La desigualdad en la Historia

La desigualdad en la Historia

Alfredo Gonçalves


El estudio de la historia ha sido bombardeado últimamente por una serie de cuestionamientos. Muchos autores concuerdan en que la trayectoria humana sobre la faz de la tierra no es lineal. Al contrario, en las coordenadas del tiempo y del espacio, la humanidad camina en un vaivén tortuoso y laberíntico.

Siguiendo la línea del tiempo, el itinerario de las civilizaciones en general y de cada pueblo en particular acostumbra a ser sinuoso y turbulento. Avances y retrocesos, altos y bajos ponen en jaque el concepto de progreso. Desaparece la idea de que una generación es superior a la precedente e inferior a la siguiente. El siglo XX desmiente aquel optimismo evolutivo, pues a pesar de las innovaciones tecnológicas, fue un período de extrema barbarie: dos guerras mundiales con millones de muertos y mutilados, colonialismo y totalitarismo, injusticias y desequilibrios socioeconómicos, bomba atómica y holocausto, terrorismo y genocidios, otros confrontamientos armados...

En cuanto al espacio, la linealidad se muestra todavía más irregular. La «historia universal» enseñada en las escuelas acostumbra a restringirse a los acontecimentos del mundo occidental, de origen judeo-cristiano greco-romano. Civilizaciones milenarias como la china, la japonesa o india por ejemplo, o seculares como la azteca, la maya e inca, salvo raras excepciones, prácticamente son desconocidas. El eurocentrismo económico y cultural ha dominado buena parte de la historiografía.

Por otro lado, tanto en términos temporales cuanto espaciales, la pirámide de la desigualdad social, económica y política (para no hablar del racismo y los prejuicios étnicos) se impone como una constante a lo largo de toda la historia. Basta un vuelo de pájaro sobre las civilizaciones de la antigua Mesopotamia, de Egipto y de los continentes asiático y africano; sobre las conquistas persas, babilónicas, mongolas y griegas; sobre los vastos territorios del dominio romano y el feudalismo medieval; o sobre la sociedad moderna y contemporánea, para darse cuenta de la discrepancia entre la base y la cúspide de la pirámide.

En el mundo antiguo, la ciudad-Estado, con todo su esplendor, se erguía sobre los hombros de los campesinos, agricultores y pastores, a través de pesados tributos y de la corvea (trabajo periódico gratuito para el rey y la corte). En los imperios chino y japonés por un lado, y en el régimen de castas indio por otro, una amplia base de la población mantenía a las élites privilegiadas. Incluso en las ciudades griegas de los filósofos Platón y Aristóteles, cuna de la democracia, los esclavos y las mujeres no tenían vez, ni voz ni voto, siendo ciudadanos de segunda clase. El lujo y la depravación del Imperio Romano se deben a las riquezas secuestradas a los pueblos «bárbaros» (sinónimo de periféricos y sometidos), distribuidas después como «pan y circo» en los anfiteatros de la Ciudad Eterna. En La sociedad feudal (título del libro de Marc Bloch), los siervos de la gleba sustentaban a los caballeros, al clero y a la nobleza, en un pacto desigual de «sujeción a cambio de protección», lo que significaba servidumbre y trabajo duro de sol a sol.

Pero cuando llegamos a los tiempos modernos, incluso a la sociedad contemporánea, las cosas cambian apenas en la superficie. Por un lado, el paso del feudalismo al modo de producción capitalista, acompañado por los esfuerzos por la democratización del poder, tropieza con dificultades no resueltas; por otro, las experiencias del socialismo real se manifiestan como una especie de capitalismo de Estado, donde una clase de tecnócratas centraliza el poder, la riqueza y la toma de decisiones.

Continúa la pirámide de la desigualdad social. La verdad es que el empeño por la democracia, desde la Independencia de EEUU (1776) y la Revolución Francesa (1789), se quedó a medio camino. Si, por un lado, eliminó la dinastía política de reyes y príncipes, por otro, mantuvo intacta la dinastía económica. O sea, al mismo tiempo que se cuestiona la práctica del nepotismo, sigue normal la herencia patrimonial de padre para hijo, independientemente de cómo haya sido adquirida o acumulada. A la vez que se desnaturaliza el legado del poder, se naturaliza el legado de la riqueza. Pero ésta, por su parte, a través de mecanismos no siempre transparentes, reintroduce la dinastía política, no apoyada ya en el origen de sangre o de cuna, sino en la propiedad de los bienes.

La trayectoria de la democracia navega por la superficie de las aguas turbulentas de la política, pero deja intactas las corrientes subterráneas de la acumulación capitalista, particularmente en los días actuales, con el predominio del capital financiero. En el contexto de la economía globalizada, los gobiernos elegidos democráticamente conservan poco margen de maniobra frente a las férreas leyes del mercado. El capital virtual, muchas veces desvinculado de la producción real, navega libremente por las bolsas de valores, apoyándose en el viento favorable y desigual de las monedas, de los intereses y del cambio. Tal desregulación de las transacciones económico-financieras a nivel internacional crea, recrea y refuerza la desigualdad social no solamente entre países centrales y periféricos, sino entre regiones de la misma nación. Los gobernantes se vuelven rehenes de tales movimientos –cuando no sus capataces y cómplices–.

El resultado de todo ello es el desplazamiento de la línea de frontera entre el Primer y el Tercer mundo. Más que dividir países pobres y países ricos, esa línea pasa ahora por el interior de cada país o bloque de naciones. Un caso emblemático es el de Europa. La crisis de las últimas décadas ha creado dos subcontinentes: la Europa del norte, relativamente estable (Alemania, Reino Unido, países escandinavos) y la del sur o mediterránea, inestable y con enormes dificultades para retornar a los niveles anteriores (Grecia, Italia, España, Portugal y hasta Francia). Por tanto, desigualdad social entre norte y sur, entre centro y periferia, mas también dentro de cada país.

Entre tanto, permanecen vivas y activas otras formas de producción de desigualdad social y económica. Sólo cito algunas: turbulencias debidas al calentamiento planetario y al éxodo por motivos ambientales; conflictos y guerras de carácter étnico, cultural y religioso, con multitudes de refugiados y prófugos; patriarcalismo histórico y sus formas de violencia, como diferencias salariales entre hombres y mujeres por servicios iguales; resurgimiento de formas de trabajo análogas a la esclavitud; migraciones forzadas, tráfico y abuso de personas para fines de explotación laboral o sexual. No hace falta decir que todo eso es, al mismo tiempo, causa y efecto de la desigualdad social.

Los síntomas más o menos evidentes de esas nuevas formas de producción y mantenimiento de la desigualdad son visibles por todo el planeta. Síntomas de un organismo enfermo, cuya fiebre se manifiesta de forma brutal y violenta. De hecho, una vez más, «la historia no camina linealmente». A medida que se profundiza la economía globalizada, por ejemplo, crecen las luchas por las identidades locales, territoriales, étnicas y religiosas. A contracorriente del mercado total, los pueblos se rebelan y procuran rescatar sus valores (o contravalores) primordiales.

De ello resulta una creciente intolerancia, que se reviste de ropaje político, ideológico o religioso. El resultado suele manifestarse en acciones extremadamente fanáticas y fundamentalistas. La reciente onda de terrorismo no puede ser vista sino en ese contexto más amplio de acción y reacción del imperialismo socioeconómico mundial. Conviene tener presente que, si por un lado el crimen organizado y los atentados sangrientos no pueden ser justificados, por otro no podemos olvidar el terrorismo de Estado. La llamada «mano invisible» del mercado no dispensa el «puño de hierro» de los ejércitos, cuando las mercancías no se «comportan» como se espera. Nada parece más contrario a la libertad que el liberalismo económico.

Otro síntoma de la producción moderna de la desigualdad es la inmensa multitud de los «sin patria» que deambula por los caminos del planeta. Millones y millones de emigrantes, refugiados, prófugos... gente simultáneamente en fuga y en búsqueda. En fuga de países y regiones en violencia y guerra, donde se acumulan ruinas, cenizas y cadáveres; en busca de un suelo que les dé techo y pan y puedan llamar patria.

Incluso la contaminación del aire y de las aguas, al lado de la devastación del medio ambiente, lleva la marca de la desigualdad. En cualquier catástrofe (natural o provocada por la acción humana), los primeros sacrificados suelen ser los pobres. No disponiendo de los bienes necesarios, se tienen que abrigar en los lugares más inhóspitos. En las inundaciones, tsunamis o sequías, figuran como las primeras víctimas.

En fin, incluso la madre-tierra y la naturaleza, cuando se revuelven contra la acción explotadora e indiscriminada de la política económica, acostumbra a golpear a los hijos más indefensos. Por eso, el discurso ecológico se inserta también en la dimensión socioeconómica de la desigualdad. Se concluye que ésta atraviesa todo análisis social, así como toda búsqueda de soluciones para sus desafíos.

 

Alfredo Gonçalves

São Paulo, SP, Brasil - Roma, Italia