cristianismo da absoluta centralidad al amor al otro –para Jesús, idéntico al amor a Dios-. El amor es tan central que quien tiene amor, tiene todo. Él testimonia esta sagrada convicción de que Dios es amor (1Jn 4,8), de que el amor viene de Dios (1Jn 4,7) y de que el amor no morirá jamás (1Cor 13,8). Y ese amor es incondicional y universal, pues incluye también al enemigo (Lc 6,35). El ethos que ama se expresa en la ley áurea, testimoniada por todas las tradiciones de la Humanidad: «ama al prójimo como a ti mismo»; «no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti».

El amor es, así, central, porque sin amor al hambriento, al pobre, al preregrino y al desnudo, no se puede encontrar a Dios ni alcanzar la plenitud de la vida (Mt 25, 31-46). Ese amor es un movimiento sólo, va al otro, a la comunidad de vida y a Dios.

Nadie en Occidente mejor que San Francisco de Asís se transformó en un arquetipo de esa ética amorosa y cordial. Unía las dos ecologías: la interior –que integra sus emociones y deseos-, y la exterior –que se hermana con todos los seres-. Confraternizó con la propia Tierra, como su humus original, con raíces oscuras. Y he ahí que abrió un ánimo y una fraternidad que abarcó a toda la creación: al sol, el viento, el fuego, el agua ... y hasta a la hermana muerte.

El ethos que ama funda un nuevo sentido de vivir. Amar al otro -ya sea el ser humano, o ya sea cada representante de la comunidad de vida- es darle razón de existir. No hay razón para existir. Existir es pura gratuidad. Amar al otro es querer que exista porque el amor hace al otro importante. «Amar a una persona es decirle: tú no morirás jamás» (G. Marcel), tú debes existir, tú no puedes morir».

Solamente ese ethos que ama está a la altura de los desafíos que nos vienen de la comunidad de vida, devastada y amenazada en su futuro. Ese amor respeta alteridad, se abre a ella y busca una comunión que enriquece a todos. Hace de los distantes, próximos, y de los próximos, hermanos y hermanas.

Conclusión: Tierra y Humanidad somos una misma cosa.

El poeta y cantor negro brasileño Milton Nascimiento cantaba en una de sus canciones: «Hay que cuidar del brote, para que la vida nos dé flor y fruto». Eso se aplica a la Tierra y a todos los ecosistemas: ha de «cuidarse con comprensión, compasión y amor» a la Tierra, entendida como Gaia, Magna Mater y Pacha Mama de nuestros indígenas, para que ella pueda asegurar su vitalidad, integridad y belleza.

Tierra y Humanidad formamos una única realidad, como lo han visto –y se estremecieron de emoción- los astronautas, desde sus naves espaciales, allá fuera, en el espacio exterior. Desde allí no hay diferencia alguna entre Tierra y Humanidad. Ambos forman una única entidad, con un mismo destino. Sólo el cuidado garantizará la sostenibilidad del sistema Tierra con todos los seres de la comunidad de vida, entre los cuales se encuentra el ser humano. Su función es la del jardinero, como se relata en el segundo capítulo del Génesis. Trabajo del jardinero es cuidar del jardín del Edén, hacerlo fecundo y bello. Oportunamente, la Carta de la Tierra nos ha despertado para esta nuestra misión, esencial y urgente. Necesitamos vivirla para que tengamos futuro y podamos co-evolucionar como hemos evolucionado hace ya 4.500 millones de años, pues ésa es la edad de nuestra Tierra.