La Desigualdad en América Latina
La Desigualdad en América Latina
Guillermo Fernández Maíllo y Mónica Gómez Morán
La pobreza es un fenómeno complejo en el que influyen multitud de factores y que puede ser estudiada desde perspectivas muy diversas. Los diferentes métodos para la identificación de las personas en pobreza varían, desde los que miden la situación de los hogares n términos absolutos –en la medida que no están cubiertas una serie de necesidades básicas, independientemente del lugar– hasta los que la miden en términos relativos, observando el grado en que los hogares cubren sus necesidades según su desventaja respecto al resto de personas de su entorno.
Desde una perspectiva de pobreza absoluta, entendemos ésta como aquella situación en la que la renta de una persona está por debajo de cierto umbral, lo cual le impediría obtener los recursos suficientes para satisfacer las necesidades mínimas de supervivencia. Así se utilizan las llamadas «líneas de pobreza» para clasificar a las personas como pobres o no, dependiendo de a qué lado de la línea o barrera se encuentren.
El Banco Mundial fijó en 2005 este umbral en los 1,25 dólares al día para la pobreza extrema, y en los 2 dólares al día para el riesgo de pobreza, traducidos a la moneda y precios locales, adaptando dicho umbral a la divisa correspondiente y teniendo en cuenta los precios de los bienes de primera necesidad en cada país. La línea de pobreza de 1 dólar corresponde al promedio de las líneas nacionales de pobreza adoptadas por los países con los menores niveles de ingreso per cápita en el mundo.
En las décadas de 1980 y 2000, se produjo un notable descenso a nivel mundial del número de personas en situación de pobreza. Sin embargo en términos de pobreza absoluta, en 2010, las últimas estimaciones realizadas por el PNUD (Programa de las NNUU para el Desarrollo), delimitadas a las regiones en desarrollo, muestran que una de cada cinco personas (1.200 millones) se encontraba todavía bajo el umbral de la pobreza extrema (menos de 1,25 dólares al día).
Sin embargo, el progreso ha sido más lento en las líneas de pobreza más altas. La reducción del número de personas que viven con menos de 2 dólares al día ha sido mucho menor. En total, 2 de cada cinco personas, 2.400 millones, vivían con menos de 2 dólares al día en 2010. Se trata de una reducción marginal con respecto a los 2.590 millones en 1981.
La Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL) establece para América Latina y El Caribe la tasa de pobreza como el porcentaje total de población cuyo ingreso per cápita está por debajo de la línea de la pobreza, monto mensual a partir del cual no podría adquirir sus necesidades esenciales. Los datos de 2012 reafirman la tendencia a la disminución observada a lo largo de las últimas décadas, aun cuando el ritmo de reducción se ha desacelerado en forma paulatina (CEPAL 2013). Desde 2002, se ha producido prácticamente sin excepciones, una caída de la pobreza en toda la región.
En 2012, el 28’2% de la población de América Latina (164 millones de personas) era pobre, y la pobreza extrema llegaba a un 11’3% (66 millones) . Estas cifras representan una disminución de la pobreza de 1’4 puntos respecto 2011 (29’6%), decreciendo en 6 millones el número de personas pobres y manteniéndose prácticamente igual la pobreza extrema.
Los países que han mostrado mayores reducciones de la pobreza son Venezuela, Ecuador y Brasil.
Cada vez más enfoques apuestan por complementar estas mediciones con diferentes dimensiones relacionadas con carencias materiales o necesidades insatisfechas que permitan avanzar en la construcción de indicadores pertinentes y factibles de aplicar en la región. Los resultados de esta medición ampliada de la pobreza muestran que las carencias en vivienda (hacinamiento y pobreza de materiales) y energía (carencias en electricidad y combustible para cocinar) tienen mayor peso relativo en los países donde se registran las mayores incidencias de pobreza (CEPAL 2013). Existe una correlación entre la pobreza y esta privación material: los países con los mayores índices suelen presentar también las más altas intensidades de pobreza, es decir, los países con más personas pobres son también aquellos donde la pobreza es más intensa, donde existe entre las mismas un mayor número de privaciones.
A esta visión de la medición de la pobreza, podemos añadir otro concepto que la cualifica, que es el de la desigualdad. Mediante el mismo conocemos cuál es la distribución de los ingresos dentro de una población dada, con lo que nos permite conocer la diferencia entre los que más riqueza tienen y los que menos. Esa distancia se mide a través del coeficiente GINI, donde cero significaría que todas las personas dispondrían del mismo ingreso, y 1, que toda la riqueza se concentraría en una sola persona.
A nivel mundial la desigualdad económica se ha incrementado en los últimos 30 años, y se está convirtiendo en uno de los ejes de discusión de la dinámica política planetaria. Inclusive si se observa en el largo plazo «el pasado devora el porvenir», como el economista francés Thomas Piketty subraya en su obra El capital en el siglo XXI, en ella se nos anuncia una vuelta al capitalismo patrimonial del siglo XIX, después de un período de gran reducción de la desigualdad tras las dos grandes guerras mundiales, y capitaneada por el control de nuevas dinastías familiares.
El caso latinoamericano constituye una breve excepción durante estos últimos años, ya que el GINI ha experimentado una bajada desde mediados de los noventa, donde se situaba en el 0,59, hasta el 0,51 en la actualidad. Este descenso se debe básicamente a dos motivos: por un lado el boom de las commodities, y por otro la implementación de políticas de reducción de la desigualdad en un conjunto significativo de países, favorecida por la estabilidad política. En el primero de los casos debido, en gran medida, a la reducción de la brecha salarial entre trabajadores cualificados y no cualificados, vinculada a un aumento de la oferta, fruto de las mejoras educativas, y a una reducción de la demanda. En cuanto a la estabilidad política, es destacable la redistribución producida, apoyada en un período de crecimiento económico por el conjunto de gobiernos, pero especialmente de los nuevos gobiernos de izquierda y centro izquierda. A pesar de que, comparativamente con los países de la OCDE, la capacidad de las instituciones gubernamentales para corregir la desigualdad después de efectuar las transferencias sociales es bastante limitada.
Existen otros factores asociados como por ejemplo la importancia creciente de figuras como el salario mínimo en países como Argentina, Brasil o Uruguay, la redistribución significativa a través de impuestos directos, el desarrollo de los programas de transferencias condicionadas que alcanzan actualmente a 30 millones de familias, unos 127 millones de personas en América Latina y el Caribe. Sin embargo estos programas están perdiendo la oportunidad de tener un carácter universalista a causa de una lógica de contrapartidas y condicionamientos, y en muchas ocasiones incluso reforzando la desigualdad de género, según advierte el Observatorio de Igualdad de Género. Además expresan el agravamiento de la segmentación social y de la monetarización de la política social, que reduce su papel de concretar derechos.
Pero más allá de esta reducción, las diferencias entre los hogares con menores ingresos y los que más poseen continúan siendo enormes. El 20% de los hogares más pobres sólo poseen el 5% del conjunto de los ingresos (incluso menos en países como Honduras, Paraguay y República Dominicana) mientras que el 20% más rico posee un 47% (o más, como en el caso de Brasil). Las implicaciones de estas distancias no sólo se traducen en la dificultad para tener una peor o mejor accesibilidad a una buena educación, atención de salud, o suministros energéticos básicos, sino que también se traducen en fuertes injusticias sociales. Los países que han conseguido reducir en mayor medida las diferencias internas entre el 20% más rico y el 20% más pobre entre 2002 y 2012 han sido Bolivia, Nicaragua, Brasil y El Salvador. Guatemala sería el único país del área que ha empeorado en este período.
La desigualdad latinoamericana global tiene más que ver con las desigualdades internas de los países que de la desigualdad entre países. El enorme peso de las economías brasileña y mexicana está detrás de esta situación. Los movimientos en la desigualdad, siguiendo el índice de Palma, se estarían dando entre el 10% más rico y el 40% más pobre, teniendo una relativa estabilidad de los ingresos en las clases medias altas de la distribución del ingreso.
Históricamente, esta persistencia de gran desigualdad del área latinoamericana se ha explicado por dos vías diferentes. Una primera pone el acento en la alta desigualdad existente a nivel estructural desde la conquista por los europeos, arraigada durante siglos y muy difícil de modificar. A diferencia de ésta, una segunda cree que la desigualdad fue baja históricamente hasta finales del siglo XIX, cuando la región experimentó un fuerte desarrollo, siendo en este sentido más sencillo revertir la tendencia. Más allá de estas consideraciones, el actual descenso de la desigualdad no parece estar produciendo un cambio estructural.
Sin embargo, en un momento en el que se alzan voces por la ralentización que está sufriendo la economía latinoamericana, todavía se acaba fiando, prácticamente en exclusiva, la mejora del bienestar de las personas al crecimiento del P.I.B., como si no supiéramos desde hace décadas al menos dos evidencias. Primera, que el crecimiento económico no conlleva necesariamente una distribución equitativa de la riqueza y una mejora del bienestar a partir de determinado nivel, y segunda, que el modelo de crecimiento económico actual está de espaldas a la crisis medioambiental a la que nos enfrentamos.
Pero más allá de cuestiones de medición y de economía lo verdaderamente relevante es el cambio antropológico que la revolución neoliberal ha introducido a nuestro ser en el mundo. Se nos está obligando a quedar religados a la capacidad de adecuarnos a los flujos siempre cambiantes de la circulación de las mercancías. Es necesario desnudar el modelo social desde el punto de vista ético. Un modelo social en el que el crecimiento se ha convertido en un parámetro fundamental siguiendo tres axiomas básicos, a saber:
Más es igual a mejor. Una lógica basada en la ética individualista, en el neo darwinismo, así como en la ética calvinista del éxito: el crecimiento es sinónimo de bienestar. Un principio con el que a la persona pobre, a la que no llega, a la excluida, se la hace autorresponsable. Y de ahí, ya, se la hace culpable.
El precio como la medida del valor. Todo lo que no es validado por el mercado por su productividad, rentabilidad y competitividad, debe ser rechazado. En la sociedad de la mercancía todos quedamos igualados en el consumo, quedando oculta toda otra situación. Una lógica que encaja bien con la ética de la celebración de la acumulación y de lo inmediato. Ahí, la persona pobre es la perdedora, y la que queda excluida.
Sin sujeto social. Identificado crecimiento económico con bienestar, la cuestión es quién es el sujeto social. Y la respuesta es, sistemática y metódicamente, el individuo. El individuo, sin ninguna connotación a «los otros». En el consumo no aparece la dimensión social, y por ello solidaria, puesto que absolutiza el fin con lo inmediato, en el que no hay lugar ni cabida para «el otro», para el diferente, que aparece como el potencial disputador del beneficio, del bienestar que el individuo ha alcanzado. Por lo que la persona pobre es la que crea la inseguridad ante la que defenderse.
Y no nos podemos permitir estar ciegos ante esta situación.
Guillermo Fernández Maíllo y Mónica Gómez Morán
Cáritas Española, Grupo de Estudios, Madrid, España