La desigualdad y sus consecuencias

La desigualdad y sus consecuencias

Desde Honduras, el país más violento de América Latina

Juan Antonio Mejía Guerra


Honduras agoniza, toca fondo. Sus sectores más empobrecidos se debaten entre morir de hambre en el anonadamiento pasivo y cruel de sus comunidades, morir en el camino migrando adonde sea, o en un intento por sobrevivir o morir en las calles siendo parte del eslabón más bajo del crimen organizado dirigido en buena parte por connotadas personalidades provenientes del mundo empresarial, político, militar y policial. El 80% de la población hondureña es pobre, y de esta población pobre, el 60% vive en condiciones de extrema pobreza. En un país rico en bienes naturales, el despojo condena a la población a vivir enajenada de tales recursos. La causa se resume en una frase de Eduardo Galeano: «La riqueza de la naturaleza les condena a la miseria». En verdad, con el cúmulo de bienes naturales que posee esta nación y con una población que ronda los 8 millones y medio de habitantes, Honduras podría fácilmente perfilar su ruta hacia un desarrollo incluyente; claro, si contara con una administración honesta, eficiente, nacionalista y visionaria. Pero lo que ocurre es justamente lo contrario.

A esta situación tan deplorable se llegó tras casi dos siglos de continuo entreguismo de la riqueza nacional a los capitales extranjeros, realizado por una oligarquía y una clase política perversa que nunca han querido que los sectores más vulnerables de la nación hondureña sean beneficiarios del desarrollo nacional.

Una historia de saqueo, despojo y empobrecimiento

Honduras cerró el siglo XIX con una reforma liberal que puso los bienes minerales en manos de capitales neoyorquinos y franceses, mientras las tierras altas aptas para la caficultura les fueron arrebatadas a las familias campesinas pobres y pueblos indígenas, para ser entregadas a los terratenientes que se comprometieran a sembrar café, el cultivo estratégico de exportación. Los minerales fueron saqueados, los pueblos indígenas fueron obligados a hundirse aún más en las serranías inhóspitas, sin gozar de los beneficios generados por la minería o la caficultura.

En el siglo XX el capitalismo impuso a Honduras el sello de «República Bananera». Tras la toma del poder por gobiernos elegidos, no en las urnas sino en los cruceros estadounidenses, el Estado concedió, por medio de tales gobernantes sumisos al capital norteamericano, sendas concesiones bananeras a sus transnacionales, las cuales no desperdiciaron ni un solo momento hasta llevar a Honduras en la década de los años 20 a convertirse en primer productor mundial de bananos. Las compañías bananeras hicieron grandes capitales, ampliándose luego a otros sectores de la incipiente economía nacional creando bancos, ingenios azucareros, plantas extractoras de aceite de palma africana, industrias de la bebida, confitería... «Mamita Yunai», alusión a la United Fruit Company, creció y se multiplicó como un monstruo de muchos tentáculos, mientras la población pobre se multiplicaba hacia la miseria más deplorable. Así llegamos hasta la década de los 80, con mucha pobreza en la población, precisamente porque había una enorme riqueza concentrada en unas pocas transnacionales.

Los 90 marcaron el inicio y preparación de la estructura jurídica que legitimaría la imposición de la era neoliberal. En fidelidad al Consenso de Washington, el gobierno de Rafael Leonardo Callejas inmoló el lento proceso de reforma agraria que pervivía a duras penas, y sentó las bases para la destrucción del sistema cooperativista agrario, facilitando la privatización de la tierra y su adquisición por los grandes empresarios del agro. Se continuó con las privatizaciones de las empresas de servicios públicos, pero este proceso se ralentizó ante la poderosa fuerza de los sindicatos y no es sino hasta la segunda década del presente siglo, luego de ser corrompidos los líderes obreros, que el Estado logra traspasar en ventas simbólicas estas empresas a la oligarquía hondureña. Se privatizaron, –y todavía se está en ello– los servicios de agua para consumo humano, la empresa de energía eléctrica, los servicios de correos, gran parte del sistema educativo, y recién ahora están emprendiendo la entrega de los sistemas de salud y los sistemas de previsión social. Honduras se convierte en un pueblo enajenado de sus empresas de servicios públicos, entregadas a diferentes empresas nacionales cuando no a empresas de capitales extranjeros. La pobreza como carencia personal y familiar se amplía para convertirse en una pobreza como carencia colectiva nacional de instituciones y servicios estatales.

Consenso de las commodities y nuevas tecnologías

El siglo XXI se inicia con el arreciamiento de las industrias extractivas en obediencia al mandato imperial que manda poner en venta «a lo bruto» todo cuanto recurso natural sea posible extraer. Tal pretensión es elevada al absurdo por el anterior presidente Porfirio Lobo (2010- 2014), que intentó oficializar una ley para que las transnacionales pudieran adquirir y pagar por adelantado sus cánones de los recursos naturales que pudieran explotar en las siguientes décadas... De esta forma, la fiebre de las transnacionales de las commodities y sus testaferros nacionales amenazan con arrasar los bienes naturales de la población hondureña, contando para ello con la complicidad de la clase política tradicional. Lo que acontece en estos años es deplorable.

Los bienes hídricos de Honduras son suficientes para abastecer en 10 veces el total de la demanda hídrica de su población, pero el Estado está otorgando a la oligarquía nacional los cuerpos de agua que por siglos han sido utilizados y protegidos por pueblos indígenas, afrodescendientes y comunidades campesinas de montaña. El saldo es trágico para los pueblos que se han atrevido a defender sus fuentes de agua: ocho garífunas asesinados y tres indígenas lencas muertos en luchas contra las empresas hidroeléctricas que se han instalado en sus territorios en los últimos años.

Honduras era considerado hace apenas unas décadas «el granero de Centroamérica», pero la fiebre de los monocultivos para exportación se implantó, y ahora el 1’5% de los agricultores (terratenientes agroempresarios) controlan más del 50% de los suelos más fértiles de la nación. Mientras tanto, 350 mil familias campesinas no tienen tierras para asegurar su subsistencia alimentaria, más del 50% de la población infantil sufre desnutrición crónica según el Colegio Médico de Honduras, y alrededor de 130 campesinos y campesinas han sido asesinados a nivel nacional en los últimos años.

El 49% del territorio nacional es de vocación forestal y en estas serranías silvestres vive el 37% de la población hondureña, sobresaliendo los 7 pueblos indígenas y las 51 comunidades garífunas. Sin embargo, a estos pueblos originarios solamente les han sido adjudicadas alrededor del 2% de las tierras forestales. El resto ha sido privatizado, y otra parte entregado en concesiones forestales a los grandes madereros y sus diferentes empresas. El pueblo tolupán es sin duda el pueblo más martirizado de Honduras, con más de 100 indígenas asesinados por liderar movimientos locales o regionales en defensa del patrimonio forestal y territorial de las comunidades.

El 45% del territorio nacional está siendo solicitado y dado en concesiones mineras a empresarios hondureños y transnacionales mineras. La desecación de mantos subterráneos de agua por extracción acelerada (valle de Siria), la contaminación de cuerpos superficiales de agua por derrames continuos de cianuro y otras sustancias muy tóxicas (región de occidente), la proliferación de enfermedades de la piel, ojos y cabellos, y la destrucción de comunidades aledañas por las continuas explosiones de mineras a nivel nacional, son consecuencias inmediatas para la población hondureña. Tres indígenas tolupanes fueron asesinados en 2012 por oponerse a la extracción ilegal de antimonio en sus territorios tribales, y a pesar de que Honduras es signataria del convenio 169 de la OIT, el Estado ignora el derecho a la consulta previa, libre e informada, que beneficia a los pueblos indígenas.

Una esperanza que camina a paso de pueblo

¿Es posible rescatar a Honduras de esta vorágine de desigualdad y violencia? Muchos creemos que sí. Cuando la oligarquía ha enloquecido en su avaricia, la clase política se prostituye como nunca y la casta militar confundió la defensa de la nación con la protección de los intereses de la oligarquía, el pueblo saca fuerzas justamente de aquellos que han sido invisibilizados en la historia. Tras 500 años de resistencia los pueblos originarios nos enseñan a mantenernos inclaudicables en nuestras luchas. Los movimientos cristianos de liberación nos evangelizan con su empeño por hacer realidad la justicia de Dios. Las mujeres irrumpen en la historia patria como fuerza novedosa. Los y las jóvenes demuestran que no han sucumbido al consumismo alienante sino que sus energías son puestas al servicio de la liberación de sus pueblos. «Otra Honduras es posible». ¿Te sumas? Bienvenido, bienvenida, a nuestra esperanza, que camina.

 

Juan Antonio Mejía Guerra

Catedrático de filosofía en la UNAH y Coordinador de Educación del MADJ,

San Pedro Sula, Honduras