La Deuda con la Verdad

LA DEUDA CON LA VERDAD

José Ignacio LÓPEZ VIGIL


14 de abril de 1912. El Titanic hace un desesperado SOS desde de su recién estrenado equipo de telegrafía sin hilos y se pueden salvar 700 vidas del naufragio. A partir de entonces, todo barco irá provisto de una estación marconi.

La radio, la prensa, la televisión, nacieron para eso, para relacionar a los seres humanos a través de tierras y océanos, superando distancias. Su primera función, antes que cualquier uso propagandístico o lucrativo, es sernos de utilidad, hacernos la vida más fraterna y feliz.

Los medios nacieron para decir la verdad. Desde los audaces muckrakers que denunciaban la corrupción de Teodoro Roosevelt y sus poderosos senadores, hasta los que hoy recuerdan los crímenes del augusto dictador Pinochet, el periodismo responsable se ha comprometido con las causas justas, aun con el riesgo que ello implica.

Pero también, desde el nazi Goebels hasta nuestros días, la comunicación se ha puesto al servicio de la mentira. Por ejemplo, en el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano se dice: “La deuda externa importa un comino. La mejor demostración de que la deuda externa no tiene importancia es que hoy nadie que tenga un mínimo de cacumen al hablar de economía se ocupa de ella.” ¿Cómo puede escribirse una estupidez tan flagrante? Pero la máquina publicitaria con que cuentan los afamados autores se ocupa de vender miles de ejemplares.

Reagan convenció al país más “informado” del mundo de que los sandinistas eran una amenaza para el imperio norteamericano. Y Clinton convenció al mismo público de que era necesario bombardear Yugoslavia para liberarla, aunque las bombas cayeran sobre trenes de civiles o sobre la embajada china.

Mentiras completas o medias verdades. Y también, silencios. Zoilamérica Narváez, violada y vejada durante 20 años por Daniel Ortega, no encuentra espacio en la radio o la televisión de su país para denunciar el abuso y exigir un proceso judicial. Antes, se sobornaba a los jueces. Ahora, basta con sobornar a los periodistas. Mejor dicho, a los propietarios de los medios de comuni-cación.

Veamos esta encuesta realizada por el ICP/Research: ¿en quiénes creen los latinoamericanos? Respecto a los parlamentos, la opinión es pésima: apenas el 9% de los guatemaltecos y el 11% de los ecuatorianos tiene confianza en el suyo. Los venezolanos y colombianos le conceden un poco más de crédito (17%). En cuanto a los partidos políticos, los más benevolentes son los mexica-nos y los costarricenses (27%). Los peruanos y bolivia-nos tienen porcentajes bajísimos (13%). Lo mismo ocurre con los jueces, con los sindicatos, la policía, los empresarios, los presidentes, con el sistema político y económico en general. El vacío lo llenan las iglesias, incluidas las milagreras, que siguen cosechando un buen puntaje (el 61% de los encuestados cree en ellas). Y los medios de comunicación: dos de cada tres latinoamerica-nos están convencidos de la verdad de lo que dicen y muestran la prensa, la radio y la televisión.

¿Qué significa esto? Que quien controla los medios, controla la opinión pública. Que las verdades y las mentiras se han vuelto mercancías que se compran y venden igual que el champú o los cigarrillos.

En Ecuador, el presidente Mahuad sale en televisión diciendo que hay una gran crisis financiera en el país. Y que para salir de ella, el gobierno debe congelar los depósitos bancarios de todos los ecuatorianos. El presidente oculta que antes de este paquetazo entregó 700 millones de dólares públicos a un banco privado y que su dueño utilizó el regalo para poner una fábrica de cerverzas. Y que poco después, obsequió otra millonada de dólares al dueño del Banco del Progreso, el señor Fernando Aspiazu, quien se prestaba a sí mismo el dinero de los ahorristas a través de 50 empresas fantasmas.El presidente Mahuad miente y la ciudadanía lo sabe. Pero ¿dónde pueden protestar los ecuatorianos? Porque ese mismo banquero es dueño de la cadena radial Sucre y del canal 40 de Guayaquil. Y los canales, igual que el perrito que aparecía en los discos de la RCA, obedecen a “la voz de su amo”.

Resulta inevitable la pregunta: ¿quiénes y cuántos son dueños de la palabra y la imagen en A.L.? La concentración salta a la vista y a la oreja: el 85% de las emisoras de radio, el 67% de los canales de televisión y el 92% de los medios escritos pertenecen a la empresa privada. Las radios culturales y educativas apenas llegan al 7% y las televisoras instaladas con estos fines cubren el 10% del total de canales de la región.

Si mala es la situación, peor es la tendencia: de continuar así, en muy pocos años apenas diez corporaciones gigantes controlarán la mayor parte de los principales periódicos, revistas, libros, radio, televisión, películas, grabaciones y redes de datos.

Así las cosas al entrar ya en el nuevo milenio, conviene hablar de una deuda tan inmoral como la económica y que tiene un nombre raro: el espectro radioeléctrico. Este espectro no es otra cosa que el conjunto de frecuencias de radio y televisión. Frecuencias que, como aquella que utilizó el telegrafista del Titanic para salvar vidas, nos pertenecen a todos y a todas. Igual que el aire, la luz o la capa de ozono, el espectro radioeléctrico es patrimonio de la Humanidad.

Las frecuencias no pertenecen a los Estados, sino a la sociedad como tal. Los Estados, dado que estos canales de comunicación son limitados, tienen el deber de administrarlos, impidiendo cualquier intento de monopolio. Tienen la responsabilidad de repartirlos equitativamente entre todos los sectores de la sociedad. De esta manera, garantizarán la libertad de expresión y el necesario pluralismo informativo.

Sin embargo, ¿qué ocurre en nuestros países? Cuando una comunidad indígena pide una frecuencia para hacer programas de radio en su propia lengua, le dicen que espere. Y se queda esperando. Cuando un grupo de mujeres, o de jóvenes, de campesinos, o una organización sin fines de lucro presenta su carpeta solicitando una frecuencia, les dicen que no es posible, que el espectro está saturado.

No es cierto que el espectro radioeléctrico esté saturado. Y menos cierto aún, en las inmensas zonas rurales de nuestros países, en ciudades medianas y pequeñas, donde la banda de FM está apenas utilizada. Pero ni siquiera en las grandes ciudades se da tal saturación. La mejor prueba de ello es que, antes de elecciones, aparecen frecuencias por arte de magia... y se distribuyen entre los del partido gobernante.

Entonces, ¿por qué no las dan si caben? Por dos razones, fáciles de imaginar. La primera, económica. Ya hay bastantes comensales alrededor de la torta publicitaria. ¿Para qué más? La libertad de mercado la invocan siempre y cuando sólo ellos sean los mercaderes.

La segunda razón es política. El dinero da votos y los votos dan más dinero. ¿Cómo condicionar la intención de los electores? El mejor camino es tener un canal de televisión o una emisora de radio. Y que los otros no la tengan.

Increíble, pero cierto: en el democrático Uruguay la asignación de frecuencias, desde los tiempos de la dictadura militar, está bajo el Ministerio de Defensa. Es decir, los militares administran la libertad de expresión de los civiles. Y solamente tres familias (Romay, De Feo Fontaine y Scheck) controlan el 75% de los canales de televisión abierta y los tres únicos canales de cable.

Cuando surgieron las primeras radios comunitarias en Montevideo, los empresarios privados pusieron el grito en el dial. Las acusaron de terroristas, se inventaron que sus señales de FM interferían la torre de control del aeropuerto, y solicitaron penas de hasta 8 años de cárcel (más que por un homicidio) para los jóvenes radialistas.

En Brasil, país de inmensas redes mediáticas, se autorizaron las radios comunitarias. Pero se limitó su señal a un kilómetro a la redonda. Se les prohibió tener ingresos por publicidad. Se les prohibió transmitir en cadena. Se les prohibió tener más de una frecuencia en todo el país. Se reglamentó exactamente para prohibirlas.

En Chile, la ley para las radios comunitarias fue aun más grotesca: se limitó a un vatio su potencia de transmisión. ¡Un vatio! Aquellas latitas de leche vacías y unidas con un hilito con que jugábamos cuando niños tal vez tenían mayor alcance.

Otros gobiernos han sido mas astutos: subastan las frecuencias. Quien pone más plata, se queda con ellas. Así, la libertad de expresión tiene precio y queda supeditada a la chequera. Y la sociedad civil queda excluida de ejercer su derecho a la comunicación.

Quien paga manda, dice la sabiduría popular. Si alquilas un espacio en un medio comercial, el dueño te pone de patitas en la calle cuando le caíste gordo o quiere dársela a otro. Recuerdo mi primer programa de radio en Dominicana. El director de Radio Beller, en Dajabón, terminó el contrato tras escuchar la entrevista que hice a unos campesinos que reclamaban sus tierras robadas por el latifundista. La única manera de asegurar la independencia y la veracidad de la información es contando con radios, periódicos y televisoras en manos de la sociedad civil, de aquellos y aquellas que no se deben al Estado ni al Mercado.

Hace 2000 años, un tal Jesús dijo que las verdades hay que proclamarlas sobre las azoteas. Si para hacerlo, aquel campesino galileo se presentara hoy en las Superintendencias de Telecomunicaciones, ¿le asginarían una frecuencia nuestros gobiernos que tanto profesan la fe cristiana?

 

José Ignacio LÓPEZ VIGIL

AMARC-AL, Ecuador