La dimensión actualmente mundial de la política
Un mundo sin «alrededores»
La dimensión actualmente mundial de la política
Daniel Innerarity
Todas las explicaciones que se ofrecen para aclarar lo que significa la globalización se contienen en la metáfora de que el mundo se ha quedado «sin alrededores», sin márgenes, sin afueras, sin extrarradios. «Global» es lo que no deja nada fuera de sí, lo que contiene todo, vincula e integra de manera que no queda nada suelto, aislado, independiente, perdido o protegido, a salvo o condenado, en su exterior. El «resto del mundo» es una ficción, o una manera de hablar, cuando no hay nada que no forme de algún modo parte de nuestro mundo común. En el fondo esta metáfora no hace otra cosa que dar fuerza gráfica a aquella idea kantiana de que en un mundo redondo todos nos acabamos encontrando.
Como casi todas las cosas importantes, esta configuración del mundo no se debe a una decisión consciente y acordada, sino que es el resultado de unos procesos sociales más bien involuntarios y complejos. La mayor parte de los problemas que tenemos se deben a esta circunstancia, o los experimentamos como tales porque no nos resulta posible sustraernos de ellos, o domesticarlos, fijando unos límites tras los que externalizarlos: destrucción del medio ambiente, cambio climático, riesgos alimentarios, tempestades financieras, emigraciones, nuevo terrorismo... Se trata de problemas que nos sitúan en una unidad cosmopolita de destino, que suscitan una comunidad involuntaria, de modo que nadie se queda fuera de esta suerte común.
Cuando existían los «alrededores», había un conjunto de operaciones que permitía disponer de esos espacios marginales. Cabía huir, desentenderse, ignorar, proteger. Tenía algún sentido la exclusividad de lo propio, la clientela particular, las razones de estado... Y casi todo podía resolverse con la sencilla operación de externalizar el problema, traspasarlo a un «alrededor», fuera del alcance de la vista, en un lugar alejado, o hacia otro tiempo... Un «alrededor» es precisamente un sitio donde depositar pacíficamente los problemas no resueltos, los desperdicios; un basurero.
¿Qué tienen en común la extensión de los derechos individuales, que impide considerar a nadie como un mero sujeto pasivo que obedece decisiones de otros, y la conciencia ecológica, que dificulta enormemente depositar los residuos en cualquier sitio, o que exige el reciclaje?
Ambos fenómenos son expresión de que se ha problematizado la externalización, que nada ni nadie quiere ser considerado como un «alrededor». Hablar, por ejemplo, de basura espacial para referirse a los desechos de naves espaciales que, según parece, giran en torno a la tierra, revela que el mismo espacio ha dejado de ser considerado un mero exterior donde sería legítimo abandonar la chatarra. Cuando uno comienza a preocuparse por la basura es porque ha introducido en su campo visual lo que antes no veía, o no quería ver. La conciencia de lo que significa la basura, tomada también en sentido literal y metafórico, supone una ampliación de nuestro mundo, del mundo que consideramos nuestro.
Tal vez pueda formularse con esta idea de la «supresión de los alrededores» la cara más benéfica del proceso civilizador y la línea de avance en la construcción de los espacios del mundo común. Sin necesidad de que alguien lo sancione expresamente, cada vez es más difícil «pasarle el muerto» a otros, a regiones lejanas, a las generaciones futuras, a otros sectores sociales. Esta articulación de lo propio y lo de otros plantea un escenario de responsabilidad que resumía muy bien un chiste de El Roto: «en un mundo globalizado es imposible intentar no ver lo que pasa mirando para otro lado, porque no lo hay».
Pensemos, por ejemplo, en las exigencias de sensibilidad para los efectos secundarios que se plantean en ámbitos muy diversos, y especialmente en la actividad de las ciencias y las técnicas; en la ilegitimidad y cinismo con que enjuiciamos el discurso de los «daños colaterales» cuando se está hablando de acciones militares; en la interiorización de la naturaleza en el mundo de los seres humanos que supone la conciencia ecológica, gracias a la cual la naturaleza ha dejado de ser considerada como algo exterior; en el principio de sostenibilidad que es algo así como una especie de globalización temporal, una toma en consideración del futuro, que deja de ser mero «alrededor», los derechos de las generaciones futuras o la viabilidad medioambiental, contra la dictadura del presente ejercida a costa del futuro.
La transformación más radical que realiza un mundo que anula tendencialmente sus «alrededores» tiene que ver con la dificultad de trazar límites y organizar a partir de ellos cualquier estrategia (organizativa, militar, política, económica...). Continuamente se mezclan en cualquier actividad lo interior y lo exterior.
Uno de los campos en los que esta confusión se ha vuelto más aguda es la política, que por su propia naturaleza ha sido siempre un gobierno de los límites. Ahora se afirma como una verdad indiscutida que no hay problema importante que pueda ser resuelto localmente, que propiamente hablando ya no hay «política interior», como tampoco «asuntos exteriores», y todo se ha convertido en política interior, poniendo en cuestión hasta las denominaciones tradicionales de esos ministerios. Se han vuelto extremadamente difusos los límites entre la política interior y la política exterior; factores «externos», como los «riesgos globales», las normas internacionales o los actores transnacionales se han convertido en «variables internas». Nuestra manera de concebir y realizar la política no estará a la altura de los desafíos que se le plantean si no problematiza la distinción entre «dentro» y «fuera», como conceptos que son inadecuados para gobernar en espacios deslimitados.
Otra de las dificultades que plantea un mundo así es la gestión de la seguridad. La delimitación de los ámbitos de decisión y responsabilidad se torna confusa. Las amenazas a la seguridad ya no emanan de un lugar o de una fuente determinada, sino que son tan difusas como los flujos de los que se sirven, de modo que nos mantienen a todos en un estado de inseguridad latente. En vez de frentes bélicos que separan el espacio de la seguridad del «alrededor» amenazante y lo simbolizan en una frontera, lo que tenemos es una inseguridad que también es interior. Sin abandonar el juego de la ilustración metafórica podemos afirmar que el espacio global ha tomado el carácter de zona de frontera, con todo lo que supone a efectos de comprensión y gestión de la seguridad.
Y uno de los temas en los que se percibe hasta qué punto la globalización no es sólo una ampliación cuantitativa del espacio sino una nueva comprensión del mundo, lo tenemos en todo un cambio de vocabulario en torno a la cuestión social, que hace tiempo ha dejado de considerar la alienación (la excesiva interiorización) como el mal social absoluto, puesto que lo ocupa ahora la exclusión (la falta de interiorización).
¿Significa esto que en un «mundo sin alrededores» la exclusión ya no existe? Lo que un «mundo sin alrededores» quiere decir es que los excluidos ya no se encuentran fuera, que la exclusión se realiza en el interior, con otras estrategias y de una manera menos visible que cuando había unos límites claros que nos separaban de los otros, aquí los de dentro y allí los de fuera; ahora los excluidos pueden estar incluso en el centro de la ciudad, del mismo modo que las amenazas no proceden de un lugar lejano sino del corazón mismo de la civilización, como parece ser el caso del nuevo terrorismo. Los márgenes están en el interior, en nuestros «alrededores interiores».
Del mismo modo que la protección de la seguridad se ve obligada a desarrollar estrategias más inteligentes en un mundo que no está amenazado «desde los alrededores», también tiene que ser más atenta la vigilancia en torno a nuestros mecanismos de exclusión. Para estar a la altura de un mundo ampliado (que podría servir como referente sustitutivo de la idea de progreso, sustituyendo así el criterio del tiempo por el del espacio), habría que preguntarse siempre por las exclusiones que pudieran estar originando nuestras prácticas sociales. El progresismo de antaño que trataba de sostener el curso del tiempo es hoy un espacialismo que lucha por mantener la forma de «un mundo sin alrededores», es decir, sin basureros, sin paganos, ni terceros, ni ausentes.
Daniel Innerarity
Zaragoza, España