La industria del arrepentimiento

LA INDUSTRIA DEL ARREPENTIMIENTO

Mario BENEDETTI


El arrepentimiento se ha convertido en una industria lucrativa. “Ahora”, dice Baudrillard, “todo el siglo al completo se arrepiente, el arrepentimiento de clase (o de raza) se impone por doquier al orgullo y a la conciencia de clase”.

Aquí también, como en la catequesis del viejo confesor, el arrepentimiento es una fase posterior al reconocimiento del pecado. Y ya que este arrepentimiento da prestigio, nada mejor que lanzarse a la invención desenfrenada de pecados propios, no importa si veniales o mortales. Los grandes predicadores/exorcistas de este fin de siglo (los Reagan, Thatcher, Bush, Walesa, Yeltsin, y last but not least, el papa Wojtyla) exigen el arrepentimiento como el obligado peaje para ingresar en el Welfare State universal.

Por lo pronto, abundan los partidos políticos que hacen cola en la ventanilla donde se ficha a los arrepentidos. Al llegar allí, unos entregan la palabra popular, otros depositan el término social o se despojan de su condición cristiana, otros más abdican su atributo socialista, y nunca falta alguno que se desprende, rojo de vergüenza, del rótulo marxista. En compensación, el Big Brother y otros pastores de almas y de armas les van entregando el codiciado carnet de demócratas.

Después de todo, el arrepentimiento tiene una vieja tradición. El primero en arrepentirse fue nada menos que el mismísimo Dios. Así al menos consta en el Antiguo Testamento: “Y se arrepintió Jehová de haber hecho al ser humano en la tierra, y le dolió en su corazón” (Génesis, 6,6). “El que se arrepiente es como el que no ha pecado”, sentenció por su parte Mahoma, pero el pragmático y previsor La Rochefoucauld reflexionó un siglo después: “Nuestro arrepentimiento no es tanto una contrición por el mal que hemos hecho, como un temor por el que puedan hacernos”. Gracias a esa ingeniosa manipulación, y también a la avalancha de arrepentidos, la democracia, que era una doctrina política y/o un sistema de gobierno (no sé si el mejor, pero seguramente el menos injusto), se ha convertido en una transnacional de amplísimo espectro, en la que hasta tienen cabida los golpistas como Fujimori o los incendiarios (además de golpistas) como Pinochet o Yeltsin.

En su último libro, La ilusión del fin, Jean Bandrillard, brillante como siempre en su faena agorera y desalentadora, acuña un nuevo y provocativo rótulo: la huelga de los acontecimientos. Insinuante etiqueta para moverse en la abstracción. Sin embargo, en la realidad monda y lironda parece hoy más reconocible la huelga de principios. Casi un paro general. Es obvio que asistimos a una liquidación de saldos. Saldos de xenofobia, de colonialismo de segregación racial, de liberalismo, de fascismo, de comunismo, saldos de modernismo, de capitalismo, de consumismo, de tecnocracia, de nomenclaturas, de burocracia.

A veces, quienes aprovechan semejantes rebajas adquieren a bajo coste cualquiera de esos retazos y, mediante el sencillo recurso de agregarles el candoroso prefijo neo y someterlos a un aparente reciclaje, los introducen nuevamente en el mercado de consumo ideológico bajo las remozadas etiquetas de neoliberalismo, neocolonialismo, neofascismo, etcétera. Lo malo es que en ese baratillo de fin de estación también se ofrecen saldos de ética y a nadie se le ocurre acoplarles el prefijo neo.

El capitalismo salvaje, tardíamente estigmatizado por el Papa, se ha ido mimetizando en neoliberalismo salvaje, hasta ahora prudentemente ignorado por el Pontífice. La contrición lleva a la servidumbre social, de ahí que a los decididores neoliberales les sea tan rentable el arrepentimiento como la trajinada plusvalía. La servidumbre social es pieza fundamental en el aumento y esplendor de la renta per cápita. A mayor mansedumbre en las bajas capas de la sociedad, más redituable imagen en los foros internacionales. Aunque en las intransigentes cartas de intención no se usen términos tan rudos, al Fondo Monetario y otros inexorables no les interesa en absoluto la eliminación de la pobreza, sino la supresión, no importa a qué precio, de la rebeldía de los pobres.

¿Cómo los revoltosos de Santiago del Estero no se dieron cuenta de que Argentina, tal como proclama su presidente, había ingresado por fin al Primer Mundo, y que eso era mucho más relevante que sus sueldos, tan miserables como impagos?

¿Cómo no advirtieron los chiapanecos, pobres de solemnidad, que su proyecto de insurrección armada no contaba con la anuencia de Octavio Paz y en consecuencia iba a perjudicar la aplicación de ese famoso TLC, destinado a enterrarlos cada vez más en su pozo de miseria?

¿Cómo los zapatistas se atreven a hablar de democracia, libertad y justicia, cuando esas palabras sólo tienen validez en la boca inmaculada de los blancos?

Sólo falta saber si estos miles de indígenas zapatistas elegirán el arrepentimiento como forma (o tabla) de salvación y si comprenderán, ellos también, que ese arrepentimiento es una fase posterior al reconocimiento del pecado. Ahora bien, ¿qué pecados deberán reconocer los chiapanecos? ¿El despojo de sus tierras? ¿El avasallamiento de sus tradiciones? ¿El odio que provocan en los ganaderos, que sin embargo los explotan? ¿Su reclamo de un espacio democrático? ¿El desdén que los blancos les consagran?

Pese a ciertos fatalismos de trocha angosta, algo parece estar cambiando, al menos en América Latina. Los gobernantes electos en Venezuela Honduras y Costa Rica, así como la oposición en Brasil y Uruguay, se oponen tajantemente a la política neoliberal, en tanto que en México el estallido de Chiapas ha significado un varapalo histórico a la política neoliberal del presidente Salinas y a las derivaciones sociales de su obra suprema, el NAFTA (ahora ha pasado a llamarse discretamente TLC, quizá para despojarlo de su acepción más combustible). Como ha declarado Carlos Fuentes, “es indudable que los tiros del Ejército Zapatista, hasta los que se dispararon con fusiles de madera, dieron en el blanco y han transformado a México”.

Es cierto, que el arrepentimiento se ha convertido en una industria lucrativa. Todos los días nos enteramos de que algún político, algún intelectual, algún politólogo, algún economista y sobre todo algún oportunista concurren al confesionario del Imperio, o a alguna de sus parroquias de moda, con toda su filatelia de pecados. En vez de elaborar el duelo de algún legítimo desencanto, reniegan allí de su pasado solidario, de su faena por causas justas, de su defensa de los derechos humanos, de su asco hacia la tortura.

El mundo consumista los recibe con los brazos abiertos, y de paso les roba la billetera. No obstante, los privilegiados del canibalismo económico nunca los admitirán verdaderamente entre los suyos; saben, como cualquier hijo de vecino, que en el mercado de la deslealtad el arrepentimiento no es la más fiable de las garantías.