La democracia indígena
LA DEMOCRACIA INDÍGENA
Marcy PICANÇO y Paulo MALDOS
Una mañana, en una aldea guaraní, los hombres se reúnen para discutir y decidir cómo van a manejar un conflicto sobre la invasión de su territorio por parte de unos latifundistas. Se enredan en largos discursos, explicitando cada uno su punto de vista, sin coincidir en sus opiniones. No lejos de allí, lavando la ropa en el riachuelo, lo suficientemente cerca de la Casa de los Hombres como para poder escuchar los debates, las mujeres comentan entre sí. Cada una, poco antes de que su marido hable, anuncia: «ahora va a decir tal cosa», y el marido dice exactamente lo que su mujer ha anticipado para sus amigas. Cada pareja ha tenido toda la noche anterior para pensar sobre el asunto y definir una posición.
Así es como la mayoría de los pueblos indígenas viven su participación política. No delegan en un individuo o grupo el poder de decidir por la comunidad. Esto es asunto de todos, en el día a día de la aldea.
No podemos afirmar que todos los pueblos indígenas se estructuren de la misma manera. Al contrario: hay una gran diversidad de sistemas sociales, políticos, religiosos, económicos... así como culturales y lingüísticos, entre los pueblos indígenas en América Latina, y en el mundo. Cada uno es tan distinto del otro, como un egipcio lo es de un ruso.
Sin embargo, cuando estos sistemas políticos son comparados a los de los países en que estos pueblos indígenas se encuentran, es posible identificar rasgos comunes entre ellos, muy distintos de las características de las sociedades que los envuelven. Ninguno de los pueblos indígenas de Brasil creó un Estado; no usan la fuerza como un instrumento de coerción para mantener el «orden interno» de la comunidad, ni consideran el ejercicio del poder como el privilegio de un grupo.
En general, los hombres y los más ancianos ostentan el poder de la palabra más que las mujeres y los más jóvenes. Fuera de eso, algunas personas de la comunidad se distinguen por sus habilidades especiales, como un chamán, un guerrero, un cazador, pero eso no significa una posición privilegiada. Al contrario, actúan en función del interés colectivo y están controlados por la comunidad.
En las comunidades indígenas, los sistemas económico, social, político y religioso están intrínsecamente relacionados y atraviesan todos los espacios y situaciones de la vida cotidiana. La participación política y el control sobre el bienestar de la aldea están presentes en el día a día de todos. No es atribución de algunos pocos especialmente designados para ello, ni necesita de espacios específicos.
Que una persona tenga liderazgo en algún aspecto de la vida de la comunidad no significa que tenga algún privilegio o poder especial sobre los demás. Un cacique, por ejemplo, puede ser un gran consejero o tener alguna responsabilidad de importancia; puede tener la tarea de mantener el equilibrio interno, el bienestar de la aldea, o de articular el consenso de todos; para eso, necesita atributos que lo legitimen frente a la comunidad, pues puede perder su función en caso de que la irrespete o le cause desagrado.
El hecho de ser cacique puede ser, al mismo tiempo, una de las formas que tiene la comunidad para controlar a la persona: el cacique necesita retribuir lo que recibe. Hay aldeas en las que el cacique es aquel que menos acumula, pues, aunque reciba muchos regalos, también tiene que retribuirlos ampliamente.
En realidad, la economía de redistribución permanente en el interior de las comunidades fue la forma encontrada por los pueblos indígenas para evitar la acu-mulación de propiedades y bienes, y en consecuencia, el exceso de poder por parte de individuos y grupos.
Según la tradición indígena, el objetivo de la producción no es acumular excedentes, sino compartir. Todo el excedente de la caza, la pesca y la agricultura es repartido dentro de la aldea, o se destina a obsequiar a las comunidades vecinas, generalmente en grandes celebraciones. Durante la colonización de América, a algunos pueblos se les prohibió realizar las fiestas en que compartía la producción, pues esto era mirado como un desperdicio. Esta actitud tuvo un efecto contrario al esperado, generando, muchas veces, escasez de alimentos, ya que muchos indígenas, sin celebraciones –que tenían un carácter religioso-, ya no veían sentido a trabajar para tener excedentes.
Al impedir culturalmente esa acumulación y esa diferenciación interna, los pueblos indígenas evitaron el surgimiento de la propiedad privada, las clases sociales y la producción del instrumento por excelencia de la dominación de una clase por otra: el Estado.
Democracia ejercida no sólo por representantes
Esta radical igualdad, basada en la economía, organizada por la cultura y concretada en las prácticas diarias, confiere un alto grado de autonomía a las comunidades indígenas, lo que tiene como consecuencia la no adopción de prácticas como la de la delegación de la representación a individuos constituyéndolos como «representantes» de la comunidad. Entre los pueblos indígenas, sencillamente, no existe la práctica de la representación; lo que puede haber son personas encargadas de encaminar demandas y propuestas de la comunidad, pero al servicio y bajo el control de ésta, y siempre de forma puntual y específica, no como una «representación general» ni de «amplias facultades» o sin límites en el tiempo.
Muchas veces vemos en los medios de comunicación o en los espacios del Estado a los mismos «representantes indígenas», hablando o negociando en nombre de «los pueblos indígenas» en general. Estos «representantes» surgen mucho más por la necesidad que el Estado y la sociedad tienen de encontrar interlocutores entre los pueblos indígenas, que a causa de una legitimidad propia suya que surgiera de sus comunidades. Los «representantes generales» de los pueblos indígenas surgen, así, a causa de procesos «exógenos» a las comunidades, no de procesos endógenos.
Después de la Constitución de 1988, en Brasil, han ido surgiendo cientos de organizaciones indígenas que tratan de cumplir un rol de articulación, organización y movilización de los pueblos indígenas en torno a sus derechos históricos. Muchas de ellas surgen y, de la misma manera, mueren, quedando sólo aquellas que mejor consiguen reflejar los anhelos de las comunidades, transformándose en función de una búsqueda constante de sintonía con las bases.
Esta ausencia de delegación de la representación hace que toda la comunidad tenga como responsabilidad cuidar de su presente y de su futuro. Esto moviliza a todos los miembros a ejercer su palabra y sus gestos en la construcción autónoma -y al mismo tiempo colectiva- de su historia, en todos los espacios existentes en lo cotidiano.
La sociedad brasileña, surgida con la invasión europea hace 506 años, así como las demás sociedades latinoamericanas, en su fase republicana, buscaron en la Grecia antigua los orígenes de su idea de democracia. Estas ideas originales fueron adaptadas para la construcción de una República democrática en nuestros países, en un contexto de sociedades basadas en la noción de propiedad privada como sagrada, y dilaceradas por los conflictos entre las clases. El resultado de esta adecuación fue la creación de Estados como instrumentos de las clases hegemónicas y de las naciones con fuertes desigualdades económicas y sociales. Todo eso hizo que nuestras «democracias», controladas por el poder de clase y nuestras «representaciones políticas», apropiadas por ese poder, quedaran muy lejos de la promesa de igualdad y justicia.
En el contexto de nuestras sociedades, absurdamente desiguales e injustas, la democracia se volvió un ritual vacío, y la representación política, casi una farsa. A lo largo de nuestra historia, los sectores populares se han esforzado por dar sustancia a nuestras recientes democracias, por medio de movilizaciones y del encaminamiento institucional de las demandas y propuestas de los trabajadores y de los sectores populares, así como por el control social sobre el Estado y sus instituciones. Esta lucha, sin embargo, tiene un triste registro de reacciones de las oligarquías y clases dominantes, como se manifiesta en los innumerables golpes de Estado y dictaduras militares que tanto han herido a los pueblos latinoamericanos durante todo el siglo XX.
Hoy, una vez más, los pueblos latinoamericanos tratan de elegir representantes que lleven a efecto, realmente, sus aspiraciones de democracia y justicia social. Nuevamente, los sectores dominantes tratan de impedir esa experiencia, cooptando los representantes elegidos, transformándolos en traidores de aquellos que los eligieron, amenazándolos con el desgaste de los medios de comunicación, por medio de las actuaciones de un Poder Judicial clasista, desacreditándolos en la sociedad o, en caso límite, con nuevos golpes militares.
En este difícil momento en que vivimos, nuestras democracias tienen mucho que aprender de los pueblos indígenas y de sus prácticas de vida en comunidad. Sería fundamental que nos dedicásemos a conocer las diversas formas que nuestros pueblos milenarios han construido para vivir en comunidades libres de la explotación, la dominación, la miseria y la barbarie social.
Ciertamente, los pueblos indígenas tienen mucho que enseñarnos respecto a cómo construir democracias verdaderas, en las que la Justicia y la Igualdad estén inscritas en la vida diaria de nuestra sociedades, no sólo en el preámbulo de nuestras Constituciones.
Marcy PICANÇO y Paulo MALDOS
Revista «Porantim», del CIMI, Brasília, Brasil